Fui testigo activo hace unos días de una conversación interesante en el patio de vecinos. No es que el resto de las conversaciones no sean interesantes, pero suelen tratar de lo mismo: qué bien come mi niña, la última revisión del pediatra o a ver si tengo suerte y no le da clase a mi nene el profesor Fulanitez...
Pero esta fue distinta, por lo original y por las palabras que salieron. Claro, el que hablaba era el abuelo de una peque que andaba por allí, y ya se sabe que los abuelos cuentan muchas cosas curiosas -lo malo es que ahora no es estila eso de hacerles mucho caso.
Me contaba este hombre de su infancia y el huerto de su abuelo (una, por deformación profesional, ya calculaba que nos remontábamos a finales del s.XIX) y su infancia en la cocina -de esas de antes, donde se calentaban las planchas de hierro fundido- de la abuela. Y escuché por tercera o cuarta vez en mi vida la palabra trébede (mi padre también la nombra, al recordar su infancia por aquí, en el pueblo, acompañando a su abuelo). Y no sólo eso, ¡no!, también nombró quinqué y candil.
Subí yo tan contenta luego a mi casa. No sólo porque la conversación marujil hoy había sido novedosa (mis otras madres hablaban entre sí de las maravillas de los retoños mientras yo charlaba con el abuelo), sino porque pensaba en la cantidad de palabras que nos perdemos al abandonar el uso de los las trébedes, los quinqués y los candiles...
Pero no hay problema: para eso están mis alumnos. Ayer dos de ellos se inventaban dos fantásticas palabras que no tienen desperdicio: recolectación y gobernancia. ¿Que no se usan? No pasa nada, por si acaso, ya inventamos las palabras... Y sin copyright...
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