martes, 30 de septiembre de 2014

Tengo una alumna al fondo, a la derecha.

No la conozco: ni siquiera la he visto antes en el pasillo, allá por el tercer piso. Pero hoy he tenido que entrar en el aula que alguien le había asignado; está sentada al fondo, a la derecha, donde se sientan esos jóvenes a los que mi amigo Óscar mira con ojos de misericordia y por los que no da su brazo a torcer, empeñado en rescatar lo irrescatable.

- Profe -llama.

- ¿Hum? -respondo; distingo un tono de sorna en su mirada de ojos claros. No debería de estar yo aquí a esta hora, pero un compañero se puso enfermo y tuve que ponerme al frente de los jóvenes, contenerles -más bien- hasta que sonara el timbre y anunciara el cambio de hora. 

La miro y quiero verla, aunque me resbalo al observarla por su tez clara y comprobar la sonrisa de la que ha repetido, sin duda, agotando ya todas las posibilidades: es la media sonrisa que se gastan los adolescentes cuando se suben a lo alto del mundo, indolentes y seguros de que todo es suyo y no han conocido -aún- caídas. 

-Profe: esto no lo voy a hacer. Soy nueva. -afirma.

La miro de nuevo; llevo puesta la careta de profesora y muchos de años experiencia me dicen al oído -como aquel esclavo que susurra al general romano victorioso- que está marcando su zona y tira un anzuelo para ver hasta dónde puede disponer de territorio. Doy la vuelta a mi careta y le ofrezco el mejor perfil. 

- Sé que eres nueva ("sé quién eres: te conozco, sé tu terreno"). Supongo que no es la primera vez que estás en un colegio ("sé que llevas al menos dos años perdida en la Cosa Educativa, pero mamá y papá burbujas te consienten todo cuando les miras así, de acuoso azul de tu ojos") e imagino que alguien te enseñaría el año pasado ("sé que no es la primera vez que pisas este curso, aunque creas que no") a operar de forma básica ("porque sí: tus compañeros son aquellos, lo sé, a los que hace tres años, cuando tenían doce, hubo que enseñarles a restar con llevadas, cosa que Niña Pequeña ya sabe hacer con sus siete años") -le respondo. 

Me mira en azul desvaído, o tal vez verde, mientras su compañero, el otro del fondo a la derecha, escucha mi pensamiento, pero responde entre líneas y en silencio. Yo no debería estar aquí, si no hundiéndome en la burocracia que la Cosa Educativa considera fundamental para mejorar el bajo nivel intelectual de los jóvenes adolescentes del país: listar número de niños y niñas por clase, anotar cuántos provienen de familias separadas, repetir ad infinitum sus asignaturas pendientes -recorro la mirada por el aula: muchas, porque la Cosa permite acceder a otro curso aunque sean diez las áreas suspendidas el curso anterior. 

Aquí y ahora, siete alumnos de esta clase de veinticuatro no sabrán restar con llevadas, más de diez no entenderán el enunciado de las tareas, la mitad hace un año que debería estar fuera de las aulas, tres o cuatro fracasarán escolarmente y repetirán curso, uno abandonará y el alumno que tengo enfrente mientras escribo estas líneas volverá a ser, de nuevo, protegido por su madre, moneda de cambio y pelea con su ex marido; cuando sea adulto no será capaz de mantenerse disciplinado y constante en su trabajo, porque siendo joven no supo aprenderlo.

No me importa. Esta tarde la burocracia intentará ahogarme, pero yo estaré ayudando a hacer los deberes a Niña Pequeña, la felicitaré porque una vez más ha leído y comprendido con éxito -y su tutor la premió el esfuerzo- y repasaremos juntas las tablas de multiplicar.

-Y aunque no lo creas, Niña Pequeña, hay papás y mamás que no ayudan a sus hijos a hacer los deberes ni a ser mayores -le diré, de nuevo. 

- Pero, mamá: si son papás y mamás deberían ayudar a sus hijos a ser mejores personas, ¿no? -me dirá, de nuevo.

 

sábado, 27 de septiembre de 2014

¿Qué pasa con mis post-it?


Él ha estado enfermo la semana pasada.

- Negre...

- ¿Hum?

- Negre, creo que me estoy volviendo ya un poco hipocondríaco...

Lo miro a través de mis gafas moradas, mientras tecleo rápidamente: lo justo que puedo entre llevarle al médico, ayudar a Niña Pequeña a hacer los deberes y apuntar otra tarea pendiente más en la lista de cosas por hacer... No suele enfermar -y cuando lo hace, durante años ha acabado en un operación quirúrgica de algún tipo-, y quizá por eso me ha confesado hoy, mientras comprobaba que había adelgazado, que esta semana pasada ha reinado el caos y el desorden en casa...

No soy una persona especialmente ordenada: sólo con mis libros, que ordeno meticulosamente por temas en las estanterías de la casa y reviso asiduamente para asegurarme de que ninguno se ha movido del sitio que yo le he marcado previamente; por eso, seguramente, me gusta que las cosas sigan en su ritmo rutinario, no sea que se me escapen por algún sitio y ya no las encuentre: la torre de la plancha, la mochila de la piscina de Niña Pequeña, el rato diario para preparar tareas colegiales y el bolso colocado en su armario, preparado para marchar al día siguiente...

Él se puso enfermo la semana pasada y fue la rutina la que se escapó por la pequeña ventana de mi cocina: la torre de la plancha creció, la mochila de la piscina se quedó a medio hacer y tres bolsos diferentes convivieron en el mismo espacio. No hubo tiempo para tareas colegiales, a pesar de que les pedí que se colocaran por orden de urgencia e importancia en las dos bandejas amarillas del despacho, y no quisieron obedecer. Sólo los deberes semanales de Niña Pequeña se mantuvieron imperturbables en su nueva mesa de estudio: tan nueva que aún está ordenada...


Se acumulan las cosas pendientes: la Cosa Educativa tiene eso, mucho de Cosa y poco de Educativa, y septiembre es un mes de burocracia. Él se quedó suspendido la semana pasada, en un limbo entre la salud y el duermevela, que arropé con mis post-it y urgencias. También ellos enfermaron y se mantuvieron sostenidos hasta hoy...


 

domingo, 21 de septiembre de 2014

¿Cómo es el último día del verano?

No suelo madrugar cuando no es estrictamente necesario.

- Negre, ¿por qué pones el despertador, si hoy no tienes que ir a trabajar? -me pregunta Él, asomando una mano entre las sábanas...

- Por eso: para saber que hoy puedo dormir un poco más -respondo, dándome la vuelta y apagando el reloj.



Hoy, sin embargo, sí me levanté pronto; me esperaban  en la bandeja -física- de cosas pendientes -sí, ya- unas cuántas pruebas iniciales por corregir: esos exámenes que sus sesudas señorías de la Cosa Educativa piden que se hagan a principio de curso, por aquello de pulsar las competencias que los alumnos tienen desarrolladas -o no-, a fin de adaptar los contenidos al nivel de cada uno de los infantes y adolescentes. Una de esas cosas, claro, que se deciden a puerta de despacho, entre charla  y charla de whatssup y que no conducen a ningún lado, porque que me digan a mí cómo adapto yo nada a cualquiera de mis sesenta y dos alumnos de 1º de ESO; vamos: cómo adapto yo nada desde el momento en el que entro en la clase y siempre pasa algo, en una jungla de estímulos constantes y adolescentes de hormonas a flor de piel en número indefinido. Que no es que no quiera, señoría, que es que treinta y un alumnos por clase -con posibilidad de llegar a treinta y tres o más- no es un aula, sino una jaula, donde sólo a golpe de tiza seco se puede respirar, porque ya los muchachos no son como los cuarenta que compartíamos espacio en mi extinto octavo de EGB.

Después de reafirmar mi convencimiento de que las pruebas iniciales no sirven para nada -sobre todo, porque a estos alumnos ya les conozco del curso pasado y sé por dónde respira cada uno, y a los que no conozco, los veo y ya por la experiencia lo adivino- me he lanzado a la calle. Hoy había quedado en una luminosa mañana con un buen amigo, y el domingo me ha sorprendido con aire suspendido de eso, de final de semana: un señor paseando el perro, todos los semáforos en rojo, una joven en bicicleta, dos señoras comprando. La atmósfera sostenida a las diez de la mañana de un domingo cualquiera, con el aire perezoso del último día del verano y las primeras hojas marrones ya despuntando. Por no haber, no había ni cola en el dispensador de billetes del tren y la zona azul hoy no estaba vigilada. 

El tren es lo que ha hecho despertar a la mañana; quizá fue el pitido insistente de la puerta del vagón, que no cerraba bien, aunque se quitó de repente y todos dejamos de mirarnos de reojo, o quizá las ventanas rayadas, que impidieron todo el tiempo eso de mirar al vacío y pensar en nada, que no está mal, para variar: no sé, porque me sumergí en las páginas electrónicas de mi ebook sin tener que avisar a nadie de que hay que hacer deberes, recoger la habitación, descongelar algo para cenar o pedir que se baje el volumen de la televisión. 

Mañana será el primer día del otoño, la luz se volverá más cálida y la atmósfera, posiblemente, se llenará de hojas y polvo suspendido. Quizá en algún momento de la semana me decida, finalmente, a guardar la ropa de Niña Pequeña y dejar de luchar contra lo inevitable: ha crecido y no le valen ya las cosas...

    

jueves, 18 de septiembre de 2014

Jasón, Cadmo y la tierra mojada.

Hoy me pilló la lluvia cuando paseaba -Él me había dicho, al verme dudar, que no llovería, que había viento, pero se equivocó...-, y el campo se transformó a mi paso como aquel arado sobre el que Jasón sembró los dientes del dragón Cadmo: aunque en vez de soldados, nacían violetas y subía olor esponjoso de tierra mojada. 



 

miércoles, 10 de septiembre de 2014

¿Y si me deseas un feliz inicio de curso?

Hoy se escondían unas tras el colorido flequillo y disimulaban por el fondo de la clase pantalones de verano ya casi fuera de temporada; no vino el alumno del fondo, a la derecha, pero sé que ha podido -al fin- hacer lo que deseaba y estudiar lo que el tiempo no le había permitido antes (y quizá -sólo quizá- le echaré de menos, porque era noble). Corría entre las baldosas del pasillo la ilusión por un curso nuevo y la curiosidad por saber qué habrá escondido en las primeras horas del trimestre por estrenar: envueltas primorosamente, con cinta plateada y flor de pegatinas, se enredaban las presentaciones de los tutores, el horario provisional, los materiales de perfume a nuevo y los puestos en las aulas que ocuparon antes otros. 

Y huele a la novedad de lo que se conoce y a nervios disimulados de inicio de curso, de esos que me hacen recordar a mis primeros alumnos (hoy, algunos ya con niños pequeños que juegan en el patio por el que antes corrieron sus padres) y mi primer día de clase con ellos: aquella intensidad del ir a poner la mano sobre el picaporte de la puerta y saber que una treintena de pares de ojos me mirarán con mezcla de extrañeza y confianza mal disimulada, el colocar con seguridad falsa la carpeta sobre la mesa del profesor y dejar las tizas preparadas lo más cerca del borde la mesa. 

Hoy, sí, me acordé de uno de mis alumnos luminosos y renové mi esperanza en un curso que comienza, acepté el saludo de un padre agradecido, coloqué dos veces la nueva caja de materiales de mi tutoría -que no es nueva, pero como si lo fuera- y dejé que saliera de mí una sonrisa. Hoy, comienza el curso, y mañana, o luego, ya veremos.