A Niña Pequeña no le gustan las despedidas, tal vez porque percibe en ellas algo de un parasiempre o nuncajamás que no es capaz de asumir aún.
Cuando los alumnos de 4º de ESO se despiden en junio del colegio (algunos, hasta de nosotros también), a veces -no siempre- me ocurre algo parecido a Niña Pequeña. Cuatro años dan para mucho en la vida de un adolescente: son como un abismo entre el niño que entró en el colegio y el casi joven que se marcha. Y cuando se van se llevan consigo mi incertidumbre de qué será de ellos más tarde, mientras dejan tras ellos su imagen quinceañera.
Mi trato con mis alumnos adolescentes es variopinto y tiene textura de cortinaje o de visillo, según los casos: escaso, translúcido, rígido, áspero, cálido, sincero, oportunista... Y hoy vino al colegio Roberto, uno de mis primeros alumnos. Y su textura era luminosa, diez años después de darle yo clase, ocho desde que acabó. Recordaba, mientras hablaba largo con él, que cuando se marchó, fue para mí una de esas despedidas que me costó, consciente de que se alejaba un adolescente -con su coraza, como él me recordaba de nuestras largas charlas en el patio- y tal vez vería después un joven, casi adulto, con gran potencial intelectual y unas cuántas dudas.
Roberto despedía luz para mí, porque era de esos alumnos que lo llevan escrito en la cara, tenía un punto irónico que a mí me hacía gracia cuando hablaba y una mezcla entre la soberbia de saberse buen estudiante -apreciado por varios de sus profesores- y la incertidumbre de no saber muy bien quién era. Y Roberto ha sido muchas veces para mí referente de lo mucho que un profesor puede influir en un alumno, sin darnos apenas cuenta desde el lado de la tiza y la pizarra. Por eso cuando aparecen estos alumnos por sorpresa en el colegio es un regalo... y un estímulo profesional.
Cuando nos despedíamos me recordaba que los profesores solemos hablar más de los alumnos conflictivos o con problemas porque hacen más ruído. Le daba la razón, claro: Elia, Encarni, Helena, Alfredo, Diego o él mismo fueron, cada uno con su estilo, melodías agradables. Y difíciles despedidas.
Cuando los alumnos de 4º de ESO se despiden en junio del colegio (algunos, hasta de nosotros también), a veces -no siempre- me ocurre algo parecido a Niña Pequeña. Cuatro años dan para mucho en la vida de un adolescente: son como un abismo entre el niño que entró en el colegio y el casi joven que se marcha. Y cuando se van se llevan consigo mi incertidumbre de qué será de ellos más tarde, mientras dejan tras ellos su imagen quinceañera.
Mi trato con mis alumnos adolescentes es variopinto y tiene textura de cortinaje o de visillo, según los casos: escaso, translúcido, rígido, áspero, cálido, sincero, oportunista... Y hoy vino al colegio Roberto, uno de mis primeros alumnos. Y su textura era luminosa, diez años después de darle yo clase, ocho desde que acabó. Recordaba, mientras hablaba largo con él, que cuando se marchó, fue para mí una de esas despedidas que me costó, consciente de que se alejaba un adolescente -con su coraza, como él me recordaba de nuestras largas charlas en el patio- y tal vez vería después un joven, casi adulto, con gran potencial intelectual y unas cuántas dudas.
Roberto despedía luz para mí, porque era de esos alumnos que lo llevan escrito en la cara, tenía un punto irónico que a mí me hacía gracia cuando hablaba y una mezcla entre la soberbia de saberse buen estudiante -apreciado por varios de sus profesores- y la incertidumbre de no saber muy bien quién era. Y Roberto ha sido muchas veces para mí referente de lo mucho que un profesor puede influir en un alumno, sin darnos apenas cuenta desde el lado de la tiza y la pizarra. Por eso cuando aparecen estos alumnos por sorpresa en el colegio es un regalo... y un estímulo profesional.
Cuando nos despedíamos me recordaba que los profesores solemos hablar más de los alumnos conflictivos o con problemas porque hacen más ruído. Le daba la razón, claro: Elia, Encarni, Helena, Alfredo, Diego o él mismo fueron, cada uno con su estilo, melodías agradables. Y difíciles despedidas.
Resulta curioso volver, pasados años, a lugares que te han visto crecer y constatar qué ha cambiado y qué parece no cambiar nunca -es, en realidad, hacerse una radiografía a uno mismo-. Y, sobre todo, encontrar personas que te han visto crecer, y son memoria viva que nos recuerdan qué fuimos y qué hemos sido, para no olvidar, para que nuestros pies no dejen de rozar el suelo, para anclarnos con complementos de tiempo, espacio y compañía.
ResponderEliminarCómo, un día cualquiera, se hacen añicos los "nuncajamases".
Es curioso observar cómo el antiguo navegante a la deriva y el faro que le prestó su guía se comportan ahora cual dos luciérnagas que se reconocen en la noche y deciden acompañarse para alumbrar mejor el camino.
Cómo el pupilo, "casi adulto", mira a los ojos a su mentor y retoman una conversación abandonada hacía tiempo... Cómo juntos juegan a desdibujar su propia figura, con la perspectiva que brindan los años y el desencanto que provee la edad. Cómo ahora, de tú a tú, caen los velos sin sentir y se muestran impúdicas las cicatrices de hace tanto daño...
Resulta curioso, en fin, percatarse de que sólo en muy contadas ocasiones se cumple el propósito de la educación, ceñida siempre al estrecho ámbito de la "docencia" y desterrando de sí palabras más acogedoras: maestrazgo, pupilo, mentor... Esas veces, aunque pocas, en que el maestro forma y el pupilo es formado, justifican todos los esfuerzos. Que se lo digan a Pigmalión ;-)
Sólo puedo sentir gratitud, pero eso ya lo sabes. Aunque falte el tacto del papel, me parece una buena banda sonora para el día de hoy: http://www.youtube.com/watch?v=IiSeMN-_jNw
Por Cierto: Yo creo que Roberto nunca fue buen estudiante: se limitaba a sacar buenas notas.
Antiguo alumno,
ResponderEliminarson estos detalles y las conversaciones recordadas (es decir: pasadas de nuevo por el corazón), lo que hace que esta profesión tenga sentido. Nunca fui faro, sólo cercanía cuando el pupilo se me puso a tiro...
Por cierto que Roberto sacaba buenas notas, pero era buen estudiante porque analizaba, compartía mis ironías y maduraba rápidamente.
Preciosa canción, un buen regalo. Espero que haya más.
Un abrazo ;-)
Como espectadora que soy de esta linda relación, también profesora y con unas experiencias similares os digo que tanto marca el profesor como el alumno, y ambos son responsables del crecimento personal del otro. Un saludo
ResponderEliminarIrene,
ResponderEliminares cierto lo que dicen. Indudablemente, nosotros influimos en nuestros alumnos, pero ellos también nos marcan... y nos hacen mejores o peores profesoras.
Un saludo.