sábado, 31 de octubre de 2009

Es tiempo de buñuelos.

Hoy volví a comer castañas. Ocho, exactamente. Después me encontré a los hijos pequeños de mis vecinos corriendo de portal en portal gritando eso del truco o trato de la pegajosa cultura americana que nos ha traído Halloween.

Pero realmente hoy es tiempo de buñuelos. Los romanos tenían un postre en forma de bolas dulces que amasaban con los puños, los árabes calentaban en aceite caliente masas redondas de hojaldre bañados después en miel hirviendo, el rey Felipe III los servía en su mesa en estas fechas...

Es tiempo de buñuelos, de panallets y de huesos de santo. Es tiempo, tal vez, de ir despidiendo el otoño aunque la teoría indique que eso será por diciembre. Y como es tiempo de buñuelos, la pastelería de toda la vida cercana a mi casa estará mañana llena de gente haciendo cola, tal vez hasta la esquina, como todos los años. Me agobian las muchedumbres, así que no creo que mañana por la mañana desayune buñuelos.

Lo cual es una lástima. Y es que hoy se me olvidó lo del tiempo de buñuelos y no aprovisioné mi nevera con ellos.

Cáspita.

viernes, 30 de octubre de 2009

Hoy, encuentro de exalumnos en mi Colegio.

El trabajo del docente tiene a veces grandes alegrías y sorpresas, como esta

Esta tarde me alegraba al ver que la convocatoria para exalumnos que habíamos hecho en el colegio tenía sus frutos. Lo cierto es que no esperaba mucha afluencia, y me he llevado la sorpresa de encontrarme con algo más de una veintena en la puerta, esperando a que llegara para abrir; previamente, además, me llamaban algunos para excusar su ausencia, pero también solicitando información de lo que se hiciera en el encuentro.

Es la primera vez que hacemos esto en mi centro, y es una alegría poder ver las caras de los que fueron tus alumnos -claro, estos que vienen, algunos hasta seis años después de abandonar el centro para seguir sus estudios de Bachillerato en otro sitio, lo hacen motivados o con curiosidad... Pero mayor mi sorpresa cuando aceptaban de buen grado la propuesta que les lanzábamos mi amiga Silvia y yo: juntarnos de nuevo para llevar a cabo un encuentro de exalumnos y realizar algunas actividades de voluntariado en diversas ONG's y en el mismo Colegio.

La veintena venía más o menos engañada, porque no tenía yo todas conmigo de que lo social tirara todavía entre ellos. Por eso me he llevado la sorpresa del día cuando un puñadillo de ellos me decía que estaban perdidos, que querían hacer cosas sociales, que estaban motivados, pero no sabían por dónde empezar... Y me decía yo al volver a mi casa, después de acordar otra convocatoria en breve, que esto es también educar; o, visto el tema de la Secundaria, educar tal vez de verdad, crear buenas personas, honrados ciudadanos...

Motivador y agradecido. Buena andadura para el proyecto. Para todos.

jueves, 29 de octubre de 2009

No permitir que la vida se escape rondando.

Esta mañana les decía a mis alumnos de 2º ESO, en medio de una de las actividades especiales programadas para este mes, que no permitieran que la vida se les escapara rondando. Bueno, para no faltar a la verdad, lo cierto es que casi literalmente les he dicho que el día de hoy no lo volverían a vivir y que había que sentirlo y saborearlo. Nada del carpe diem ese al que tengo cierta manía, sino más bien una de déjate cuestionar por la vida; pero, como todo: si no lo digo así, no se entera ni el tato...

Al menos este grupo ha sabido -más o menos, tampoco hay que pasarse- cuidar algo el silencio. Y quizá por eso, mínimamente, uno de los chavales se atrevía a contar al grupo un par de cosas personales, de esas que les rondan a los adolescentes por la cabeza a todas horas y que para ellos son el centro de su propio mundo. Me ha sorprendido porque no es uno de esos alumnos a los que un profesor pondría la etiqueta de "buen alumno", sino más bien tirando a conflictivo, esperando en la silla el momento de salir del sistema educativo por la puerta de atrás o dejarse llevar vete tú a saber por qué o quién... Y sin embargo, era el primero en romper el hielo, ofrecerse voluntario o coger una escoba para barrer. Sus palabras, además, despertaban en mí la certeza de que a los adolescentes hay que prestarles oído, porque no se entienden, no saben, algunos hasta sufren. Y esto no me gusta. Y me molesta.

También los padres sufren. Hoy, además, recibía la visita de cuatro. Y todos sufrían, de uno u otro modo y en distinta medida. Mis compañeros, en general, tienen menos entrevistas con padres a lo largo del curso que yo; me imagino que es debido a que no me acostumbro a no mandar deberes para casa o permitirles que se vayan de rositas sin haber hecho algo en clase. Mala costumbre la mía la de forzarles a trabajar y regañar cuando no lo hacen. Un padre de alumno sufriente es mala cosa y a veces se revuelven contra el profesor -que, en el fondo, ya sabe la sociedad que es el culpable de todo, claro. Sorprendentemente, estas familias venían de buenas, con ganas de que a sus hijos se les ayudara y de colaborar para lograrlo. Uno me decía, incluso, que no sabían cómo ayudar mejor a su hija.

Y me ha gustado la expresión, por lo sincera y clara: no sabemos qué hacer, pero necesitamos hacerlo. Ojalá todos los padres de mis alumnos vinieran así de claros y con las cartas sobre la mesa. Seguro que vencíamos entre escuela y familia a la Administración y los adolescentes saldrían más airosos.

Y, además, me he divertido. Gracias.


miércoles, 28 de octubre de 2009

Yo también soy una alumna.

Este año retomé mis estudios, nunca olvidados, pero tampoco a pleno rendimiento; las situaciones familiares, lo cotidiano y algún toque de estrés adicional hicieron hace tiempo que aparcara volver a las aulas como alumna. Pero este curso era tan bueno como el siguiente o cualquier otro para regresar a la mochila, los folios -en algunas cosas, soy una clásica- y la carpeta de apuntes.

Es curioso ver las cosas desde el otro lado; nunca del todo sólo como alumna, claro, porque ya llevo dentro eso que dicen deformación profesional, pero sí es cierto que critico un poco ácidamente a mis colegas profesores que me corrigen ahora ejercicios y trabajos. Y me sirve esto de mirar desde la orilla lo educativo para darme cuenta de lo importante que es ser conciso y claro en la explicación, llevar las clases bien preparadas por lo que pueda surgir y no dejar demasiadas cosas a la improvisación -de todas formas, en el aula se toman tantas decisiones que hay espacio para que las cosas fluyan a su modo...

Mis compañeros de afán no son precisamente treintañeros. Más bien, por el contrario, talluditos y maduros que están de vuelta universitaria; algunos, además, con familia como yo y algún hijo más o menos pequeño. No todos. De hecho, creo que estoy en franca minoría.

Pues bien, hoy, esperando a que llegara la profesora -lo reconozco, por cierto: qué pasadas se pueden hacer las clases y qué despacio pasa el tiempo cuando lo que escuchas no está bien estructurado-, uno de mis no tan jóvenes compañeros le comentaba a otro que él, en su labor profesional -por lo que decía, le supongo profesor jubilado- prefería enseñar a dejar las cosas claras antes que a dar datos. No estaba yo en total desacuerdo con él. ¿De qué me serviría a mí que mis alumnos no supieran reconocer lo importante de lo secundario? Poca cosa puedo hacer cuando se enfrentan a un texto y no saben por dónde pillarlo...

Pero yo descendía más a lo terreno: enseñar, incluso, a dejar ordenada la mesa de trabajo en el aula, no estar rodeado de papeles, guardar las cosas de la asignatura anterior, colgar el abrigo en la percha y no conformarse con dejarlo encima de cualquier alféizar -si las madres vieran lo que sus hijos son capaces de hacer con el material escolar...- y quitar de mi alrededor todo aquello que me distrae o molesta para trabajar. Vamos, mi día a día. Y no me disgustan estos gestos educativos porque me lo enseñaron a mí siendo adolescente y ahora, en mi treintañerismo, me doy cuenta de lo que pretendían aquellos profesores de la extinta EGB. Mis recuerdos de los '80...


martes, 27 de octubre de 2009

El silencio me permite escucharme.

Para mí el silencio es fundamental; soy, en principio, una persona tranquila que se programa su tiempo para sacarle el mejor partido. El silencio me permite trabajar y preparar mis clases -esto seguro que es una novedad para alguien, porque soy consciente de que muchos piensan que los profesores aparecen de forma espontánea en sus clases e improvisan más o menos con lo que se les viene a la cabeza en ese momento.

El silencio me hace descansar y poder parar, reflexionar, darle vueltas al partido que voy tomando con mi día, organizar el día que está por venir u optar por sentarme a leer un rato. Un gesto silencioso nos permite sonreir de la mano de la sorpresa de un alumno o la sonrisa inesperada del joven que no se esperaba tan buena nota. Una mirada silenciosa puede hacer callar al más pintado en una clase revoltosa o animar a seguir hablando al compañero que expone una idea.

Por eso salía hoy con algo de pena de mi trabajo, esta mañana. Porque constataba con la actividad especial programada para hoy que mis alumnos viven en un mundo volátil de ruído; no pueden ni saben disfrutar de diez minutos de silencio. Todo a su alrededor hace bocina y sólo dentro de su estruendosa tribu adolescente se sienten con identidad. A la orden del día está el no sé y me sorprendía -se ve que no aprendo- al oir que uno se sentía feliz porque tenía todo y más. Me regalaban la amarga imagen del conformismo absoluto y una supuesta felicidad basada en que sus padres les protegen de todo lo que les pueda hacer daño -no sea que, pobrecitos, la vida les golpee.

Yo sé que hay otros jóvenes, ocultos como esos padres que se preocupan al cien por cien de la educación de sus hijos. Sé, porque he convivido con ellos, que hay adolescentes que se sienten buscando y cambiando y que no se entienden porque no se saben.

Y me molesta esto. Me molesta que sus padres no les hayan enseñado que el chicle, mejor en casa y no en clase, que hay que guardar el turno de palabra -pero, claro, imagino que en sus casas sus palabras son deseos absolutos y prioritarios-, que los mayores son fuente de conocimiento de la vida y que por eso hay que respetarlos o que los padres no son los amigos de los hijos. Las cosas son así.

Me molesta que no sepan que el silencio se puede oir, porque jamás aprenderán de sí mismos.


La curiosidad es el motor...

Por curiosidad creo que mi padre me regaló, con nueve o diez años, un libro de mitología egipcia que fue el inicio claro de una de mis decisiones más claras e irrevocables: estudiaría Historia de mayor.

Con curiosidad mira mi hija lo que leo y se acerca ella: ¿Y esto cómo se lee, mamá? O con espíritu curioso coge un lápiz: ¿Cómo se escribe, mamá?, me pregunta, mientras traza rayas de un lado a otro de la hoja -a las que ella llama letras.

Por curiosidad aprenden los bebés a balbucear y por curiosidad te acercas a conocer a ese alguien que te llama la atención. Con curiosidad se acerca un profesor a las listas de sus nuevas y limpias clases en el principio de curso. Eres curioso y cuidadoso en tu trato con la persona con la que, por casualidad -como me pasó a mi hace cinco años- acabas pensando que mejor te dedicas a ella en cuerpo y alma.

Y supongo que por curiosidad me leen algunos de mis alumnos -que Jorge, de mi tutoría, así me lo deja entrever a veces. Con alegre curiosidad preparé yo mis viajes en la época en la que la hipoteca no se llevaba todo mi dinero y por curiosas coincidencias acabé en este trabajo y no excavando -hacia donde se dirigían, indudablemente, con curiosidad curiosa, mis estudios. Es la curiosidad la que hace que lea este libro y no otro y, tal vez, curiosamente, recuerdo bien los primeros rostros de los alumnos a los que conocí por primera vez en mi colegio.

Por eso, José me convenció un día, en un curioso Paseo por Madrid -actividad cultural para los alumnos de 3º que hacemos todos los años en el Colegio-, que luchábamos contra un peligroso y exponencial enemigo, contra el que no valían nuestras palabras y quizá ninguno de nuestros empeños: nuestros jóvenes no son curiosos. O no sabemos llamar a su curiosidad, que, en el fondo, les mueve a visitar a la famosa salamandra -que ha debido de huir, pobre-, a sus amigos fáciles y rápidos de las clases de al lado y a convertirse en expertos tecnológicos de las redes sociales de la red.

Ellos me dicen con frecuencia que sus padres no les entienden.

No me extraña. Yo muchas veces tampoco...

sábado, 24 de octubre de 2009

Rut quiere aprender a leer.

En mi casa somos grandes lectores; realmente, yo tengo más variedad de lecturas que mi marido, que se quedó vagando en la tierra de Mordor hace tiempo y siempre está volando entre alas de dragón o paseando por bosques de elfos. Mi porción de estanterías de salón acumulan libros de lo mío, de Historia, claro, Arte, literatura varia, el teatro que mi padre me enseñó a reverenciar, la filosofía que me trae de cabeza o las disquisiciones teológicas a las que de vez en cuando acudo. Por ejemplo.

Pero, siguiendo el comentario de mi amiga María, los libros en mi casa están para verse y tocarse, ojear y hojear, cambiar, descolocar, mover, apilar, casi saborear. También los pequeños cuentos e incipientes lecturas de mi hija Rut. Y a ella le gusta, parece -de momento, afortunadamente-, coger de lo suyo, hacerlo rodar por la alfombra, abrir y cerrar y pasearse con sus cuentos como hace mamá.

Por eso anoche sonreía para mí al ver que copiaba uno de mis momentos favoritos: leer en la cama. Tumbada yo en una cercana a la suya, me disponía a leer lo que ahora me tengo entre manos y veía cómo ella se ponía de puntillas para alcanzar un cuento, colocaba el cojín que usa de almohada y se explicaba en voz tenue su lectura... Tal vez, espero, sea el inicio de las discusiones que yo me traía con mi padre por las noches, cuando él me decía, en medio de la madrugada, que apagara la luz y yo me metía entre las sábanas para seguir con mi historia...


viernes, 23 de octubre de 2009

Vaya castaña...

Me gustan las castañas. Y muchas tardes paso junto al puesto de un castañero en una de las calles más concurridas de Madrid. Y, además, parecía ayer por la tarde que todo invitaba a pararse y pedirle una docena, así , bien calientes, acordes con el rato otoñal y medio lluvia que sufría la ciudad...

Comer castañas es dejarse los dedos manchados del fuego donde se han asado y enfrascarse en acabar con su piel antes de que ella se quede en minúsculo resto junto al fruto. Es saborear que el carbón ha chamuscado una parte, pero no te importa porque es lo que tiene disfrutar de una docena de castañas. Y calentarse el bolsillo dejando que la mano descanse sobre el papel. Y, además, leer luego por curiosidad ese fragmento de revista que el castañero ha usado para darte el paquete de castañas...

Por eso comer castañas es casi un arte que hay que paladear y que se saborea y que, para mi, tiene el nombre propio de mi amigo Damián, porque nos debemos un largo paseo por un parque de Madrid rompiendo el otoño mientras comemos y hablamos. Siempre que tomo castañas me acuerdo de él y ayer por la tarde no fue menos, claro. Sigo sin saber dónde está Damián, pero la docena de castañas de ayer y el paseo por esa calle de Madrid -donde le vi, por cierto, la última vez hace años-, me lo trajo a la cabeza.


jueves, 22 de octubre de 2009

Y escampó la tormenta.

Hoy me decía una amiga que no hay tormenta que dure más que el día de hoy... No soy amiga de estas frases que sirven para hacerte pensar -quizá porque ya pasó mi etapa de adolescencia-, pero cierto es que hoy sólo apetece sacar el paragüas para frenar la lluvia que cae con fuerza esta tarde...

Por eso, como gato panza arriba trasteaba hoy por los pasillos del colegio; tal vez era la lluvia, que me gusta, o la rodilla, que volvía a darme la lata -la edad pasa para todos, incluso para mis jóvenes alumnos de 4º, que se asomaban a las ventanas a ver a los de 1º, como olvidando que una vez ocuparon esos pupitres... Pero sin olvidar que los gatos panza arriba siguen siendo felinos a los que no les gusta ser domesticados; su zarpazo queda semioculto y preparado a salir cuando sea necesario.

Pero gracias a los que estas horas han tejido y destejido a mi alrededor con finos hilos de apoyo. Hasta aquel que es el más discreto a mi alrededor hoy me demostraba, calladamente, que estaba hombro con hombro; y yo me guardo en caja fuerte con mi propia llave ese hoy por tí, mañana por mi.


miércoles, 21 de octubre de 2009

Jamás contra mi gente.

Ya comenté hace tiempo que a veces surgen preguntas que me parecen extrañas cerca de mi o emplean sutilezas tal vez como arma de ataque que no tienen fundamento... No me considero una guerrera desafiante, pero tampoco permito, sobre todo, que alteren a mi gente.

O que cuestionen mi trabajo. Por ahí sí que no paso. Y por eso hoy estoy enfadada y rabiosa. Hoy no era buen día para llorar de rabia, pero me pudo el sentimiento y en el peor momento, el más desaconsejable y en el sitio más inoportuno. Por fortuna, a lo largo del tiempo me he ido tejiendo, como la joven Aracne -pero sin su soberbia- mi red social, mis guardaespaldas -como dice una compañera de trabajo.

Y esto me molesta, me quiebra, me enrabieta, no me destroza, pero me urge expresarlo. ¿Quién es el otro para cuestionar lo mío, si lo mío es en grupo? De mi dependen -más o menos- ciertas decisiones que se toman al minuto; esto de trabajar de cara al público adolescente es lo que tiene, y pocas personas se dan cuenta hasta lo que lo ven en directo: que en un aula se deciden tantas cosas en poco tiempo que te desgasta la mente y el corazón. No es un trabajo a sangre fría como el de un socorrista de carretera -tuve un compañero en la Facultad que hacía esas cosas-, pero sí se pone a veces tanta entraña que te puedes quedar exhausto -y a esto ahora lo llaman "síndrome del quemado".

Pero esta mañana cuestionaban a mi gente, a mi grupo, a personas con las que trabajo codo con codo y que, aún hoy, a estas alturas, estamos haciendo piña para sacar cosas adelante. Y no lo consiento, bajo ningún concepto: soy leal a mi gente -amigos o compañeros- y si es necesario sacaré el ariete, la lanza, la falcata o la ballesta para no dejarme amedrentar. Y reconozco mis fallos (es conocido mi pronto enfurecedor, como buena tauro, mis arranques pasajeros pero resistentes), eso lo primero.

Y me molesta, sí, mucho. No consiento que digan que no soy organizada, que no quedan claras ciertas cosas... ¡Yo! ¡A mí! Qué indignación.

Qué tropelía...

Cuestionarse, sí, querida, criticar constructivamente, sí, por supuesto. Pero jamás, jamás, herir con ese puñal. No a mí. Y no a mi gente.

martes, 20 de octubre de 2009

Volvió la salamandra, regresó el frío.

Hoy volvió la salamandra. Pero tal vez porque ya no era novedad o porque nadie se percató, no se convirtió en heroína de este día lluvioso. Así que allí la he visto toda la mañana, ondulante y sinuosa, casi escondida en el rincón de la escalera, blanda, esponjosa, medio gelatina y muñeca en un día que, más bien, ha invitado a cerrar a cal y canto y buscar una docena de esas castañas que tanto me recuerdan a mi amigo Damián -al que perdí la pista de sus pensamientos hace cinco años...

Damián fue un buen amigo mío, tal vez de esos amores -platónicos, nunca se sabe- que por indecisos y cobardes nunca se materializan, pero se respiran y la gente siente. Era poeta, hacía locuras o, al menos, cosas que no entran en la cabeza de un cuerdo cuadriculado, como hacerte sorpresas o escribirte con sello y todo a dos colores. Damián fue mi apoyo durante tiempo y regalo inesperado muchas de las veces, siempre presente cuando se le necesitó; quiero pensar que regalo mutuo ambos cuando buscábamos un refugio de no sé muy bien qué. Desapareció, se diluyó como sus pensamientos y sus reflexiones, como buen piscis que es. Y no sé dónde está, aunque lo he buscado con ahínco porque todavía guardo en un cajón de mi mesilla el regalo que le traje de El Cairo...

Y en realidad quería yo escribir de esas madres de alumnos que nunca salen a relucir porque son discretas y cuasiinvisibles, que estuvieron en el colegio ayer por la mañana montando su taller de manualidades, saliendo de casa, pues, dispuestas a encontrarse y a regalar -y regalarnos- un poco de su tiempo... Pero como son discretas, eso: hasta al final de mi reflexión no salen. Y no por eso desmerecen, que es mucho más lo que enseñan con lo que hacen y son que con lo que dicen...

domingo, 18 de octubre de 2009

La virtud de dar y recibir.

La RAE, que tiene como misión fijar, limpiar y dar esplendor a nuestra lengua, dice :

hospitalidad.

(Del lat. hospitalĭtas, -ātis).

1. f. Virtud que se ejercita con peregrinos, menesterosos y desvalidos, recogiéndolos y prestándoles la debida asistencia en sus necesidades.

2. f. Buena acogida y recibimiento que se hace a los extranjeros o visitantes.

3. f. Estancia de los enfermos en el hospital.



¿Cuál es el problema? Que esto lo dice la RAE, que habla a través de palabras y las palabras -lo siento por las publicaciones digitales- nacieron para que los libros se las llevaran. Y ya se sabe que en este país somos de poco leer -especialmente si, además, sufrimos la indolente, en su acepción número 2, enfermedad de la adolescencia.

Así que pienso, a estas horas, pendiente esta noche -se deslizan las horas lentamente, porque por la noche siempre el tiempo es más largo- de mi hija, que está enferma, que la palabra hospitalidad tiene rostros, que son más fáciles de recordar que esas palabras de las que parecen huir los que no aman los libros.

Y así, hospitalidad se llama la casa de mi amigo Óscar y a veces hasta el despacho de José -que es capaz de trabajar al mismo tiempo que se presentan tres o cuatro en su cubil y se quedan allí hablando de lo suyo. Hospitalidad es cuando -como dicen mis alumnos- a mi vecino de enfrente no le importa tomarse la molestia de cruzar el patio y se acerca a echar una mano a mi marido para hacer una chapuza de esas que le gustan hacer en casa.

Pero ayer hospitalidad tenía el rostro amable de mi amiga Belén cuando he ido a su casa con mi peque enferma; Javier dejaba de preparar -por un momento- la fiesta sorpresa de cumpleaños que le tenía preparada a su mujer desde hacía días y se centraba en mi Rut para decirme porqué tenía tanta fiebre... Lo cierto es que ellos siempre han sido para mi el espejo de la hospitalitas y los primeros a los que mi marido consideró sus amigos cuando vino desde León hace años. Porque es lo que tiene ser hospitalario: que tu casa se queda abierta y nadie quiere entonces marcharse; porque salen de su tierra y se ponen ellos en camino a buscar a quién abrirles la puerta.

Gracias...

viernes, 16 de octubre de 2009

Un candado y una verja.

Cerca de mi casa hoy he visto un candado. Es posible que este candado ya lleve el mismo tiempo que yo en mi casa, pero ha sido hoy y no otro día el que mi cerebro ha elegido para procesar su presencia. Un candado metálico y dorado enganchado a una cadena, enredada en los barrotes bien amarillos de una verja.

El candado de la salida de un polideportivo.

Un candado es el recuerdo de la mano invisible y desconocida que conoce la llave que lo guarda.

El candado parece inútil en la mañana fría de hoy, mientras llevo a mi hija camino de su colegio; a la espera de ser recordado por ese alguien que guarda la llave que lo libera. Y al pasar y mirarlo, me preguntaba quién tenía en mente que ese candado era necesario para que nadie se llevase la cadena, los barrotes, la verja o al propio candado... Un candado que no está en una puerta, junto a una cerradura o en la señal de la esquina de mi casa es un objeto que ha perdido su función y su identidad. Y la identidad es algo que no se puede abandonar de cualquier modo, ya que es lo que nos define y me distingue del alguien que celosamente esconde -o ha olvidado- que hay un candado amarrado a una verja camino del colegio de mi hija...

miércoles, 14 de octubre de 2009

Tu dolor es mi dolor.

En otra ocasión hablé de mi amigo Óscar.

Conocí a Óscar hace once años; él acababa de llegar de Brasil, pero antes había pasado por Nicaragua, Bolivia, y qué se yo qué otros países americanos... Óscar andaba buscando en aquel momento no sabía muy bien qué, pero él es que está lleno de grandes proyectos para cambiar el mundo, su comunidad, las personas que tiene alrededor y lo que haga falta. Óscar es un soñador y un idealista, pero tiene los pies tan en la tierra que sabe que para enraizarse con un lugar hay que hacerse uno como los demás y dejar que te interroguen y te cuestionen. Por eso Óscar es ahora misionero seglar en Honduras, porque le van estas cosas, le va a entregarse utópicamente a los demás y porque dice que Menorca, su isla natal, se le queda chiquita. Y por eso hace cinco años que no veo a Óscar, pero la red es lo que es y nos acerca el mundo a golpe de ratón.

Y hoy recibía un correo electrónico en el que nos contaba a un grupo, a modo de red social, lo que está viviendo. Óscar es muy duro, pero la experiencia de la muerte llega a los corazones más acorazados. Y Óscar está sufriendo porque Honduras está ahora sufriendo, dice; él es amante de la política, considera que no podemos sustraernos de esta realidad natural del hombre que, opina, tenemos todos por naturaleza.

No sé.

Pero mi amigo sufre porque en su Programa para jóvenes de la calle -y, por lo tanto, de las maras- hay dolor; han muerto personas, un líder popular y un joven al que él dice que no supo leer en sus ojos que le perseguía la muerte. Óscar dice que Honduras se hunde y que la guerra está cerca... Y me duele, porque Óscar es mi amigo y él sabe que ya no hay vuelta atrás: su sitio comprometido está con los niños que él me presentó y ahora serán adolescentes.

Y no serán adolescentes como los míos que me decían hoy que para qué servía la jornada del Domund del día 18. Sino adolescentes que han luchado contra vivir en la calle y criarse entre el vacío de un futuro poco claro; o jóvenes a los que hay que decirles sin palabras que la educación es lo primero y ser mujer merece la pena a pesar de todo...

Sé que Óscar me lee de vez en cuando aquí, igual que otros compañeros americanos. Soy consciente, además, que me pide mi compromiso silencioso: él me dijo una vez, hace mucho "recuérdales a tus alumnos que los otros existen". Y por eso le he contestado ahora a mi amigo que ahora, más que nunca, más que en los muchos años que lleva regalando al pueblo hondureño, le necesitan en su compromiso silencioso. Constante, callado, como las horas que se deslizan esperando que yo decía ayer...



martes, 13 de octubre de 2009

Esta tarde única e irrepetible...

Las horas son escurridizas. Y caprichosas.

Las horas se deslizan; se deslizaban rápidamente cuando mi marido y yo éramos novios y yo iba a visitarle a su León natal. Eran ansiosas durante el viaje, condenadamente rápidas cercana la despedida, dolorosas y goteantes en la vuelta a Madrid.

Lentas y eternas cuando no se sabe a dónde conducen, rápidas, veloces, rabionas, cuando parecen que se agotan y yo no tengo tiempo suficiente para hacer con precisión todo lo que me propongo. Interminables en la Noche de Reyes cuando crees oir el paso lento de sus Majestades por las baldosas del salón. Tintineantes en la despedida de un año.

Pero mi horas son, sobre todo, caprichosas, porque yo me empeño en moldearlas, domesticarlas y tenerlas bajo control para exprimir toda su capacidad en una tarde, y ellas se empeñan en diluirse como quieren entre mis múltiples listas de tareas importantes y urgentes.

Por eso esta tarde quise ordenarla escrupulosamente en espacios de ocio y trabajo, en tiempo de calidad para estar con mi hija y en ratos cortos de leer y oir jugar a leer a la peque. Imposible. El capricho de las horas -hermanas de las Parcas, Thalo, Carpo, Eunomía, Dike, Eirene- me ha conducido a usar esta tarde única e irrepetible a jugar con la plastilina con la pequeña Rut.

Por eso las horas también sirven -además- para ser gastadas sin pedir el cambio.


lunes, 12 de octubre de 2009

La edad también se elige.

Hoy mi padre ha cumplido 66 años.

Mi padre es maestro; todavía está en activo. Aunque es maestro de vocación treintañera tardía: la juventud le hizo rebelarse contra su padre, mi abuelo, que era pianista, y la cosa artística se hereda -mi abuela, escritora en ciernes. Así que lo suyo siempre ha sido, realmente la música. Supongo que por eso, por lo de rebelarse contra un destino ya escrito por sus padres -porque esto es muy de padres: querer para los hijos lo mejor, a ser posible más que lo vivido por uno mismo-, mi padre sabe bastante que lo importante es amar lo que se hace y hacer lo que se ama. Y a mi padre le gusta su trabajo, es un maestro feliz.

El problema es que los 66 años físicos de mi padre no se corresponden con su edad mental, y eso me molesta, porque se empeña en sentirse anciano. Me molesta que el médico le diga que debe seguir un régimen y él no lo haga. Me molesta que tenga que dejar de fumar y se rebele contra eso. Me molesta que no se dé cuenta de que con 66 años no se es tan mayor como él dice ser. Y me molesta que no comprenda que un cerebro cultivado, activo, estudiante, estimulado, vale más y se conserva mejor que uno al que no se le hace caso.

La tía Maríadolores tiene, más o menos, la edad que mi padre. Ella se jubiló hace algún tiempo, pero su mente no está apartada del trabajo. Sigue estudiando, sigue cultivando sus aficiones -eso que algunos llaman hobbies-, está al pie del cañón y ahora hace más que cuando estaba en activo. Por eso es joven.

Pero mi padre, con 66 años, es mayor. Más de lo que carnet de identidad dice. Porque se empeña en no cuidar su cerebro y no preocuparse de su cuerpo. Por eso la edad también se elige; y empiezo a pensar que él ha decidido elegir cumplir hoy más años de los que tiene.

Y por eso no ha sido un cumpleaños feliz.


sábado, 10 de octubre de 2009

De compras por el supermercado ecológico.

Tuve que ir esta mañana al centro comercial este donde se jactan de ser super ecológicos porque, al precio de x euros, ya no dan bolsas de plástico en la línea de cajas a los clientes. Cada vez voy menos, es cierto, pero hoy tenía que acudir, obligada por la necesidad de localizar unos zapatos a precio asequible para mi hija. Y que además fueran de color marrón.

Cada vez que voy a este sitio me pasan cosas surrealistas:
  • Me ponen una pegatina en el carrito de mi hija. Ella tan contenta, blandiendo la etiqueta blanca del lateral derecho de su sillita y señalando orgullosamente con el dedo "mira, mamá, tengo pegatina". Bueno, no siempre lo hacen, claro; debe de ser que es a criterio del guarda de seguridad. Me sorprende un poco esto, primero porque creo que no tengo pinta de delincuente común (y mira que he visto a gente choriceando cosas..., que podría haber aprendido..., pero por no hacer, ni copiaba en los exámenes); segundo, porque la marca del carrito de mi hija no se comercializa aquí: ¿tanta cámara de seguridad y no despertaría sospechas de entrar con una sillita de bebé gastada por tres años de tute y saliera con otra flamante, limpia y brillante?
  • Localizo los zapatos buscados. Talla 26, 29, 30... Mi hija usa el 25. Un par. Hoy he tenido suerte: normalmente, nunca encuentro su talla. O ella es muy vulgar -imposible, que para eso soy su madre y sé que es perfecta- y todos los niños de 3 años de este pueblo usan el mismo número a la vez, o hay dos pares y se agotan. ¿O es que es una manera de obligarme a volver una y otra vez a buscar los ansiados zapatos?
  • Ya que estoy, recuerdo que le hace falta una camiseta de manga larga. Es curioso cómo el precio de la ropa de este sitio varía de una semana a otra... Imagino que incluso con esta compra habrán ganado un dinero que yo estoy perdiendo... ¿Por qué tengo la sensación siempre, cuando entro en cualquier supermercado, de que me están engañando en cada etiqueta y en cada rimbombante anuncio?
Una vez dispuesta mi compra, la lista guardada y mi bolsa -con el logo de otro centro comercial menos ecológico, pero más sincero-, me pongo en la línea de cajas. Buenos días, buenos días. Hoy toca no poder poner la cesta de la compra sobre la cinta de la caja -otras veces sí: esto es como lo de la etiqueta del carrito de mi hija: a criterio del profesional. Entiendo que los zapatos nuevos y marrones de mi hija deben mancharse previamente en la cinta; supongo que la camiseta de manga larga también.

Menos mal que no me han quitado la etiqueta de seguridad de mi carrito -que sigue siendo el mismo, azul, desgastado en los bordes y con pinta clara de estar usadísimo. A mi hija le ha encantado ir jugando con ella de vuelta a casa.

viernes, 9 de octubre de 2009

¿Con qué juegan los niños? (2)

Ya en otra ocasión he hablado de con qué juegan los niños.

Y esta tarde me sorprendía mi hija. Porque su juego eran los cuentos. Se ha ido a su habitación y ha traido una maleta que le regaló mi padre hace tiempo con muchas historias de las de siempre; y después se ha puesto en la alfombra, rodeada de sus cosas, mientras pasaba las hojas y se describía con su medio habla, las imágenes -el zapatito de cristal que se perdió en la escalera...

Una de mis preocupaciones es cómo fomentar la lectura en los pequeños. No es algo que me quite el sueño en mi trabajo, lo admito, ya que sólo trabajo con adolescentes y los niños que aparecen por allí suelen ser, más bien, los de mis compañeros. Pero uno de los quebraderos de cabeza que tiene últimamente la Administración es hacer que el número de malos lectores -es decir, de las bajas calificaciones registradas en la asignatura de Lengua en las últimas recogidas de datos- descienda de alguna manera.

Lo que no sé es si la Administración se habrá dado cuenta de que quien es lector es también un pensador...

Con mucha razón me decía un amigo ayer en el autobús que el que no lee delante de sus hijos no logrará que sean amantes de los libros:




Pero, por favor: las esquinas de los libros no se doblan...

jueves, 8 de octubre de 2009

Ellos también existen.

Esta mañana hablaba con una alumna de 4º ESO a la que este curso no doy clase, pero con la que tengo cierta conexión -aquello de que se dice más con lo que se es que no con lo que se hace. Igual que me ha pasado en otras ocasiones, a veces la persona más insospechada te alegra la mañana sin que ella se dé cuenta.

Y es que su sensibilidad, la preocupación con la que hablaba de su familia, su interés por mejorar y colaborar y su percepción madura de cuáles son las dificultades con las que se puede encontrar en el futuro -esto es muy llamativo, ya que hablaba hace unas horas aquí de los cinco minutos inmediatos en los que viven los jóvenes-, me han llamado la atención.

Esta gratificación personal -profesional, íntima- la uno con algo que me han recordado algunos comentarios. Es cierto: los profesores con frecuencia no hablamos de los alumnos que tiran adelante solos, de las familias que sí colaboran, de los jóvenes que se preocupan y cuestionan. Y es que, queridos, sois rara avis. O tan callados o discretos en un ambiente que suele ser estridente, rápido, de muchas pequeñas decisiones en poco tiempo, que no os tenemos todo lo en cuenta que deberíamos.

Pero existís. Lo admito. Hay familias que están ahí, codo con codo, que ceden parte de su tiempo imprescindible para que salga adelante una actividad solidaria en el colegio, que acuden en masa a mi convocatoria de familias en la tutoría o que están disponibles para admitir propuestas con las que trabajar en casa con sus hijos.

Admito que algunas cosas serían difíciles sin vosotros. Llevo tiempo en esto de las aulas y desde niña lo he vivido en mi familia -mi padre es profesor; pero en mis años de docencia también me he encontrado, al lado del que protesta y monta el espectáculo en la recepción, a familias que me han apoyado en momentos difíciles, que han participado de forma muy activa en la educación de sus hijos o que han querido ofrecerse gratuitamente para cualquier cosa del Centro.

Y como esto no es habitual al cien por cien, tengo que decirlo. Para que conste en acta. Para que sepan que sabemos que existen, ocultos, escondidos, sileciosos, padres y madres que saben que sus hijos son su mayor tesoro... y su regalo al futuro. Gracias.

Los cinco minutos inmediatos.

Hoy seré breve: el enlace que os presento para reflexionar habla por sí solo.

Leo con asiduidad el blog Profesor en la Secundaria. ¿Será que, como me dijeron una vez, hay corporativismo en esta profesión? -debe de ser que no en las otras, claro. Y esta última entrada de Joselu se ha merecido mis enfervorizados cabeceos de aprobación y sonrisas de comprensión. Su prosa, como es habitual, arrolladora.

PROFESOR EN LA SECUNDARIA: Beatrice

Gracias, Joselu.

miércoles, 7 de octubre de 2009

La salamandra.

Esta mañana había una salamandra en un pasillo del colegio. Inédito.

Inédito cómo los alumnos se agolpaban alrededor del pobre animal, que no se ha movido de su rincón en toda la mañana -por eso, por valiente, nos sorprendíamos los profesores que íbamos de clase en clase observando cómo el bicho era capaz de sobrevivir en un entorno hostil. E inédito, con casi total seguridad, cómo estos jóvenes son capaces de despertar de su adolescencia dormida cuando aparece algo tan diminuto, casual y anecdótico como una salamandra...

Inédito por surrealista, de paso, aquella persona que me decía hoy en una clase, con voz de sorpresa, que porqué había que hacer deberes. Eso mismo me preguntaba yo por dentro. ¿Por qué hay que hacer deberes? ¿Por qué es necesario enseñarte a ser responsable y cuidadoso en tu pequeño trabajo? ¿Por qué debo decirte yo -no tus padres- que lo que aprendas a ser hoy será tu madurez del futuro? Y, encima, yo tengo fama de mandar muchos deberes. Seré pesada.

Inédito que haya una familia que sea capaz de decir a un profesor que quién es él para mandar a su hijo hacer deberes. O que quién eres para enseñar a su hijo nada -estos casos me resultan llamativos: pues enseña las materias del curriculum tú a tu retoño en casa y que se examine por libre, ¿no?

Está claro: es mejor no tener que hacer deberes, no luchar contra los elementos y los exámenes, no cumplir con las obligaciones, defender siempre los derechos, vivir sin la tremenda norma de ser cuidadoso con el material de trabajo, pasar sin dejarse interrogar por la vida o dejar que sean los demás -mis padres- quienes me solucionen todos los problemas sin intentar equivocarme para aprender de mis errores.

Vamos, que es mejor mirar la salamandra.


martes, 6 de octubre de 2009

El tiempo y los bebés.

Dentro de poco Rut va a cumplir 3 años. "Dentro de poco" es, en realidad, un mes y medio, más o menos, pero es que el tiempo de los niños pequeños va por una vía diferente a la de los adultos. Y si alguno, con meses, pudiera hablar, seguro que diría ya esa expresión adolescente de "mis padres no me entienden".

Efectivamente, yo a mi hija no la he entendido mucho desde que nació, sólo lo básico: el llanto al querer comer, el llanto al querer dormir, el llanto al desear ardientemente su chupete, el llanto porque en medio de la noche no encuentra su muñeco favorito, el llanto de que le duele noséqué,... Además, fue un bebé de esos que nadie cuenta pero seguro alguien tuvo, de los de dormir muy poco y llorar mucho. Y yo no encontré ningún pan bajo el brazo...

Yo buscaba, más bien, un poco de tiempo. Porque eso sí que lo eché en falta. Pero esto nadie te lo cuenta cuando decides que te metes en el lío y tienes un hijo. Y esto me molesta: ¿tanto cuesta decir la verdad, oiga?

Admitamoslo.

Por encima de las excelencias de ser madre, las ventajas, los dones recibidos, lo maravilloso de la maternidad, eso de "ya te has realizado como mujer" y otros comentarios más o menos desafortunados que escuché en medio de mi embarazo, nadie, nadie, decía que el mejor regalo que podrías recibir iba a ser un buen tapper de macarrones (porque ya no te da tiempo a cocinar aquellas cositas). Mi amiga Maricarmen, eso sí, me aconsejó dejar mucha comida congelada -pero es que ella es de las pocas que cuentas las cosas por su nombre...

Yo sé que me leen madres. Madres ya muy experimentadas, algunas, otras algo menos -todavía con la L de prácticas puesta, como yo. No sé qué pensarán. Pero es que el tiempo de los bebés y de los niños pequeños no es el nuestro. Como le decía hoy a mi amiga María, llegué a la sana conclusión mental de que mi tiempo libre era el que Rut me dejaba del suyo; y que el truco estaba en rentabilizarlo, sacar provecho, exprimirlo al máximo...

Mi amiga Eva dice que a las 23:00 empieza la hora de las madres...


sábado, 3 de octubre de 2009

La Ley de Autoridad.

Hoy leía en un periódico uno de los temas que más está dando que hablar: la autoridad del profesor. A cuenta de esto se planteaba de nuevo a debate de la plebe si era necesaria, en opinión del sesudo lector, la Ley de Autoridad para reforzar la figura del maestro, equiparable después a golpe de decretazo, a cualquier autoridad pública. Y posteriormente se planteaban los pros y los contras.

Resulta que yo no tengo muy clara la necesidad de esta Ley. No es que esté negando la realidad de las aulas, la violencia juvenil, el afán de sin normas que tienen nuestros adolescentes, etc. Es que me pregunto si no se estará confundiendo autoridad con autoritarismo; y el respeto en las clases, el silencio, la confianza en el profesor -o, al menos en el sistema educativo que sufrimos ahora- o que se digan las cosas por su nombre -es decir, que el problema es que tenemos aparcados a muchos de nuestros jóvenes, impidiéndoles su entrada en el mundo laboral ya que porque sí tienen que estar gastando pupitre...-, todo esto, digo, no se soluciona con una ley.

¿Por qué nadie se atreve a decir bien clarito que lo que hay que hacer es afirmar que los padres y los profesores tienen su función concreta en la educación de nuestros jóvenes? Los padres, los primeros en ser educadores. Los profesores, los primeros en ser docentes. Luego, de forma secundaria, se pueden intercambiar de vez en cuando la función, pero sin delegar. Y cuando la plebe esta a la que le piden opinión y debate tenga firmemente arraigado en la cabeza esto, entonces podremos hablar de lo de la autoridad.

Porque, entiendo yo, lo de la autoridad en las aulas se logra desde el respeto mutuo, no desde la coerción, el chantaje, la multa o la violencia. Y el que no respeta en su casa, no respeta fuera, como me dijo por teléfono el familiar de un alumno hace unas semanas.

respeto.

(Del lat. respectus, atención, consideración).

1. m. Veneración, acatamiento que se hace a alguien.

2. m. Miramiento, consideración, deferencia.

3. m. Cosa que se tiene de prevención o repuesto. Coche de respeto.

4. m. miedo (recelo).

5. m. ant. respecto.

6. m. germ. espada (arma blanca).

7. m. germ. Persona que tiene relaciones amorosas con otra.

8. m. pl. Manifestaciones de acatamiento que se hacen por cortesía.



jueves, 1 de octubre de 2009

Estudiar es una cosa difícil.

A veces les digo a mis alumnos que su trabajo es estudiar. Quisiera traer aquí la cara de estupefacción, primero, las miraditas, después, y al final la carcajada incipiente que este comentario supone para ellos. La noticia de que su tarea principal es estudiar cae como una bomba repentina sobre pupitres y sillas, se desliza entre mochilas, rebota en las paredes y hasta patina por las baldosas del suelo...

Estudiar es un trabajo.

Y además, un trabajo que no es fácil.

A veces, también, algunas familias que vienen a hablar conmigo para informarse de cómo van sus hijos me dicen que, en el fondo, no entienden el suspenso del pequeño -porque los padres de los que aprueban no suelen venir-, ya que mi asignatura es de eso: estudiar. Eso dicen. A veces me gustaría contestarles que si sólo fuera de estudiar, colgaría los apuntes por la red y les convocaría a un examen sin más. ¿Para qué voy a estar recordando que eso, estudiar mi asignatura -como dicen ellos- es también relacionarse con otros, aprender a ser cívicos, descubrir poco a poco la dura tarea de hacerse adultos, comprender lo que me dicen, lo que quiero decir, lo que digo, lo que leo, lo que escribo? Todavía, a estas alturas, no comprendo muy bien porqué tengo que dar explicaciones de algo tan obvio...

Pero resulta que estudiar, además, es una tarea complicada, que requiere su tiempo, su espacio, sus materiales, su predisposición y hasta su propia luz. Por eso estudiar es difícil. Así que el suspenso se explica porque alguno de estos condicionantes anteriores no se ha dado... en algún momento antes de llegar a los pupitres que son bombardeados por la tremenda noticia de que la tarea de un alumno es estudiar.

Y es una tarea que exige dedicación casi total, jornada prácticamente completa. Un trabajo que supone concentración, esfuerzo diario, dedicación, paciencia y confianza tanto en uno mismo como en los que te rodean -si es que a los que te rodean les importa tu trabajo- y en los profesores -pero esto de confiar en el profesor ya es otra historia, no vayamos a pasarnos...

Por eso, porque es un trabajo difícil, es necesario que la gente de alrededor lo comprenda, lo apoye, lo valore, lo aprecie, lo facilite de palabra, obra y pensamiento. La gente de alrededor tiene que darse cuenta de que es importante colaborar con el profesor, con el alumno, con el colegio y con el alumno que escucha, sorprendido que, aunque no reciba dinero por su tarea, su sueldo es la ayuda y el aprecio recibido en cada minuto dedicado a la tarea que le compete.

Todo esto viene, en fin, a que esta tarde se reúnen las familias con los tutores en mi colegio.

Y a que mi marido, que está intentando retomar los estudios después de 33 años sin hacerlo, con lo que la dificultad de un trabajo difícil se hace más dura, hoy está desanimado porque todavía tiene una asignatura pendiente para lograr su propósito, que es, precisamente, estudiar más y mejor. Estudiar, Emilio, es tan difícil que lo que has conseguido hasta ahora con mucho esfuerzo, dedicación, robando horas a tu tiempo libre y enrabietándote porque hay cosas que son más fáciles aprender con una mente joven, todo eso, merece doblemente la pena.

Más reflexiones, tal vez que tienen que ver con el colegio.



Una sonrisa (8)

Dedicado a Emilio... Sonríe, has logrado mucho ya.