martes, 31 de enero de 2012

¿Y qué hay en mi cuaderno?

Tengo el cuaderno de una alumna encima de la mesa; fino, de pasta de cartulinas, cuadrícula azulada, incluso con los ejercicios hechos y casi al día. El cuaderno de un adolescente dice de él casi tanto como su agenda, sus zapatillas o el tipo de vaquero que usa...; siempre he pensado, por eso, que hay relación directamente proporcional entre las esquinas dobladas y rotas del cuaderno azul de mi alumno, el del fondo a la derecha, y su comentario casi constante:

- Profe, cambiaría todas estas asignaturas por nada.

Y se queda así, recostado entre el asiento de su silla y la pared. Lo cambio todo por nada: por no hacer nada, por vivir nada, por sentir nada, por ser quizá nada.

Es la última hoja de un cuaderno la que más datos da de su dueño; allí donde yo apuntaba rápidamente la tarea que mandaba el profesor -de aquellas no se usaba lo de llevar agenda a clase-, mi alumna -que no se sienta a la derecha, pero sí al fondo- ha dibujado cuatro pequeños candados rectangulares. Ni siquiera en el centro: en un lateral. Uno, dos, tres y cuatro, en fila, uno al lado del otro, con su hueco para la llave bien marcado en negro, las letras de su nombre más o menos cerca. No da ni para un candado por letra, pero allí están, veo, el bolígrafo rojo de corregir abandonado en la mano derecha, la izquierda sujetando la tapa blanda del cuaderno -la esquina inferior de la hoja doblada en un ángulo imposible. Y no sé si la familia de candados son el secreto sobre ella misma que no conoce aún, o su joven prohibición de enterarme de las palabras que nunca dirá. Te prohibo que sepas, te prohibo que conozcas, te prohibo que avances, escuches, mires, preguntes, ¿escribas? Un aquí yo, mira tú, hasta aquí te dejo entrar.

Abro mi cuaderno de notas, reviso las correciones. Recuerdo rápidamente la voz de una familia que me dijo, hace tiempo, que quién les aseguraba a ellos -a ellos- que un profesor realmente corregía. Pongo las calificaciones correspondientes a mi alumna y compruebo que aún me da tiempo, después de escribir esto, a revisar un cuaderno más.

domingo, 29 de enero de 2012

Mi par de botas comienza a fallar.

Comprobé con disgusto que las botas marrones ya empezaban a fallar: suela evidentemente gastada, más por el lado derecho que por el izquierdo, una ligerísima fractura interna y central y una clara tendencia al despegue del talón, apenas visible para un ojo no experimentado, pero no para mí, aficionada a tener pocos zapatos y vigilarlos constantemente para detectar, sin sorpresas, el paso de los años. El balance, en general, cuasi negativo: necesidad urgente de minimizar el gasto y extender en el tiempo la vida limitada de mi par de botas, detectar los fallos incipientes y buscar una solución transitoria, ya que no definitiva, localizar el espacio óptimo para lograr la máxima supervivencia de las suelas y reducir el abuso de las mismas en situaciones metereológicas adversas.

jueves, 26 de enero de 2012

Estaremos muy quietas para ti.


Una mañana clara, Niña Pequeña y yo.

- Mamá, ¿qué haces?

- Vamos a dedicar una foto a mis amigos del ordenador, Niña Pequeña.

- Ah, ¡vale! Me estoy muy quieta entonces.

miércoles, 25 de enero de 2012

Qué bien lo haces, vecina.

Salgo del colegio con algo de prisa, pues entro de nuevo en hora y media. Ayer dejó él fuera, para que se descongelara, unos restos del pollo asado del fin de semana y así no tener que pensar en cocinar para mí sola. Veo de lejos mi centro comercial de emergencia, al que ya no acudo ni en las emergencias, desde que no me dejaron pasar con mi bolso morado -excesivamente grande, parece ser, peligroso, potencialmente preparado para el hurto, me insinuaba la amable señorita, mientras dos adolescentes, más allá, pululaban alrededor de las botellas de alcohol.

Dos niños al borde de la cuesta, donde la acera deja de serlo para recibir casi el nombre de precipicio, la valla de separación ligeramente rota, ligeramente ladeada, esta sí potencialmente preparada para hurtar la integridad física de cualquiera. Sus madres charlan cerca, con las mochilas escolares de los hijos a los pies.

- No lo entiendo, de verdad, es que no lo entiendo -le dice una a la otra, las manos al viento, el ceño fruncido-. Ha venido de vacaciones y sigue suspendiendo.

La otra la mira, incólume. Por la edad de los hijos, deben estar hablando de uno adolescente. No apuro el paso, para saber cómo acaba esto. Promete.

- Siete suspensas, siete. Y no ha recuperado. Y ya le he dicho... -respira ella. Casi puedo adivinar el resto. Suspiro-. Que qué mas quiere, que tiene un plato de comida y sus caprichos en la nevera, la cama hecha todos los días, la Play, el MP4, la Blackberry, el ordenador en su cuarto. Y ya ves, ya ves -la otra, veo al pasar, es una de mis vecinas-. Sigue suspendiendo.

Normal. Qué bien lo estás haciendo. Pienso. Apuro el paso, pensando si hacer o no una breve ensalada para acompañar el resto de pollo asado.


martes, 24 de enero de 2012

Habrá uno más en la casa de...

Una compañera de trabajo nos alegraba la mañana hoy anunciando su recién estrenado embarazo. Y recordaba yo, mucho después, bajando las escaleras, cruzando a casa, abriendo la puerta, cuando Niña Pequeña era sólo un pequeño proyecto y yo compartía la noticia también en el trabajo. Muchos de los que hoy felicitaban a mi compañera también me habían oído a mí en su momento.

Y me preguntaba -o me regodeaba, más bien, en la pregunta- si le contestarían a ella como me hicieron a mí:

- ¿Para qué lo cuentas, si no estás ni de tres meses?

Pues por el mismo motivo por el que hoy recibíamos con alegría el gozo de mi compañera, joven, brillantes los ojos, con su sonrisa eterna. Porque hay que felicitar la vida. Porque hay que felicitar los proyectos, las esperanzas, los retos, los deseos. Y no hace falta esperar a un anuncio de familia real, de los tres meses esos en los que todo parece que debería estar escondido. Porque la vida no puede esperar más.

Felicidades.

domingo, 22 de enero de 2012

Se alquila, pero no a cualquiera.

Se alquila. Y es que de un tiempo acá la gente se ha volcado más en el alquiler que en desangrarse en hipotecas. Una casa, un apartamento o una habitación. Lo que sea.

Me sorprendo leyendo el cartel que una mano anónima, deseosa de dinero, necesitada, más bien, dejó en el cruce que seguramente más veces he pasado en mi vida. Se alquila una habitación, pero no a cualquier persona: sólo a aquellas que sean tranquilas, no vayamos a tener problemas con el resto del vecindario. Imagino yo que a personas serias, reposadas, de esas que recogen las pinzas de la ropa que se le caen por el patio de luces cuando tienden los calcetines mal centrifugados de la lavadora. Personas, mejor, cuyas vidas ya se hayan cruzado más veces, un sólo corazón, una sola alma, un único ser latiendo a paso acompasado, valseado tal vez. Personas, en fin, que ya hayan superado los primeros impulsos que viven los recién casados, la sorpresa de los años iniciales, y se hayan convertido, claro, con el paso del tiempo, en el matrimoño que el cartel pregona.


martes, 17 de enero de 2012

Aprendiendo a leer...

Se le enredan las letras a Niña Pequeña formando palabras... Y qué esfuerzo infinito aprender a leer.

sábado, 14 de enero de 2012

No cuesta lo que se quiere, ea.

Una de mis alumnas le decía a otra esta semana:

- Quien algo quiere, algo le cuesta.

Y la otra, mirándola de arriba abajo, se arquea sobre sí misma, se toca el pelo con una mano de uñas pintadas en negro, se ríe y dice:

- ¡Eso es mentira, tía! Mi madre me da todo lo que le pido.


viernes, 13 de enero de 2012

Señora, eduque a su hijo.

Riiing, riiiiiing, riiiin...


- ¿Diga?

- Hola, soy Negre, la profesora.

- Hola, hola. Mira, quería decirte que estoy muy molesta contigo.

- Dime, dime -contesto, sentándome, aunque ya adivino la conversación...

- No estoy de acuerdo con la nota que le has puesto a mi hijo.

- Lo comprendo, cuesta asumir cuando los hijos no trabajan -le contesto, más que nada, por no decirle que tener hijos es complicado porque supone tener que dedicarles mucho tiempo, poca charla y menos amistad.

- Así que se la voy a poner yo -dice, rotunda.

- No creo que la Inspección se lo permita, pero bueno -respondo; no es la primera vez que me dicen esto, pienso, mientras jugueteo con el boli y el papel.

- Y, además, llevo dos meses pidiéndote cita y no me la das- continúa.

- Tal vez porque no sabía que me la habías pedido.

- Pues tiene la cita pedida mi hijo en su agenda -dice, madre amiga de su retoño.

- Claro, pero comprenderá que tengo 104 alumnos este curso, y no voy pidiendo las agendas a todos para ver si sus padres quieren hablar conmigo. Digo yo que será cosa de ellos el buscarme para decirlo -contesto, casi en el límite tolerable de mi paciencia.

- Y encima, sólo podrás por la mañana.

- Claro, porque por la tarde no trabajo. La jornada es intensiva -le recuerdo que su hijo acaba a las dos las clases. No sería la primera vez que una familia me pregunta a qué hora sale su hijo de clase por la tarde.

- Pues es una vergüenza, debería estar por la tarde para atenderme -contesta.

- Leo aquí que usted trabaja en horario de oficina, pero sólo por la mañana, porque tiene una reducción de jornada. ¿Podría abrirme su ventanilla del Banco por la tarde, por favor, para poder atenderme? Es que por la mañana me es imposible...

- Por supuesto que no, yo tengo mi horario de trabajo.

- Pues eso. Qué casualidad, ya somos dos.

Y digo yo, estas familias que saben tanto y que van con la calculadora en el bolso para-ponerle-yo-la-nota-a-mi-hijo (me ha pasado varias veces), ¿no podrían optar por la enseñanza en casa? Fijo que lo hacen muchísimo mejor...

miércoles, 11 de enero de 2012

Mire, devuelva el dinero, por favor.

Estudiar es difícil. Así de claro. Lamento tener que decirlo así, con todas las letras, a estas horas, con el frío que cayó de madrugada. Y así, sin más, como una losa, se lo he dicho a varios alumnos esta mañana.

Estudiar es difícil.
Enlace
Que no imposible: seamos claros. Estudiar, el mismísimo acto de estudiar: ser consciente de lo que hay, sentarse, tener el material delante -desde el libro, los apuntes, los folios, el estuche, hasta la última punta de lápiz afilada- es difícil. Complicado, vaya.

Llevo varios días meditando esto, desde que una lectora me comentó el problema que tiene con su hijo, antiguo alumno mío, trabajador porque su familia así lo ha criado y educado, pero que ahora se ve en la cuestión de elegir -o no- hacer Bachillerato. Estudiar supone, a día de hoy, dificultades, pues no se lleva, no mola nada, se ríen de ti si eres de los raritos que entregas las tareas de Navidad a tiempo -dolorosa anécdota que me decía una familia del colegio hace unos días.

Como bien dicen estas familias, es que no es justo lo de estudiar, porque los que no lo hacen, viven mejor; entiéndase: los adolescentes que no estudian y calientan silla, como mi alumno del fondo a la derecha, viven muy bien. Tienen una casa domótica: todo hecho, comida preparada, ropa siempre limpia y dispuesta, caprichos a la orden del día, regalos de Navidad... Pero lo que no, los que quieren cumplir con la única obligación que tienen, su único trabajo, tienen una dura vida: ser organizados, escuchar los consejos y recriminaciones de sus padres, llevar al día las tareas, caprichos contados hasta que se vea el boletín de notas, salidas puntuales con los amigos los fines de semana... Y, además, pagan en clase los caprichos del resto, que no quieren estar en clase, a los que el sistema (des)educativo actual obliga a estar entre cuatro paredes y muchos libros, en vez de aprendiendo un oficio. Ya he hablado aquí de que estos alumnos me parecen, con frecuencia, problemas medioambientales...

Estudiar es difícil porque eso supone no ver los frutos inmediatos del mucho esfuerzo que se pone. Implica saber qué es lo que quieres y a dónde quieres llegar. Y recordar, casi cada día, que la satisfacción por lograr sacar adelante lo que cuesta, merece la pena. Que no se es peor persona por gustar y degustar un libro. Estudiar, por fin, pide tener al día el afán de superación personal, la curiosidad, la autoestima alta porque se sabe que los objetivos se cumplirán a largo plazo. Y claro, esto no es el juego de la Play del hijo de mi vecino de al lado: esto es complicado, una tarea que lleva su tiempo porque no se mide por bonus de salud, sino por hitos superados, por cada uno de los días en los que el hijo de mi lectora hace oídos sordos al estrépito de la vida cómoda de sus compañeros no- estudiantes.

Yo es que creo que igual habría que empezar a pedir a las familias de estos adolescentes que devolvieran al Estado el dinero que se ha invertido en sus hijos.

- Oiga, nos debe 6214 euros de ná.
- ¿Eh?
- Pues eso, que hemos recibido aquí en Hacienda el informe anual de notas y comportamiento de su hijo, y como no ha aprovechado el curso, pues eso.
- ¿Pero qué está diciendo? Usted no se atreva a meterse con mi hijo, ¿eh?
- No, si yo sólo leo datos objetivos. Nos consta la compra, además, de doce juegos de la Play tras el boletín de notas de diciembre, el gasto de luz correspondiente al juego de la consola hasta altas horas de la madrugada y la ausencia de libros en su casa a lo largo de los últimos doce meses. Y claro, esto no puede seguir así.
- Usted está loco.
- Por no nombrar las faltas de respeto familiares a los profesores en este curso. Mire, mire, aquí está todo, ¿ve? Con sello y membrete oficial. Con estos datos, desde la Inspección se ha dictaminado que el gasto público en la educación de su hijo ha caído en saco roto y debe devolver los 6214 euros que ha costado el puesto escolar del mismo.

...

domingo, 8 de enero de 2012

Anticrisis en Negrevernétika.

He ofrecido a mi vecina un remedio anticrisis en Negrevernétika. Puedes leerlo pinchando aquí.

Esto sí que es magia.

El mundo de la magia tiene la cara de un payaso regalando un globo, en el borde de la pista, a Niña Pequeña, que se olvidó de pestañear cuando el trapecista voló el triple mortal; y se sentó ella por fin en el final de su asiento rojo: la troupe de malabaristas había recogido desde el aire docenas de aros plateados y brillantes.

Hoy regresamos poco a poco a la normalidad. El árbol de Navidad descansa en el trastero, las figuras de pastores y ovejas reposan en papel de burbujas en una caja blanca; ya no hay estrellas doradas en el fondo de la estantería y en su lugar han vuelto los libros que les dejaron sitio hace dos semanas. Mañana volveremos, ella y yo, a las aulas y seguramente escucharé de nuevo que nadie tomó el pulso en las casas ante las notas de mis alumnos, de forma que no hubo consecuencias y seguramente sí comentarios sobre el mal trabajo de este profesor o aquel, infames profesionales que osaron evaluar el poco hábito de estudio del hijo-amigo.

Pero hoy, a estas horas, aún saboreamos, a pesar de que se acabó demasiado pronto el turrón de chocolate, que ayer estábamos junto a la pista del Circo Price.

viernes, 6 de enero de 2012

Porqué creo aún en los Reyes Magos.


Hoy mi padre decía que este era el día de los niños, que la fiesta de Reyes tenía sentido sólo por y para ellos.

Mentira.

Porque hoy, por una vez, adultos y niños convivimos a lo largo de la noche, desde el mismo y preciso instante en que dejamos nuestros zapatos a la espera de que se obre el milagro, en la fiesta más deseada del año. Y digo milagro y no magia. Porque es eso a lo que asistimos por la mañana, tras estar convencidos de que cada uno de nosotros oyó en algún momento de la noche el sonido de la llave especial de los sabios de Oriente, el carrito de los juguetes, el barritar de un camello, las pisadas suaves de los pajes. Asistimos, los adultos reflejados en la espera emocionada de los niños, al milagro que se produce en forma de regalos brillantes, lazos de colores, paquetes dejados armoniosamente.

¿No es un milagro esta tensión previa de dónde guardar todo sin que se enteren los demás? ¿El deseo íntimo, expresado sólo por los más pequeños -tal vez porque nosotros, adultos, estamos olvidando poco a poco cómo se hace eso-, de que nuestro sueño se haga realidad ya, sin tener que esperar? Es un milagro que los adultos seamos capaces, por un día, de olvidarnos de rencillas, envidias y competitividades, y pensemos, siquiera durante el instante precioso, el segundo en el que se congelan los relojes, que hay algo inmensamente trascendental: decir al otro tú me mereces la pena.

Hoy es la fiesta de la Epifanía. Y este es el milagro de fondo, lo quieran o no los más acérrimos luchadores por el laicismo. La especialmente gran fiesta de la Iglesia Ortodoxa: el día en el que Dios se manifestó al mundo. Y ese es el motivo de los regalos: el milagro de que, aunque algunos no quieran, la mayor y más radical novedad del Cristianismo se ofrece presente a toda la Humanidad: Dios se ha empeñado en encarnarse. Y qué pena, como me decía hoy mi amigo Nacho, tener que abrir regalos antes...

No es la fiesta de los pequeños. ¡Qué lástima si así fuese! Es la de mayores y niños. La de creyentes y no creyentes. Es el milagro de que, al menos por un día, creemos firmemente en los Reyes Magos y en sus posibilidades.

jueves, 5 de enero de 2012

Queridos Reyes Magos, fui buena.

Queridos Reyes Magos:

Sí, he sido buena. Mi comportamiento ha sido excelente este último año. Dense cuenta Sus Majestades de las veces que me he propuesto no abrir la boca y lo he logrado -no muchas, la verdad, pero sé que apreciarán la intención y el esfuerzo, que es lo que siempre se dice a los malos estudiantes. Fíjense sus regios ojos en cada uno de los días que he pinchado con el tenedor esas verduras que no me gustan, las ocasiones en las que opté por el pescado blanco al horno en vez de la carne roja y sangrante o cuando he acompañado a Niña Pequeña en su merienda -iniciada siempre con un vaso de zumo de naranja.

Cierto. Podría haber evitado algún examen de recuperación a los alumnos del fondo-a-la-derecha, o mirado con blandura de colchón de pueblo a cierto grupo de antiguos alumnos. Pero fui sincera, a la par que clara, con las familias y contesté educadamente a todas las preguntas -excepto las de aquella madre, empeñada en hacerme creer que su niño hacía los deberes con distintos tipos de letra, es verdad.

Cumplí cada uno de mis propósitos y me enzarcé en una lista golosa de lectura a lo largo del verano, preparé a conciencia mis clases y fue responsable en el trabajo. Pinté con pincel con Niña Pequeña, fuimos a todos los cumpleaños de sus amigas -excepto a ese en el que le pilló con gripe, claro-, aprendimos a hacer puzzles, nadamos ya sólo con manguitos en la piscina y procuré ser más paciente en casa, por el bien de Él.

Seguro que se me queda algo en el teclado, fijo. El año que viene Niña Pequeña, Él y yo iremos a visitar a un Cartero de Sus Majestades, lo hemos prometido, a fin de que nuestras cartas lleguen antes a su destino. Es poco lo que les pido, ya que saben que lo que me gusta es leer, aunque eso suponga aumentar el peso sobre las baldas de las estanterías del Ikea de mi casa.

Pero no se olviden, sobre todo, de los cuentos de Niña Pequeña, ni de su delfín de peluche ni del traje de Campanilla. Ya saben Ustedes que lleva tiempo solicitándolos y, aunque ha sido traviesa, esta fiesta es la de los niños, por excelencia. Y hemos prohibido tajantemente la entrada a Papá Noel en casa, por supuesto, tal y como nos recomendaron el año pasado por estas fechas.

Junto al árbol, al lado del Nacimiento, encontrarán, además, leche y unas galletas. No teman hacer ruido esta noche. No nos levantaremos, aunque estaremos expectantes en la noche más larga del año,l diga lo que diga la geografía y yo en mis clases...

Un saludo.

lunes, 2 de enero de 2012

En un viaje a ninguna parte...

Salía de mi casa y por la luminosidad, casi amaneciendo, junto a un compañero de trabajo. Íbamos en su coche, pero el antiguo, el blanco con el que yo le conocí toda la vida, por vías rápidas y amplias, aunque bien sabía yo que en dirección contraria al trabajo. Según él, para hacer un recado, ya verás, Negre, y en nada nos vamos.

Aparcó no recuerdo muy bien dónde -algo habitual en mí cuando voy de copiloto. La casa, antigua, un bloque de pisos en alguna calle muy céntrica de la ciudad: techos altos, espacios amplios, paredes en grises y acabados en escayola, puertas blancas de pomo dorado. El salón sin puertas, hace de recibidor y comunica con todas las estancias de la casa. La cocina, minúscula para lo que debería ser, apenas aparadores y algunas puertas vacías. Un baño en una esquina, una puerta blanquecina que no conduce a ninguna parte, un espejo de cuerpo entero que refleja la pared del fondo, esquinado.

No sé qué hago aquí; de pronto, con naturalidad, me doy cuenta de que llevo en la mano derecha una bolsa azul de ribetes amarillos. Por algún motivo que tampoco recuerdo, algunas prendas de mi armario (los vaqueros azules oscuros, un par de calcetines, una camiseta de cuello alto blanca) han acabado ahí recogidas. En la otra mano, mis viejas botas ocres para el frío. Llevo unas cómodas zapatillas azules de trapo. Mi compañero ha desaparecido, aunque escucho su voz rebotando en un par de esas paredes grises. Hasta el techo.

Estoy en el salón, junto a una puerta desde la que se ven cortinajes escarlatas de fondo, un aplique dorado en la pared, un hueco acabado en oscuro. Repentinamente una ola de jóvenes sale de entre los huecos. Van de un lado a otro, se dispersan, saludan, cogen sus cosas -carpetas, bolsos. Nadie lleva abrigo. Mi compañero sigue sin aparecer, aunque voy al que aventuro su cuarto: una montaña de bolsas grises se apila sobre la cama; la habitación es estrecha, sin ventanas, junto a la cocina.

...

Me remuevo en la cama; el dolor punzante habitual se ha acentuado y noto casi cada una de mis vértebras dorsales. Encojo las piernas, recordando que la flexión de las rodillas alivia el dolor. Me doy la vuelta, espantando la pesadilla, yo, que nunca recuerdo qué sueño. Él se marchó hace tiempo. Por las rendijas de la persiana mal bajada apenas hay luz y veo el reflejo del reloj marcando las seis menos diez.

domingo, 1 de enero de 2012

Y esta vez, 366.

Agotadas las últimas horas de un año que ya no es más que en la Historia -entiéndase, no en los libros de texto que mis alumnos pocas veces entienden o las webs que nunca leerán en profundidad-, coloco el nuevo calendario en mi cocina. Marco con cuidado los cumpleaños de mis amigos más cercanos y de algunos familiares -sólo algunos, los que me sé de memoria; el resto me lo recordará puntualmente el aviso de la red social de turno-; además, algunas citas médicas, un par de avisos de matrículas y la fecha del próximo examen de la Universidad. Ahora, sí, es cuando comienza un nuevo año, doce meses, uno detrás de otro, que se anuncian aún livianos. Declaro inaugurados 366 días de estreno, que se llamarán como los 365 anteriores, pero desearé que sean diferentes.