lunes, 28 de febrero de 2011

Metropolitano.

Estación de Metro de Ciudad Universitaria. Seis y media de la tarde; fuera hace frío aún -a pesar del engaño del fin de semana, que nos hizo creer que se retiraba definitivamente el invierno-, no me sobra la bufanda y guardo el gorro en mi mochila. Voy camino del autobús: ya he llamado a casa para avisar de que llegaré antes de lo previsto y podré ver a Niña Pequeña justo cuando esté acabando de cenar -luego, mi exendocrino dirá que exagero y que, con el trabajo que tengo, me da tiempo a todo...

Un tropel de jóvenes recién salidos de la adolescencia se arremolina en el andén mientras se abren las puertas. La marea de primeros universitarios me mastica y amenaza con engullirme. Una, dos, tres, cinco, siete chicas se refugian en mi vagón, impidiendo el paso de otro centenar de personas que pretende entrar -y salir- por la misma puerta. Me retuerzo, recojo mi libro, busco a toda prisa el marcapáginas: imposible pasar la hoja para terminar la lectura, pues el vagón está inundado de gente.

La chica rubia de enfrente agarra su carpeta. "Farmacología", leo. Divina y estupenda, no tiene ni una gota de rímel -anoto en mi mente: fundamental el maquillaje para estudiar los fármacos- corrida, a pesar de que acabará de salir de clase. Se refugia apenas en el círculo de amigas, que comentan jocosas la última jugada de no sé qué profesor. El hombre de detrás aprovecha la aglomeración de la hora punta para arrimarse un poco más a ella, aunque la muchacha simula no darse cuenta; él me mira, me ve: sabe que me he dado cuenta. El vagón frena, el hombre se acerca un poco más, descuidadamente. Las chicas sonríen. Universidad.

Cuento rápidamente los segundos que quedan para la siguiente estación. Moncloa. El chico que tengo delante, su mochila apenas a dos milímetros de mi cara, intenta dejar espacio para pasar. Las universitarias se despiden incluso antes de salir: la marea les arrastrará de cualquier forma. "Te veo mañana, chiqui, tengo que enseñarte..." Me repito dos veces que en cuanto llegue a la salida debo llamar a mi amiga, la que se ha quedado embarazada hace poco, para felicitarle.

Uno, dos, tres. Pitido de la puerta. No ando: me empujan, me llevan casi en volandas, una marea invisible y ondulante me transporta -teletransporta- a las escaleras mecánicas. Me acuerdo de que hoy Niña Pequeña tenía un premio por haber terminado la hoja de fichas; me acerco a un quiosco y le compro un chocolate para mañana. Miro el reloj: tengo suerte y puedo coger el autobús antes de los previsto. Frío. Bufanda y gorro. Tal vez me dé tiempo a preparar algo del colegio antes de cenar.

viernes, 25 de febrero de 2011

Joaquín.

Visitar a Joaquín es contener la respiración. Joaquín es mi dentista, además del padre de un antiguo alumno. Joaquín es alegre en la consulta, incluso a veces algo socarrón y se ríe un poco del miedo de sus clientes.

Pero estar ante él, vestido de higiénico azul y armado de sus extraños y torturantes instrumentos, es respirar quedo y contar minutos -que son interminables-, mientras él revisa, comprueba, cambia aparatos, escudriña. Conozco el techo, el hilo musical, cada una de las bombillas de bajo consumo de su consulta, a la espera de su veredicto. Aguanto el oxígeno que apenas entra, a la vez que él se sonríe bajo la mascarilla:

- Efectivamente, Negre, hay que arreglar ese empaste. Por eso te dolía.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Hoy prefiero, sí, dejarte un mendrugo.

Trabajar como profesor es a veces como paladear una tarta de fresas: blando, suave, tal vez efímero como la nata; explosivo y luminoso como fiesta cuando, de vez en cuando, te sabes formando parte de una cadena que en algún momento tiene un fin prodigioso. En estas ocasiones es casi jugoso saborear el trabajo bien hecho, siempre y a pesar de todo.

Pero otras veces -¿muchas?- trabajar en el aula es comer pan duro de anteayer. La miga blanda, maleable y dulzona, desaparece para dar paso a restos de coscurro que nadie quiere. A veces la aspereza ni se puede guardar ya en un bote para mejor ocasión y sólo queda barrer, tirar, olvidar. El cubo de basura como baúl que no guarda ni recuerdos. Un pan duro desecho y roto por fuera, sin invitaciones para poner en la mesa.

Trabajar a veces así, con el paladar reseco porque el pan no se ablanda y ni para tostada sirve ya, es para mí preguntarme si merece la pena esperar al postre o, mejor, decir al camarero que has decidido cambiar el último plato y levantarte... No siempre son los alumnos o las familias los que te roban la servilleta y suspiras mientras buscas una alternativa de papel -porque el rodaje debe continuar-; a veces es que te cansaste de mirar la carta, la selección del mejor gourmet, la indicación del cocinero y el menú del día.

Es que a veces, como hoy, es mejor haber olvidado el pan y sus migas sobre el mantel, abandonar la servilleta sin doblar -como hay que hacerlo siempre-, abrir la puerta -clic, clic-, cerrarla suavemente -para evitar el portazo con los vientos que soplan- y buscar una repostería más pequeña y amigable.

A ser posible, regentada por uno mismo.

martes, 22 de febrero de 2011

El peso de mis mantas.

Hace frío. Rebusco en el armario -anotar en la agenda: "ordena"- la otra manta marrón, la de rayas, esa que trajo mi marido desde su León natal y que no usa. Afuera sopla un viento peleón que choca contra mis dobles ventanas y las mal bajadas persianas del salón. Se apaga la calefacción -clic-, señalando el momento inconsciente de ir a dormir; recojo la primera manta, la que descansa sobre el edredón blanco y rojo -mi casa no cuadra como en las revistas, pero es pequeña y cálida, dicen. La extiendo por la cama: primer doblez extendido, mitad, aguanto, estiro arriba, aliso, segundo doblez, mitad, aguanto, vuelvo a estirar. Apoyo las almohadas -la mía, la de él-, luz de la mesilla -clic, clic-, la segunda manta esperando un proceso similar a la de su gemela. Oigo ruido en la cocina: cajón, cucharas, taza una, dos, chocolate y leche de la nevera -clic, clic, clic. Me meto en la cama y siento el peso de mi doble manta, sin sacar los brazos: hace frío. Espero quieta el olor del chocolate caliente que antecede al calor. Las paredes de mi habitación, de suave amarillo.

Hoy volví a mi casa después de varios días fuera. Me gusta el peso de mis mantas.

lunes, 21 de febrero de 2011

Hoy he ido al endocrino.

Tengo un problema de tiroides desde hace tiempo -daños colaterales del embarazo, aquello que nunca te cuentan. El médico que me trata el tiroides también tiene un problema.

Hoy iba a la consulta.

- Buenos días -digo, con la sonrisa de quien va al médico sin gana.
- Buenas tardes -contesta, mientras mira el papel-. ¿Nombre? ¿A qué vienes?
- Negre, es una revisión, estuve aquí hace unos meses -contesto, mientras me pregunto que cómo es posible que este hombre no encuentre mi ficha o alguna amable señorita no se las deje preparadas antes de las consultas.
- Pero, ¿te has hecho la analítica o vienes así, sin más? -me ataca.
- Traigo los resultados de los análisis, los que me pidió hace unos meses. Estará todo en mi ficha -le recuerdo-: no es la primera vez que vengo.

El endocrino abre el sobre que le tiendo, mira por encima el baile de cifras.

- Está todo bien. Supongo que estás tomando tus medicinas -dice, mientras guarda los papeles. Mi ficha no aparece en su mesa. Qué buena memoria tiene, pienso.
- Claro, puntualmente, cada mañana.
- Muy bien, ¿algo más? Porque no me vendrás ahora con hacer régimen o algo así -insinúa, repatingándose en su silla.- Porque ya veo que no estás en los huesos, precisamente.

Respiro hondo, mientras compongo mi cara de amable-para-todo.

- La verdad es que quería un régimen personalizado, ya que me pidió un estudio hace un año -le informo, disimulando amabilidad.
- Eres como todas las mujeres: ¿para qué? Porque luego las mujeres hacéis eso, colgáis la dieta en el frigorífico y a los diez días buscáis en las revistas del corazón otra cosa -me dice, sin controlar una sonrisa irónica.
- Disculpe -mi autocontrol se pone a prueba-. Soy capaz de adelgazar veinte kilos, no es la primera vez. Sólo quiero un control médico.
- Tonterías de mujeres, no tengo tiempo -despacha rápido-. Todas las mujeres sois iguales. He hecho seis oposiciones, no estoy para perder el tiempo.
- Buenos días -le respondo, decidida, mientras me despido, a no volver jamás a su consulta. ¿Dónde estará el directorio médico? ¿En el armario? ¿En la librería? ¿En el baúl?
- Buenas tardes -dice, sacando el teléfono móvil del bolsillo izquierdo de la camisa.

Me pregunto qué pasaría si yo tuviera una entrevista así con una familia... Buenos días. Buenas tardes.

sábado, 19 de febrero de 2011

Un bote de aceitunas.

En la sala de profesores ya no hay vasos porque la mano anónima los retiró. Ya sólo quedó el microondas, un abandonado paquete de café y el azúcar que nadie prueba. Las servilletas se han acumulado, vaporosas, una encima de otra, sobre la mesa, esperando.

Adaptándose, prueba de su ser indestructible, uno de mis compañeros ha salido del trance. Émulo de Robinson, superviviente entre carpetas, tizas y preocupaciones, saca de su mochila con la tranquilidad que da la rutina diaria un pequeño bote de aceitunas, lleno de leche, inmaculado, limpio en su cristal. No percibe mi mirada de curiosidad -esa que perdieron mis alumnos en algún momento de su no muy lejana infancia- mientras veo cómo se aleja hacia el paquete de café, llena la cuchara con la medida exacta deseada, su ordenador abierto esperando instrucciones, yo luchando contra la impresora -que, una vez más, no acepta mis sencillas órdenes.

Mi compañero se sienta, pausado, ignorante de mi curiosidad extrema. Le llamo: "¿Un bote por un vaso?" Me mira y se sonríe, tal vez admirado de mi incapacidad para sobrevivir en la selva o el desierto más extremo: "Claro, es la medida exacta, traigo aquí la leche bien cerrada".

Otros nos rodean y levantan las cabezas de sus trabajos. Todos sonríen ante la naturalidad de la respuesta. Claro: ¿cómo no se nos había ocurrido antes?

domingo, 13 de febrero de 2011

2004-2011

En el estrecho pasillo que discurre entre el ascensor y el ala oeste -de mi facultad- hay un tablón de anuncios acristalado, limpio, sin marcas ni señales. Me paro ante él, fascinada porque no haya ni una pintada, ni una marca de rotulador: nada que indique que por ahí campan estudiantes.

En el estrecho pasillo que discurre entre el ascensor y el ala oeste, donde está el tablón de cristales impolutos, justo ahí, adormece una hoja informativa, remachada por cuatro brillantes chinchetas. Me acerco más. Leo, por si acaso. Listas de nombres, comité de empresa, firma el decano. Fecha: 2004.

En el estrecho pasillo que discurre entre el ascensor y el ala oeste se encuentra el tablón limpiamente acristalado con su única hoja informativa: los nombres de los delegados sindicales a fecha de 2004. Alguien se olvidó del tablón, las llaves de los cristales, las personas que representan, la hoja caducada, las firmas de los acuerdos.

Bendito país...

viernes, 11 de febrero de 2011

Jugando al parchís.

Niña Pequeña está aprendiendo a jugar al parchís.

- Mamá.
- Hum.
- Mamá, ¡ha salido un cinco en el dado! -exclama, orgullosa de su pericia.
- Ya veo, muy bien: puedes sacar otra ficha -le recuerdo.
- No, mamá, que entonces tengo que dar toda la vuelta con ella y aquí ya está en casa -afirma, muy seria.

jueves, 10 de febrero de 2011

Un día cualquiera.

7:00-- Ducha muy caliente; humo a mi alrededor y jabón de olor a coco. El vaho y la humedad me despejan y me permiten respirar un poco mejor. No olvido que los alérgicos no podemos abrir las ventanas después del amanecer.

7:15-- Desayuno sin diamantes. Leche muy fría, cacao, galletas, cereales crujientes sacados a hurtadilllas de la caja de desayunos de Niña Pequeña. Tal vez haya algo en el periódico de ayer que merezca aún la pena...

8:00-- Camino del colegio. El frío sube por mi cara en forma de araña.

Algún momento entre las 8:30 y las 14:30-- Un grupo de diecisiete adolescentes me demuestra una vez más que la violencia es algo normalizado en sus vidas y sus padres son una gran molestia (supongo que excepto a la hora de pedir dinero y que les mantengan a cambio de ni-ni). El alumno A decide provocar hasta el extremo en clase; al grupo no le importa: resulta divertido ver hasta dónde soy capaz de aguantar. Me lleva hasta el límite, al infinito, más allá. Hago caso omiso de sus constantes llamadas de atención a cambio de nada y aguanto el tirón. Me aplaudo: un día más he podido resistir, aunque lo lamento por mi alumna, la del fondo de la clase -a la que le gusta aprender- y por el de delante del todo -al que no le gusta aprender y le cuesta, pero el sistema (des)educativo actual me impide prestarle atención y sí fijarme en alumno A, porque hay que rescatarle aunque él no quiera.

Aprovechando la situación, alumno B tergiversa mis palabras. Viene su madre -no es como el otro aquel, pero como si lo fuera. El que fuera modélico se ha convertido en adolescente, pero mamá no lo ve: en el colegio todo lo estropeamos y me pregunto que por qué algunas familias no optan por la escolarización en casa. Servicios Sociales llamará a su puerta día sí y día no, pero seguro que alumno B estaría más a gustito y protegido en el salón materno.

Alumnos C, D y E no quieren trabajar. Se aburren. Lo hacen saber tirando bolas de papel a las alumnas F, G y H. Yo sé que es su forma de pedirles que les miren. Alumnos I y J deciden copiarse los ejercicios delante de mí. Les dejo, por si así aprueban. Los exámenes de los alumnos K y L están copiados literalmente del libro, pero me hago la tonta porque han copiado mal y se han equivocado.

Escribo un correo electrónico al padre del alumno M, tal como me pidió en enero; soy consciente de que esta medida se volverá contra mí, como pasa tantas veces: "Yo no estoy para recibir información de mi hijo en el colegio: le traigo para que le eduquen", oigo que le contesta la madre del alumno N a su tutora. Me apunto mentalmente que debo revisar la normativa de la Comunidad para comprobar si estoy obligada a informar a los padres sobre la evolución académica de los hijos, pues no es es cuestión de molestarles por tonterías...

14:30- 17:00-- Comida. Hoy Niña Pequeña hace frente a un plato descomunal de macarrones con tomate. Pollo de segundo plato, yogur, té con leche -esta vez muy caliente, para que me dé tiempo a comprobar que el mundo de mi periódico sigue igual que ayer.

17:00-22:00-- Me voy en autobús, empieza mi segundo semestre como alumna -me resisto a recordar lo que el alumno Ñ me dijo hace unas semanas: "Yo seré infinitamente mejor que tú", pues sé de buena tinta que es carne cañón, abrasado por tener que estar sentado en una silla escolar que no le interesa. Nuevo profesor, apuntes, la fecha del examen. Me desintoxico mentalmente pensando que, como me dijo mi amiga Belén, somos unos afortunados por poder tener esta formación. Aprovecho y busco después a Niña Pequeña unos leotardos de fantasía para su vestido nuevo.

Algún momento entre las 22:00 y las 24:00-- Ceno con mi madre: hoy Niña Pequeña y yo dormimos aquí. Mamá hizo tortilla de patatas porque así se lo pidió su nieta. Corrijo después unos trabajos y miro los correos electrónicos del día -varios del trabajo, algún amigo; que no se me olvide mandar uno a... Cojo el nuevo libro que tengo entre manos. Busco el marcapáginas. Desconecto.

martes, 8 de febrero de 2011

¿Tú también te ahogas?

Queridos amigos,

lamento comunicarles que me rindo.

Me puede la alergia, las diminutas, microscópicas partículas que mi cuerpo considera como enemigas y ante las que se defiende con uñas, dientes, rinitis, dermatitis, sequedad, dolor de garganta y ahogo general.

Me rindo. Claudico ante la evidencia de la necesidad de luchar contra mí misma y repetirle a mi cuerpo, una y otra vez, que las gramíneas, arizónicas, olivos, malezas y otras hierbas no pretenden arroparme y asfixiarme. No tengo autoridad sobre mí y mis anticuerpos responden al margen de mi falta de oxigenación.

Tengo un arsenal de pastillas azules y esprays, pero ni por esas. El enemigo es duro de roer...

sábado, 5 de febrero de 2011

Mi sangre embotellada.

Con aire ausente busca en el suave recoveco del codo derecho; un dedo profilácticamente cubierto de látex azul se desliza profesionalmente buscando el punto exacto. Lo encuentra, se vuelve, rebusca con la mirada sobre la limpísima mesa.

Noto el torrente de sangre por mis pies, las piernas, los brazos, late en el cuello, en el punto exacto del brazo donde ella apunta suavemente con la yema del dedo. Cinco litros bombeados a lo largo de mi cuerpo, cincuenta centímetros por segundo, cien mil latidos al día, sesenta golpes inconscientes en este minuto... La aguja atraviesa mi piel, revienta cada capa en una milésima de segundo, sé exactamente cómo la riada se paraliza por un instante ante la intromisión y se retuerce sobre sí misma, buscando. La jeringa aspira, ella me sujeta apenas con una nube de algodón, siento cómo se alejan de mí plaquetas, plasma, glóbulos...

Se vuelve de nuevo, mantiene su dedo de látex, corta, estira, aprieta.

- Los resultados de tu análisis estarán la semana que viene -me informa, directa, mientras me tiende un papel numerado.

viernes, 4 de febrero de 2011

Trauma adolescente.

Autobús hacia casa. Diez de la noche.

-Pues mi Jaime tiene ya diecisiete años -le dice la señora que tengo detrás a su acompañante.

- Y qué, ¿ya acabó Secundaria? -le pregunta la otra. Me acomodo en el asiento: el tema promete por lo cotidiano, tiene su punto de interés por aquello de ser pan diario.

- ¡Huy, no! Si yo ya sabía que no le gustaba lo de estudiar y too, ya -explica la otra-. Cuando cumplió dieciséis dijo que ya no iba a estudiar, y claro... Si es que a mi Jaime no le van las letras estas -puntualiza.

-Estará trabajando entonces... -inicia su amiga. Sonrío. ¿Trabajar siendo joven? El 40% de nuestros jóvenes están en paro actualmente, señora.- Mi chica es que está con el Bachillerato -le restriega a la primera.

- No, no, ¡qué va! de eso. Está con un curso del Inem, porque no aprobó la prueba de acceso a los módulos esos de FP - explica tristemente la madre de su Jaime. Pongo los ojos en blanco mientras sigo la trayectoria del púber: suspendiendo, repitiendo seguramente y encima, sin las nociones básicas de la prueba: leer, entender un texto, resumir, algunas sencillas operaciones matemáticas-. Está muy contento, porque no tiene que ir a clase y le dan todos los meses 180 euros, para sus gastos -Controlo mis músculos, preparados ya para programar una cara de estupor ante la noticia.

- Está muy bien eso, así tiene para sus gastos -le anima la amiga.

- Pues sí, para sus fines de semana -remarca la feliz madre-. No les hubiera costado nada a sus profesores aprobar al Jaime. Yo es que creo que se traumó con eso, claro, y por eso no quiso estudiar.

Claro.

Si es que es evidente.

jueves, 3 de febrero de 2011

Soy una egoísta.

He descubierto hace poco que el egoísmo es medible: se puede cuantificar, objetivar y desmenuzar de forma minuciosa. Una persona cercana a mí me ha indicado que el sólo tener un hijo es signo inequívoco del grado de desinterés y falta de compromiso entre la pareja, de forma que he decidido entonar un mea culpa, tras un breve periodo de reflexión.

Lo confieso: sólo tengo una hija.

Y no voy a tener más.

Esta es la dura realidad. El egoísmo, oída la crítica de esa persona, es directamente proporcional a las veces que un útero no quede fecundado. El egoísmo, por tanto, señor, señora, una cuestión matemática perfecta:
  • Años de Niña Pequeña: 4 años, 2 meses, 4 días. Total: 1526 días a fecha de hoy.
  • Número de noches con Niña Pequeña: 1525, a fecha de hoy. Noches dormidas del tirón: unas 1300.
  • Litros de jarabe administrados: ¿4, 5, 8?
  • Cantidad de pañales eliminados, gastados, comprados o empleados: ¿2000?
  • Horas dedicadas en tiempo de calidad: unas 35000 -más o menos.
  • Minutos planeando, proyectando, buscando, deseando el mejor futuro para Niña Pequeña: me pierdo en la cuenta...
  • Juguetes empleados -todos con fines didácticos-: más de los que necesita, sin contar caprichos.
  • Vacaciones planeadas pensando en que le gusten a Niña Pequeña: todas en los 1500 y pico días juntos...
  • Horas gastadas en la luz para-no-tener-miedo-al-dormir: 25000 -y encima, sube la luz; este dato cuenta mucho, entonces.
  • Mimos, caricias y carantoñas varias: 7 millones.
  • Regañinas -que hay que poner normas y límites-: una docenilla...
  • Horas de televisión programada para ella: escasas.
  • Ropa usada, gastada, regalada, comprada: un par de cajones grandes.
Soy una egoísta. Niña Pequeña no va a tener hermanos. Y es que creo en la paternidad responsable, no en echar niños al mundo. Querida persona cercana a mí: más valdría que te dedicaras a no lloriquear sin razón por las esquinas y darle un toque de color a tu vida...

martes, 1 de febrero de 2011

Memoria histórica, por favor.

Yo sé que lo de la memoria histórica es importante -la de verdad, claro, no la manipulada: la que recuerda nuestros errores y aciertos, para que aprendamos. Por eso hoy nos llevábamos a la horda de 2º de ESO de visita al Congreso de los Diputados, dentro de la programación de Educación para la Ciudadanía. Sobrepasando nuestras expectativas, el comportamiento ha sido bastante correcto, la educación, notable y la atención, casi sobresaliente...

Hasta que uno de los alumnos me decía, en pleno hemiciclo:

- Pero, profe, ¿por qué entró el Franco ese pegando tiros aquí?

Memoria histórica...