martes, 30 de agosto de 2011

Fin vacacional. Lecturas.

Hace dos meses indicaba aquí que me proponía leer durante mis vacaciones doce libros -que luego aumentaron a catorce tras las recomendaciones de algunos de mis lectores. Hoy, tras regresar a mi casa, desmontar casi literalmente las maletas, tender la primera lavadora, organizar mínimamente la nevera y revisar que mañana comienzo ya la temporada escolar, os traigo aquí los diez libros que me ha dado tiempo a leer; actualmente estoy terminando una interesantísima lectura histórica -aunque, bien pensado, entiendo que es "interesantísima" para mí, claro, no para mis futuros alumnos a los que aún no conozco...

Queda pendiente por presentaros la lectura que tengo ahora entre manos, de carácter histórico, que me regaló Él hace unos meses y que me dejé a propósito como lectura veraniega. No tiene desperdicio. Pero ya os lo presentaré en mi blog de lectura...

Y vosotros, ¿qué habéis leído este verano?

domingo, 28 de agosto de 2011

Crónicas marinas (9)

Hoy nos despedíamos de la playa entre nubes de arena masticable... Lo que no ha impedido que naciera un nuevo castillo, esta vez hecho entre Niña Pequeña y yo:




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sábado, 27 de agosto de 2011

Crónicas marinas (6) en Negrevernétika

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Crónicas marinas (8)

Lo efímero de una pisada cuando el sol cae de plano... En el borde de la piscina:


- ¡Mamá! -exclama Niña Pequeña al descubrir la huella de mi pie- ¡Yo también quiero una foto!



jueves, 25 de agosto de 2011

Crónicas marinas (7)

Son las 7:00. Desayuno rápido: cereales de chocolate, leche fría. Tengo cita en el ambulatorio, más allá de la curva de la playa, en el último intento por vencer al sarpullido que me ha atacado e invadido estos últimos días. El calor a estas horas es prometedor: no sé si seré capaz de vencerlo a golpe de abanico.

8:05. Salgo preparada para vencer la arena de la playa, casi ya puro desierto. Noto al pisar el portal cómo las primeras gotas de sudor comienzan a arrancar desde la nuca y se deslizan suaves por el hueco de mi espalda. La botella de agua helada que llevo en el bolso empieza su ligero goteo. Piso las primeras baldosas luminosas de calor, camino del ambulatorio.

8:15. Pescadores madrugadores apurando la caña. Una señora de edad indefinida en pantalón corto paseando al perro por el borde de las olas. Un grupo de ciclistas. Un pensionista comprando el pan mañanero. Los barrenderos de recogida. Dos amigos pidiendo café solo con hielo y una tostada con mermelada en la terraza de enfrente.

8:25. Llego al ambulatorio. Abro la puerta con prudencia, deseando interiormente poder disfrutar dentro del insano aire acondicionado, frío, cortante, pero capaz de eliminar aparentemente el baño de sudor que no puede empañar mi camiseta porque es blanca. Me indican que el médico va llamando, y una mano anónima puso el listado de los pacientes de hoy en la puerta -pedagógico, didáctico, previsor. El enfermero sale de su consulta lista en mano, enumerando a los ausentes; la señora de la esquina se levanta:

- Josefina. No tengo cita ahora -indica.
- Ya veo, le toca dentro de una hora -contesta el enfermero.
- Sí, es que tengo que hacer unas cosas, y si me atiende antes, pues mejor. -nos informa a todos.
- Bueno, si no viene nadie, pase después de aquel señor -dice él, imagino que para irse abriendo hueco en su lista.

Entra otra y nos roba durante unos segundos el frescor del aire puesto a toda potencia. Le acompaña una adolescente lesionada, a la que protege con la seriedad de una matrona romana. Compruebo mi nombre en la lista y le hago saber a Josefina que no, no tengo que entrar donde el enfermero, mientras que la matrona romana me intenta convencer de que ya ha pasado la hora de mi cita y ahora le toca a ella, ¿ve? Cierto, va con retraso, pero no hay ley escrita que pueda impedir que la médico -aventuro que joven, deseando cambiar de destino por otro más tranquilo, alejado de la playa y sus turistas- pueda recetarme la crema de corticoides que sé que necesito para vencer mi sarpullido.

9:10. La médico -joven, deseosa de cambio de destino- me receta, sí, el corticoides necesario. Detrás de mí huelo ya en la puerta el aura de la matrona romana, impaciente por entrar en consulta para hacer luego las cosas que tiene pendientes. El ambulatorio -aquí, como en casa- me recuerda, una vez más, la tienda de Santiago, el frutero mío de toda la vida, que acabó por poner unas sillas de enea y un banquito para suavizar la espera de sus clientas más fieles, mientras despachaba con parsimonia albaricoques y verduras.

martes, 23 de agosto de 2011

lunes, 22 de agosto de 2011

Crónicas marinas (5)

Hoy podría escribir sobre el viaje en tren de esta mañana, y afirmar sin rubor que no tengo mp3, ni 4, ni iPhone, ni iPad, ni siquiera un adsl calentito y rápido, sino una conexión móvil que suele funcionar bien. No. No soy como mis compañeros de vagón. Yo llevo un libro.

Pero realmente la protagonista es esa madre que esta tarde en la piscina se afanaba por colocar bien la toalla a su hija discapacitada psíquica y paralítica. Como si fuera de cristal, la sentaba con mimo en su silla de ruedas, sujetaba su mano, se ponía al sol en el mismísimo centro de la piscina, mostrando sin vergüenza a su hija más débil. Sus otros dos hijos, de la edad de Niña Pequeña, jugueteaban con manguitos en la zona infantil, chapoteando a menos de medio metro de profundidad. Coloca la madre de nuevo la cabeza recién caída de la otra, busca una pequeña sombra para su rostro, se deja ver sin miedo.

- Mamá, esa niña está malita -dice Niña Pequeña.
- Sí, le pasa lo mismo que a los niños con los que trabaja papá, ya te lo hemos contado -respondo tranquilamente, mientras Él afirma serenamente con la cabeza.

Y yo, que me creo fuerte, doy gracias a Dios cada minuto...

sábado, 20 de agosto de 2011

Crónicas marinas (4) en Negrevernétika

Nueva entrada de Crónicas marinas en Negrevernétika, pinchando aquí.

Crónicas marinas (4)

La zona costera tiene un claro indicador social, que no es ni el precio de sus viviendas, ni el costo de una tapa de paella ni el mayor o menor precio de ese pinchito de tortilla. No. El verdadero indicador, el medidor esencial de la playa, es el color de la piel de sus habitantes.

Como si de seres de otra raza se tratara, tres son los especímenes que podemos encontrar entre las cálidas arenas de la playa.

El primero es de tono blanco. Muy blanco. Casi brillante, transparente en su esencia nívea. Inmaculado en su presencia, este habitante anuncia c0n su piel lechosa el poco tiempo que pasa al rumor de la olas, recién llegado de vacaciones, teletransportado casi desde una oficina anónima y grisácea, prácticamente irrespirable. Este ser hace lo que puede, muta su alba presencia por una capa de mantequilla cremosa protectora; previsor y dispuesto a quemar las horas que el jefe le ha concedido lejos del trabajo, acude junto a la playa cargado de toalla, esterilla, silla, sombrilla, puede que incluso nevera portátil para hidratarse convenientemente -que ha oído en la tele que esto es fundamental. Llama por teléfono y envía mensajes a los compañeros de oficina, tal vez para anunciarles la buena nueva de que hay esperanza, hay vacaciones.

El segundo es de tono rojo. Grana, púrpura sin oro, este habitante de la costa fue antes un blanquecino oficinista de interior, dispuesto ahora a demostrar que la crema hidratante todo lo puede y que más allá del carmesí de su piel hay moreno para dar envidia a la vuelta al trabajo. En su lucha por no mudar la piel, conoce a la perfección las farmacias del barrio donde alquila ya desde hace años un pequeño apartamento y se prodiga en el unte hidratante del bote azul de toda la vida.

El tercero es un muestrario de éfebos apolíneos y muchachas virginales, dorados y luminosos, hijos del Sol en sus brillantes cabellos. Pajizos y tostados por largas jornadas bajo los rayos del astro rey, gozan al mostrar sus esculturales cuerpos tostados y venturosos. Viven en y bajo las arenas de la playa, conocen el rumor de las olas, juegan a las palas y raquetas en la línea finísima que separa la arena oscura y marrón de los que apuran sus horas de descanso de la blanca y caliente que no roza apenas sus radiantes pies.

jueves, 18 de agosto de 2011

Crónicas marinas (3) en Negrevernétika

Más Crónicas marinas en Negrevernétika, pinchando aquí.

Crónicas marinas (3)

La playa tiene un fallo. Uno muy pequeño, o, si se mira bien, inmenso, infinito. La playa tiene arena. Una arena endemoniada que se queda junto a las toallas de forma casi lasciva.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Crónicas marinas (2) en Negrevernétika

Segunda entrega de Crónicas marinas en Negrevernétika, pinchando aquí.

Enlace

Crónicas marinas (2)

Me quedé pertrechada bajo mi sombrilla -azul celeste y oscura, a juego con algunas olas-, recién estrenada su sombra; la mochila con el agua cerca, quizá algo de aire, el rastrillo de Niña Pequeña junto a mí -"guárdamelo, mamá", me dijo mientras se llevaba los muchos más útiles cubo y pala.

Vino pronto. Llevaba una corta falda vaquera y liviana camiseta que no tapaba el bikini oscuro; saludó a las dos señoras de rojas uñas y cuidado peinado de peluquería -con confianza, pues sin duda ya se conocían- y montó sin prisa, sin pausa, su propia sombrilla -también azul. El truco de cruzar los tirantes de la bolsa de playa en el palo de la sombrilla no lo conocía, lo cual denotó a mis ojos que aquella joven era ya una experta, quinta pantalla, nivel alto. Al poco, detrás de ella, una recua de adolescentes dorados.

Y con ellos, en orquestado movimiento, vinieron los elementos imprescindibles para estar en la playa. El verdadero objeto multiplicado a lo largo de la orilla congestionada del mediodía -sí, lo admito, justo cuando no se debe tomar el sol, sí. De forma sincrónica, estudiada y practicada posiblemente tantas veces que no hacía falta ya mirar, hablando incluso son las confiadas señoras de detrás y su preciosa manicura, ella y sus jóvenes acompañantes desplegaron tumbonas, con blancas rayas -y azules, también. Clac, clac,... clac, clac: una tras otra alineadas con la orilla, exposición obligada tal vez para vigilar una ola tras otra, cuidadosamente dispuesta la colección de toallas -una azul- sobre cada una de ellas. Yo, poca cosa, la toalla de Él -azul, borde rojo- extendida pobremente sobre la oscura sombra de mi sombrilla celeste.

- Mamá, ¿me has cuidado bien mi rastrillo?



domingo, 14 de agosto de 2011

Pipas, suelo, adolescentes desbocados.

Dos alumnos me miraban de frente desde la cristalera simulando no verme, escondiéndose de forma imposible detrás del bote de refresco. A mi derecha, tres adolescentes cualesquiera enfrascados en hamburguesas de plástico-basura, un cuarto sujetando la bolsa de pipas, echando las cáscaras al suelo. Cuando acaban -los dos alumnos me siguen mirando- se acercan a los columpios y tobogán cercano, propiedad de la hamburguesería, se descalzan, entran. El mayor se sienta en el borde del tobogán, los otros tres alrededor. Chac, chac: pipa, suelo.

- Habrá lío con estos -le digo a Él, mientras seguimos sorbiendo nuestro refresco de cola.
- Deja, mientras no pase nada con Niña Pequeña -apunta. Seguimos vigilando cómo Niña Pequeña mira de refilón a los adolescentes.

Chac, chac: pipa, suelo.
Los dos alumnos me miran.

Uno de ellos se queja: las cáscaras de pipas se quedan pegadas en la suela de su calcetín. Molesta. Barrunto que no protestaría tanto en caso contrario. Debe de ser buena diversión ensuciar el espacio, el suelo es de todos: ¡ensucia tu parte! Niña Pequeña viene pidiendo su agua y quejándose: el adolescente mayor -el niño, dice ella- no le deja jugar en el tobogán. Miro de reojo a Él, que no se inmuta: espera, vigila, tal vez calcula su estrategia, como el león ante la sabana, eligiendo la pieza más débil.

Chac, chac: pipa, suelo. Los dos alumnos me miran.

Ante la mirada de mis alumnos -de frente, simulando no verme, aunque sus refrescos a estas alturas estarán vacíos-, decido que mi imagen está en juego. Ellos saben lo que está pasando al otro lado de la cristalera; es posible hasta que alguna vez hayan compartido tiempo con los de las pipas: a este lado del Oeste todo el mundo se conoce, vaquero. Chac, chac. Adivino: pipa, suelo. Me levanto casi suspirando: aún no es septiembre y no ha comenzado el curso, pero hay que ir sembrando camino, así que bajo la escalera -en el lateral, una madre con un niño pequeño decide no luchar con las pipas y llevarse al retoño a un sitio menos candente.

- Perdona, ¿el encargado? -pregunto en la barra. Se acerca una chica, presumo que profesionalmente paciente a lo que le pueda venir-. Supongo que no dejáis comer pipas en los columpios, pero tenéis allí unos muchachos que os están espantando la clientela -y poniendo en tela de juicio mi imagen ante dos alumnos, digo para mí. La chica me sonríe con un no-te-preocupes.

Subo cansinamente la escalera de nuevo, la encargada al poco detrás. Chac, chac: pipa, suelo. Aún les da tiempo a hacer como que no oyen antes de salir a regañadientes. Los dos alumnos dejan de mirarme: se ha hecho la justicia que esperaban, tal vez. Escondo mi placa de sheriff, mientras espanto la idea de que la culpa es de los padres...

viernes, 12 de agosto de 2011

Dos años de blog.

Foto de Alegri


Queridos lectores, hoy Oculimundi cumple dos añitos. Hemos superado la etapa de balbuceos.

¡Gracias a todos!

jueves, 11 de agosto de 2011

Ya no se lleva el bigote.

Claramente era necesario que aquel peinado fuera acompañado por un bigote. Pero no cualquier bigote, sino uno menudo, casi esquivo, pero apropiado, bien marcado y recortado sobre un finísimo labio superior. Un bigote de película de blanco y negro y galán entre niebla incipiente. Siempre nos quedará París gracias a ese bigote. Bigote que hace pareja inexcusable con el pelo brillante de gomina y raya en el lateral izquierdo. ¡Pero qué raya! Absolutamente recta y delineada, estudiada, irremisiblemente fruto y creación de minutos de esmerado cuidado frente al espejo.

Por eso me lo podía imaginar más allá de su asiento del tren, mientras miraba él por la ventana y yo me extasiaba en aquella portentosa raya y su no menos refinado bigote. Por la mañana, recién levantado y aseado, tal vez una taza de café con leche humeante, con su plato a juego, una bandeja metálica y brillante, una, dos tostadas doradas y expectantes en la mesa de la habitación del hotel. Un rayo de luz blanca desde la ventana con visillos que bailan. Y él mirándose al espejo, la mano derecha empuñando apenas un peine de carey ordenando el cabello primorosamente hacia aquel lado, la mano izquierda apoyada suavemente sobre el otro, las cejas ligeramente arqueadas, comprobando.

martes, 9 de agosto de 2011

Con peces entre las hojas.

No, no es del mar, sino el viento entre las ramas. Pero lo parece, ¿cierto?

Atiende.

¿Notas cómo llega despeinando? Las hojas chapotean entre sí, se alargan unas contra otras.

Viene de lejos, de allá. Revola entre ellas, suave al principio, las mezcla, ¡las sacude! Crece en ímpetu y explota en el choque.

Atiende ahora.

Se aleja: ha explotado, ¿no lo notas? Y parecía una ola en verde y azul. Creo que hasta podría haber brillado.

Los Antiguos hubieran sabido leer entre el baile de ramas las voces de los dioses...

Atiende.

Hoy no cierres la ventana: déjala bien abierta, no sea que venga el viento con espuma.

domingo, 7 de agosto de 2011

Deseo...

Quisiera que pudieras ver la persiana por la que yo miro ahora, y apreciaras conmigo su madera antigua y su desconchado verde, y que te doliera sin tocarla la astilla que se apunta en una de sus láminas. Quisiera que escucharas a través de sus rendijas estos grillos o chicharras, aburriéndose, cantando, espantando agriamente el despojo de sol de esta tarde; y que vieras tu reflejo conmigo en el cristal sin poder adivinarte. Quisiera, además, que olieras conmigo la madreselva del jardín y no comprendieras, como yo, a dónde van unos escalones olvidados entre piedras. Quisiera, en fin, que no olvidaras que Él hoy no está aquí, pero es como si estuviera...

sábado, 6 de agosto de 2011

De divas en blanco y negro.

Todavía se puede adivinar una belleza como de película de los años 40 en su rostro aún ligeramente ovalado: las cejas torneadas, marcando con una curva como de puente unos ojos almendrados, la nariz firme, recia, de esas de carácter y labios suaves aún sonrientes, con besos olvidados bajo su toca blanca de monja...

viernes, 5 de agosto de 2011

¿A qué suena un yogur?

Hondo y vacío sordo en los laterales raspados por la cucharilla de postre.

Riis, riiis.

Un intento por recuperar siquiera un instante aquella cremosidad fresca.

Riis, riiis.

Tal vez quede un resto minúsculo, postrero, bien al fondo.

Riis, riiis.

De manera definitiva, no hay ya nada.

Mi vecina de mesa deja casi con desprecio el cadáver del yogur, que -¡necio!-, se ha terminado.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Ha nacido (2)

Cuando hice mi último bizcocho -bicolor, con mucho chocolate- para Niña Pequeña no podía yo imaginar que José Luis se iba a animar a compartir con nosotros otro hecho en su casa. Podéis ver pinchando aquí que lo había prometido. Claro que, a la luz de las fotos, no es posible la comparación... Puedo casi saborear desde mi pantalla las virutas de chocolate negro de tableta de la parte central de este postre...



¡Gracias a él y a su mujer por deleitarnos paladar y vista hoy!

martes, 2 de agosto de 2011

Soy golosa al tacto.


Me recreo en su olor y adivino su textura aún antes de coger un poco con la punta de dos dedos. Crema tibia, consistente, fuerte en su olor, alimenticia, nutritiva. Blanda al tacto, pero suficientemente espesa como para aguantar en ligera capa sobre mi epidermis, sé que mantendrá su brillo y aroma hasta bien pasada la media tarde, sobre todo si uso en la ducha el jabón que acompañaba en la caja amarronada en la que me fue regalada. Desenrosco finalmente su tapa, compruebo que aún, afortunadamente, queda, huelo de nuevo y dejo que la fragancia ocupe, densa, mis fosas nasales, el baño entero; toco la crema, mantequilla deliciosa de seda al contacto de las yemas de mis dedos, que se deslizan en círculo capturando una porción mínima, pero suficiente.

Me pierdo, casi cierro los ojos, dejo que el aroma, dulce, goloso, invada cada poro, disfruto con el tacto brillante, paladeo el aroma. Recuerdo, sí, las palabras de Niña Pequeña la última vez que usé el tarro:

-¡Mamá! ¡Hueles a coco, mi yogur favorito!