miércoles, 30 de noviembre de 2011

Hoy es el cumpleaños de Niña Pequeña.

Mi querida Niña Pequeña,

hoy, exactamente hoy, a lo largo de la madrugada entre ayer y este momento, tienes ya cinco años. Y como aquella madrugada, tampoco hoy llueve, aunque el sol es frío. Esta vez sí tienes ganas de salir y anunciar a todos que tus dedos ocupan ya toda tu edad, que si no eres de mayor princesa bailarina serás cocinera para hacer sopa y croquetas y que conoces ya todas las letras en su preciso y justo orden.

No sé cuántas personas hacen falta para hacer el número treinta, como preguntas últimamente tantas veces, ni si la hache seguirá siendo muda si la dejamos de escribir, como afirmas. Sé que deseas dormir con un delfín azul -o rosa, mejor, que es el color de las princesas-, que a tu muñeca preferida no se le descoloquen las trenzas y que el peluche rojo, ese perrito que duerme de mentiras, mamá, encima de tu cama, siga esta noche en el mismo sitio en el que lo dejaste esta mañana.

Feliz cumpleaños, mi Pequeña.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Ropa de esquiar azul oscura.

Mamá -llama Niña Pequeña.

-¿Hum? -recojo las cuatro bolsitas que me da la amable señorita, de diez llaves moradas cada una, que me han pedido en el colegio.

- Mamá, este señor que no es un señor lleva ropa de esquiar -afirma, rotunda, mientras carga su peso primero sobre un pie, luego sobre el otro.

La miro. El maniquí muestra ropa de seguridad, tan azul como el mono de esquiar de mi vecino...

domingo, 27 de noviembre de 2011

Juego de tronos en la estantería.

Él me ha enganchado a la última película del momento, la saga Juego de tronos. Ya están en la sexta balda de la estantería varios de los libros de la saga, que sé acabaré leyendo.

Y es que el mundo medieval vende y gusta, como les digo a mis alumnos de 2º de ESO. Y si no, que se lo digan a Harry Potter, cuyo salón de la Escuela de Magia y varios de los edificios son recreaciones de edificios góticos ingleses, o al Señor de la Anillos. Cualquiera les dice a estos adolescentes que la Edad Media no fue, ni de lejos, tan oscura...




sábado, 26 de noviembre de 2011

La azotea tiene tejados azules.

Hoy iba en el coche con mi padre y Niña Pequeña, y al llegar a la altura de la rotonda que da paso a la casa del abuelo vi ya de lejos el tejado de su casa.

Cuando era pequeña me gustaba subir a la azotea de la casa de mis padres, cuadrangular y urbanizada, de paredes blancas ocultas entre los tejados azules y grises del vecindario y sus bocas de chimeneas que ya casi nadie utiliza. A lo largo de los años cambiaron y arreglaron el suelo con frecuencia, hasta dar con la tela asfáltica amarronada que ahora lo recubre -supongo que, tal vez, como remedio definitivo para evitar las humedades de los del 4º-. Los vecinos pasaban largas cuerdas de ropa húmeda entre las chimeneas, e intentaba yo adivinar por los colores y las prendas a quién pertenecía cada cosa: las sábanas de dibujos infantiles de los mellizos del segundo, la manta de cuadros del salón de la vecina de enfrente, hasta el cesto de tela de la mascota del realquilado de la otra escalera.

Subir a la azotea era entonces sinónimo de poder abrir la puerta agrisada del trastero de mis padres: un cúmulo de trastos, cestas, bolsas, libros y revistas viejas apilados a golpe de años y polvo. Durante un tiempo hasta hubo una lavadora ya desfallecida de la que mi madre protestaba.

Yo subía a la azotea en navidades, cuando aún sonaban las voces infantiles de los niños de S. Ildefonso recitando los números de la Lotería de Navidad, o a veces la noche anterior, recién dejada la mochila del colegio en una esquina del cuarto -libros, cuadernos, deberes para vacaciones. Ayudaba entonces a mi padre a bajar las tres cajas altas de cartón fuerte donde estaban guardados los pastores, ovejas y casitas del Nacimiento, herencia de mi abuelo aumentada año tras año en forma de figuritas de barro que a mi padre le gustaba ir comprando -quizá como un regalo merecido a lo largo de todo el año. Las dos enormes maderas de contrachapado fuerte estaban ya en el pasillo de la casa, bajadas por mi madre en algún momento previo de la semana.

Una vez bajados los dieciséis exactos escalones que hay desde la azotea hasta la casa de mis padres, empezaba a desenvolver las figuritas, colocándolas con cuidado sobre el piano que mi padre recibió en herencia de mi abuelo. No sé qué deleite me invadía entonces, al redescubrir -como si yo no lo supiera ya antes-, como si fuera nuevo o desconocido, que en el fondo de la caja se agolpaban corchos que luego serían montañas, el pequeño cedazo para cribar el serrín de los caminos, las ovejas y perritos de barro desconchado, el carnero marrón al que le faltaba una oreja y el pastor aquel que llevaba un cordero sobre los hombros y que mi madre, como cada Navidad, recordaría a quien quisiera oirla, que yo rompí cuando era como Niña Pequeña ahora.

No se ve la azotea desde la rotonda, ni siquiera al pasar el puente. Han cambiado las llaves, creo, porque la cerradura se atrancaba cada final de año. Mi casa tiene ahora, también, una breve azotea, donde se agolpan palomas y lectores de luz. Las cajas de mis figuras de Nacimiento -también de barro, también de las mismas tiendas donde antes compraba mi padre- reposan en sus cajas blancas y plásticos de burbujas, esperando a que pase el tiempo de Adviento que mañana empieza -aunque mi vecino de abajo, a la izquierda, ha decidido ya saltarse este tiempo y colgar de su puerta un rojo pendón que pone "Feliz Navidad".

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Huy, que me regañan...

Para creerlo: una alumna a la que no he visto todavía ni sacar el estuche de la mochila me ha regañado por no aprobarla.

- A ver -me dice por encima del hombro-, que si te pones así y no me vas a aprobar, pues no estudio.

Pues eso. Hala. Otra vez el rancho y el coronel.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Crepúsculo.

El sábado, cuando me veía rodeada por los vampiros de la penúltima película de la saga Crepúsculo -la sala de cine llena, muchas de mis alumnas en la sesión anterior, Niña Pequeña ya posiblemente acostada por Él-, recordé a una alumna que tuve hace unos años.

Acababa de salir el primer o segundo libro de la historia. Aquel año yo daba clase a un grupo de 4º de ESO, y había un pequeño grupo de alumnas extranjeras, creo recordar que búlgaras; habían superado más o menos la dificultad del idioma nuevo y podían, con menor o mayor acierto, seguir mis clases. Sorprendí a una de estas chicas, al entrar en clase, con el libro de Crepúsculo encima de la mesa.

- Profe, ¿ves? Qué historia tan bonita -me dijo.
- Lo sé, yo también me estoy leyendo estos libros -le contesté, pues una alumna de otra clase me había dejado un ejemplar.

Un alumno comenzó a burlarse de la lectura en cuestión. A su juicio era un libro de niñatas adolescentes que no servía para nada. Posiblemente si este alumno hubiera dedicado unos minutos a leer algo más que los mensajes de móvil que recibía diariamente, habría mejorado su ortografía, tal vez la caligrafía, puede que incluso su dicción -no su educación, pues era, recuerdo, un adolescente envalentonado por mamá- colega, mimado hasta la extenuación.

La alumna se dio la vuelta. La recuerdo en jarras, poderosa, mirando a los ojos a su compañero.

- Yo, al menos, leo -le contestó firme.

sábado, 19 de noviembre de 2011

jueves, 17 de noviembre de 2011

Y Dios nació.

Mamá -dice Niña Pequeña, mientras intento no darle tirones al secarle el pelo.

- ¿Hum? -contesto. Mañana mismo compro suavizante para niños.

- Mamá, ya sé por qué nació Dios -afirma, rotunda y muy seria, mientras me mira desde su reflejo en el espejo de detrás de la puerta.

- A ver, dímelo -le digo. Este año acabo mi carrera de Teología; igual es que todo se pega...

- Claro. Nació porque le necesitábamos.

martes, 15 de noviembre de 2011

Renové el carnet de conducir, sí.

Me costó 60 euros del ala, pero ya lo tengo: un papel tamaño folio, con membrete lateral y superior oficial del Estado, donde se me indica que, provisionalmente, pues usarlo como carnet de conducir hasta que Tráfico me envíe el nuevo, definitivo.

Hace unos días renové mi carnet de conducir. Una compañera del colegio me preguntaba, con sorna, que para qué iba a renovarlo, puesto que no tengo coche ni siento mucho afán por conducir. Cierto. Es más: me atrevo a afirmar que mi carnet, realmente, no estaba tan usado después de diez años -no, no echen cuentas sobre los años que tengo, puesto que no me lo saqué con dieciocho-, sino que lucía en todo su esplendor rosado dentro de la funda azul aterciopelada que me habían dado en la autoescuela. Pero el tiempo pasa para todos, incluso para mi cartulina de tráfico, de forma que pregunté cómo se hacía esto de pasar el trámite.

- Muy bien, Negre -me dice la amable señora-. Estás muy por debajo de la media de fallos en este ejercicio.

- Fenomenal -contesto, con mi mejor sonrisa falsa, esa de lunes por la mañana. Me callo decirle que el videojuego este de las bolitas verdes sobre carriles blancos que se mueven es mucho más sencillo que el Súper-Mario de mi Nintendo, donde ya estoy en la pantalla ocho.

- Muy bien también aquí, porque has parado antes de llegar al final de la línea -me dice, mientras observo la pantalla: una línea blanca terminada en un rectángulo blanco, donde, aparentemente, se esconde una bola blanca pilotada por mí. Genial: no me chocaré en mi coche virtual contra el muro.

Se empeña ella luego en que descifre, sin mis gafas de miope, las enrevesadas letras mayúsculas del fondo de la pared, luminosas e indescifrables sin mis lentes. Claro, mucho mejor cuando me pongo las gafas. Si es que eso ya se lo decía yo, ya, pero tanto empeñarse...

Tras comprobar que no estoy en tratamiento psicológico ni psiquiátrico, -"a pesar de tu profesión", apostilla ella; curiosa mujer, pienso-, que no tengo paranoias, ni oigo voces en mi cabeza, ni me mareo, mi tensión está dentro de los límites normales -más bien hacia abajo-, me firma el tarjetón. 60 euros para mi carnet renovado, foto incluida donde, una vez más, no apareceré con mi mejor perfil.

Cuando mi padre descubre, unas horas más tarde, que a él le costó 80 euros hace dos o tres años en el mismo sitio, se asombra y enrabieta.

- Claro, papá -le comento-. Pero a tí no te hicieron la prueba del videojuego, ni la de la línea, ni tuviste que descifrar las letras del tablero luminoso, y mentiste sobre lo del tratamiento psiquiátrico y no les dijiste que no ves bien del ojo izquierdo ni que has perdido reflejos con el paso del tiempo. Y eso se paga, evidentemente.


sábado, 12 de noviembre de 2011

¿Es posible mejorar?

Mi amiga Maricarmen me decía hoy, cuando me acercaba a casa, que este fin de semana era para nosotros de sólo un día, ya que este sábado los profesores de mi colegio lo dedicábamos a compartir con otros de otros centros un día de convivencia sobre temas de mejora educativa, en la siempre preciosa ciudad de Toledo. Os dejo uno de los vídeos que nos han invitado a pensar...



jueves, 10 de noviembre de 2011

Que se fastidie, que hoy no como rancho.

Imagina tu jersey favorito, tal vez ese azul grueso que te regalaron -sí, en la fiesta de Navidad, es cierto, y cierto también que cuando ya no sabían qué regalarte-; o tal vez el gris perla de punto y cuello alto, o el liso -odias los estampados-, por supuesto de cuello redondo -¿quién inventaría el cuelo de pico?

Imagina un hilo de tu jersey. Ese hilo fino, finísimo, casi discreto, tanto que casi, casi no se ve, aunque bien que te das cuenta todas las mañanas que eliges esa prenda para ir a trabajar. Pero alguien te dijo una vez -tal vez tu madre, o tu abuela, o tu mujer, porque es una sabiduría que se transmite genéticamente- que no puedes tirar de él y arrancarlo, con todas tus fuerzas de recién levantado. Aunque es lo que te gustaría, claro, porque sabes ya que guardarás esta noche el jersey, cuando vuelvas del trabajo, tras acostar a tus hijos, y el hilo seguirá ahí, orillado en la costura del lateral o próximo al cinturón. Pero se te habrá olvidado dentro de siete horas, hasta la siguiente vez.

Imagina que irás con tu hilo tras el desayuno y al trabajo. Que estará contigo toda la jornada en la oficina, en tu tienda, en la fila de espera de la panadería, en el coche. Será, pues, tu aliado más fiel -no obstante, lleva contigo casi desde que te regalaron el jersey. Nunca te atreviste a tirar de él ni mucho menos, a darle esa puntadita que tu madre le habría dado para arreglarlo. Mejor así casi, porque lo doblas un poco, lo pegas descuidadamente en recto a la costura lateral y ni se ve. ¿Quién se va a fijar en tu hilo?

Mis alumnos son a veces como ese hilo. A veces dan ganas de dejarlos junto a su costura particular hasta que dejen de intentar batallas sin futuro contra sus profesores. Por aquello de "peor para ti, profe", que hoy también se repetía tras regañar a la alumna de la izquierda, incapaz de reconocer que se había equivocado con su actitud. Pues eso. Ni una puntadita: mejor dejarla ahí, en su afán de ganar su de antemano batalla perdida, tras cerrar cuaderno y libro, cruzarse de brazos y mirar obcecadamente a un punto cualquiera del techo, mientras yo seguía con mi clase.

Me recordaba a lo que contaba mi padre de la mili: "que se fastidie mi coronel, que hoy no como rancho". Hale.

sábado, 5 de noviembre de 2011

¿Hay que usar paraguas, tal vez?

Trenza el aire antes de caer, amarilla.

- ¡Mamá! ¡Mira! ¡Llueven hojas! -grita Niña Pequeña mientras vamos a su clase de inglés...

jueves, 3 de noviembre de 2011

Podría haber sido peor, pero...

Podría haber sido peor. Podría no haberla visto y estar, a estas horas, viviendo en la ignorancia, ausente de las consecuencias de sus actos, pero sin conocimiento, al fin. Podría haberla visto antes, sí, y estar gastando a estas horas el tiempo en la tarea no reconocida, oscura y poco reconocida de apartarla de mi vida para siempre, pero gastando de mala manera y gana el poco tiempo que tengo para gastar, sí. O podría haber pasado, sin duda, que hubiéramos estado conviviendo las dos como si nada, cada una en un rincón de la casa, o ella, más bien, en el suyo, escondida hasta la hora intempestiva de las brujas, cuando yo estaría luchando con dormirme o apagar el despertador una vez más, ducharme después rápido, correr por la casa antes de irme a trabajar; hubiera salido ella entonces de su escondite, gorda y sedosa en su aspecto grisáceo, gritando su mudo "aquí estoy" para mi horror, mientras yo me ataría rápidamente los cordones de mis botas.

¿Se puede saber para qué limpiamos a fondo, Él y yo, este fin de semana, si esta mañana, de nuevo, un enemigo acérrimo y parece ser que inmortal, se asomaba en forma de pelusa de polvo por una esquina del pasillo?

martes, 1 de noviembre de 2011

Dulces de Halloween.


Yo soy más bien tradicional, ya se sabe: Reyes Magos, fiestas de cumpleaños con bocadillos de crema de cacao y buñuelos de viento para estas fiestas. Pero mi vecina me ha traído una suculenta muestra de dulces de Halloween -fiesta celta a la que pienso renunciar-: terroríficos dedos de ultratumba y almendra, caras de chocolate de gatos de cementerio y el corazón roto de mermelada de fresa de algún muerto viviente.

Por eso, esta vez le he tenido que escribir una carta de agradecimiento. Podéis leerla pinchando aquí.