miércoles, 29 de octubre de 2014

Hoy no pasa el día sin...

Bulle el pasillo del último piso y burbujean las clases en espumosa actividad; es un cóctel dorado de comentarios, miradas y palabras dichas en el silencio que precede al sonido del timbre y el cambio de clase. Y luego, el profesor. O la profesora. Mis compañeros. Yo. Entramos. Entro en el aula con la careta de profesora y las alertas puestas a los cientos de estímulos del micromundo de la clase que me ha tocado, segundo, primero, cuarto, letra A, letra B. 

Entro y acordamos sin mirarnos que la función va a comenzar, los actores principales están sentados en sus sillas, pupitre preparado, cuadernos, bolígrafos floreciendo en los estuches, mi agenda mostrando los platos de fiesta de hoy. Comienza la clase y se desgranan los minutos: tantos años delante de adolescentes y aún me sorprendo -ayer, hoy- observando sus caras, atenta a las reacciones de cada uno, las miradas que se lanzan, los que escuchan, los que se escuchan, los que se fueron hace tiempo porque su prioridad va por dentro y yo delante, al lado, detrás de ellos, hablando, dirigiendo la orquesta de la sesión de hoy, con el minutaje puesto en cada actividad y la clase dividida en bloques definidos: hablo, hablan, bromeamos, el espacio de la clase siempre mío para poder escuchar la melodía de esta función bien hecha y lo abarco paseando -ay, mi espalda-, tocando cada mesa, preguntando, recordando clases pasadas. 

Hay veces que sí, que me gusta esto.



 

sábado, 25 de octubre de 2014

La primera vez de este curso.

El latir de la vida de una clase lleva otros impulsos diferentes a los de los corazones normales: se acelera su ritmo al colocar las filas para un examen y bombea más oxígeno del debido mientras el profesor reparte las hojas de preguntas, pero se ralentiza hasta el sonar pausado de unas zapatillas de franela cuando el tutor ordena cambios de sitio o se pide sacar la agenda para anotar dos fechas importantes. Lo que a los ojos de otros -aquellos, profesores- es base en el futuro de la vida de esos adultos en ciernes es sólo un sonido lejano para ellos y ellas: un horizonte tan improbable como imposible, pues estos, sí, piensan que todo lo pueden. 

Por eso no me sorprendió cuando mi tutoría -quince, dieciséis, hasta diecisiete años- me trasmitió la honda preocupación de la clase: cuáles serían las fotos que todos verían proyectadas en el día de su graduación, en un alejado junio del año que viene. Poco importaban las semanas de esfuerzo que se les iba a exigir, la posibilidad de no superar las asignaturas y tener que repetir curso, los días desgranados en horas de pupitre con la excusa de no ser niño ni adulto y cumplir con la obligación de estar en un colegio: de octubre a junio, en vuelo directo, hacia el sentir popular de mi aula de veintitrés alumnos, el desasosiego por no aparecer cómo ahora, juveniles, lozanos, ya no somos niños, y sí con las fotos secretas tomadas en excursiones y tutorías como si nada...

Y una propuesta: ellos, más organizadores de lo que podría haber sido previsible, se habían agrupado en sus teléfonos móviles y, en algún momento entre mi preparación nocturna de sus siguientes clases de Latín o la corrección de una docena de ejercicios de Religión, habían barruntado la solución al conflicto: se harían unas fotos en la entrada principal del colegio, habían venido preparados, con camisetas especialmente pensadas para ese día y línea de ojos discreta en negros. Fue entonces cuando la alumna de la segunda fila, a la derecha, sacó con la normalidad de la que sólo los adolescentes son capaces, un peine nacarado de la mochila, se compuso el flequillo de colores imposibles y dijo las palabras claves: 

- Ya estamos preparados. 

Allá que fuimos, por primera vez ellos y yo de acuerdo en un propósito común: empezar a preparar su despedida, la que yo tendré que planificar, aunque ocho meses antes de lo que yo, adulta, pensaba. ¿Libros, mochilas, cuadernos, estuches, archivadores? Accesorios quinceañeros o signos de distinción de la tribu. Hoy, alumnos, mañana, quién sabe con qué iconos. 


 

miércoles, 15 de octubre de 2014

¿A qué sabe un beso?

Pan y queso saben a beso, me decían: textura tierna de aquel membrillo que tapaba como dulce edredón el bocadillo de las tardes de campamentos de mi adolescencia... Creo que lo que más me gustaba era la suavidad carnosa del dulce, que aplastaba con la lengua contra el paladar -chist, chist- hasta romperlo en trozos, imaginaba que redondos y brillantes; se mezclaban en la boca cada uno de ellos con la aspereza del queso y la corteza: fuerte y seco aquel, sabrosa y crujiente la otra, terso y diáfano el membrillo, ámbar de azúcar. 



No sé cocinar: cocina Él y trastea en la química de pucheros y sartenes; pero no sabe hacer membrillo (sí su antigua novia, dice, que cogía la fruta de los terrenos de su padre, allá en el pueblo); pero esta semana preside la segunda balda de la nevera un pequeño plato de golosina, regalo de una amiga.

- Toma, Negre, que sé que te gusta -me dice Él, acercándome pan, queso, membrillo brillante.

Y dejo por un momento lo que estaba haciendo: corregir, poner notas, burocracia, papeleo, mirar de reojo el libro de Latín, imprimir un papel,..., para poner todos mis sentidos -¿se podrá oler el gusto?- en romper la esponjosa pulpa...

    

lunes, 6 de octubre de 2014

La decepción al llegar a 150 años.

Niña Pequeña había pasado ya a la sala del dentista y, con las prisas, me había dejado mi libro en casa; no tenía mucho más que hacer que esperar pacientemente -con los restos de paciencia del día que los alumnos me habían dejado ya a las seis de la tarde-; quizá por eso oí la conversación que ella, con ese acento argentino dulce y cadencial que nos gusta a los españoles, tenía con la enfermera.

La suavidad de cada palabra me llegó como en una danza vocálica y me recreé en su tono dulce y pausado. Ella había viajado hacía poco, en el lapso de tiempo que va entre una revisión dental y otra, a Granada. Y el son meloso de sus palabras se mezcló con mis propios recuerdos de una tetería al pie de la Alhambra, el delicioso olor de las especias y el color de las luces del palacio califal; ella no tenía una buena sensación: había descubierto que el Generalife, rebosante hoy de frescor y flores, había sido, en realidad, una huerta, que las puertas de madera de antes habían dejado paso a otras más modernas, cediendo calor a soldados en forma de vigas y fogatas, los suelos, reconstruidos, los dorados, revisados por el paso del tiempo, y pensaba yo que hasta el misterio de leyendas de harenes y rubíes, hoy cuentos infantiles. 

Se mostraba decepcionada; yo veía en mi lejanía la tetería de techos de madera y cojines arabescos, a Él caminando cerca de las murallas, recién casados, olores y sabores que en mi imaginación convertía en luces y brillos, y lo que ella lamentaba destrucción y ocultamiento por el tiempo, yo lo llamaba el paso lento, inexorable, inmenso, cadencioso como su acento, de la Historia. Y es la Historia la que ha jugado con el aire y el espacio, moldeándolo en forma de arcos, ha sorteado setos, flores, huertos y sombras para saltar juguetona en el agua de las fuentes, la que ha hecho crecer, envejecer y transformarse la maderas de aquellas puertas...

- Menuda decepción -le dice a la enfermera, mientras juega distraídamente con su monedero.- Resulta que los suelos sólo tienen 150 años...

- Ya veo -le contesta aquella-. Qué mala suerte.

Qué mala suerte... Sólo 150 años nos contemplan...