martes, 26 de marzo de 2013

Nata, de Fortunata y Mara Torres.

Hacía tiempo que no me pasaba: esto, lo de coger un libro y no poder parar hasta acabarlo. Que no es lo mismo que tener siempre un libro entre las manos -o las teclas de un libro digital-, dejarlo en la mesita, esperar a luego, saber que cuando se acaben las tareas de la mañana, la tarde, la noche, ahí estará él, con sus cientos de páginas, esperando a cobrar vida y escaparse en cuanto abra por el marcapáginas. ¿Y qué hay de esa tristeza suave que a veces siento cuando un libro me ha absorbido y sé que se termina, que se acaba, que ya está? He retrasado la lectura, he limitado el número de páginas, me he resistido a marcharme de sus líneas...


Volví a apuntarme al club de libros; no es que me hubiera ido nunca, sino que durante años, décadas, lo fue mi madre, pero los recibos venían a mi nombre.

- Vaya, Negre, si eres tú la que compra los libros en el pedido bimensual, ¿por qué no eres tú la socia, entonces? -dijo Él.

- Tienes razón, claro... Y así Niña Pequeña podrá echar un vistazo a la revista y elegir sus libros, que tiene que mejorar su velocidad lectora -contesté yo.

La vida imaginaria. Lo tuve claro en el pedido de mi reestrenado encuentro con el club este de libros. No sé si es garantía o no que haya sido finalista del Premio Planeta del año pasado, pero sí recuerdo la voz de la autora cuando me arrebujaba en mis sábanas y la escuchaba de noche, porque yo soy de esas, nocturnas, de las de estudiar de madrugada y levantarme a las once, de acostarme con la sintonía del programa de noche y esconderme con la luz apagada. 

- Hola -le digo, desde este lado del teléfono.

- Hola, Negre, ¿cómo va todo? ¿Estás estudiando? -me dice Él desde sus tierras castellanas.- Que te conozco y fijo que estás aprovechando para leer sin que nadie te moleste.

- Ya sabes. Anoche acabé el libro que me empecé por la mañana. Es que es de verdad, vamos, tan cierto que casi lo podía haber escrito yo si hubiera tenido las palabras, ¿sabes? -contesto.

- Bueno, a mí es que me van más los de dragones y esas cosas. Estudia, ¿eh?, que tienes el examen a la vuelta de la esquina.

- Ya, ya. Si sólo me quedan veintiséis temas, si casi ni entro en internet por no liarme...

    

lunes, 25 de marzo de 2013

Té ordenado o cualquier cosa.


Yo sé que el orden exterior me ayuda. Vamos, que es como un recordatorio de que las cosas bien hechas van despacio, pero hay que hacerlas; quizá por eso a veces paro la clase y al alumno del fondo, a la izquierda, le digo:

- Hoy tu clase de Sociales es ordenar la cajonera de tu mesa, que es un atentado visual de cómo la tienes.

Mi orden exterior es poner la mesa incluso para comer uno solo, que las cosas bien hechas, bien parecen, y recoger el lavaplatos por la noche y dejar la cocina casi inmaculada, porque sé a ciencia cierta que no es lo  mismo levantarse al día siguiente y prepararse un colacao con leche y galletas viendo que sólo tu taza es lo que está por ensuciar que sentir que la encimera se te echa encima, la pobre, del peso de platos y vasos sin recoger...

Quizá por eso ayer, hoy, decidí prepararme yo sola el té, aunque Él no esté ahora aquí, que siempre me lo prepara con esmero, con calculado cuidado, más bien: taza de las mías, la cuchara, ¿con leche o con agua, Negre?, dos cucharadas de azúcar, un platito y, si acaso, una galleta, aunque luego tenga que discutir con el endocrino. Y me pongo el reloj del móvil puntualmente cada hora, para ordenar mi tiempo y que pueda hacer todo: preparar las cosas del colegio, aunque estemos de vacaciones -que luego no me da tiempo-, estudiar, volver a estudiar, leer un rato, y hasta tomar un té, normalito, con leche algo más que templada, con la manta en las rodillas aunque la calefacción esté puesta y mirando de reojo el reloj del salón porque a en punto me pongo a estudiar...

  

domingo, 24 de marzo de 2013

Hoy recuerdo a mis amigos salvadoreños.

Fue hace diez años cuando pisé la tierra de El Salvador. No es la primera vez que traigo aquí el recuerdo de mi experiencia, del calor de la gente y el convencimiento de que la distancia es mayor de lo que yo pensaba.

Hoy hace 33 años del asesinato de quien muchos consideramos un santo, un hombre de fe comprometido con la Palabra de Cristo, un mártir cuando una bala le atravesó el corazón mientras celebraba la Eucaristía en la Capilla del Hospital de la Divina Providencia de la ciudad de El Salvador. En el muro exterior una gran pintada con su rostro recuerda que allí dijo sus últimas palabras antes de entregar su vida en la denuncia de una guerra civil que venía matando a cientos de inocentes: jóvenes, líderes regionales, catequistas, sacerdotes,...

Cuando me marché de la ciudad, el grupo de profesores con el que conviví en el antiguo colegio que los HH. Maristas tienen en un pueblo cercano me regalaba una cruz decorada con su imagen.

Hoy hace 33 años del asesinato de Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de la ciudad de El Salvador.



 

miércoles, 20 de marzo de 2013

¿Conoces a 10004?

Hubiera sido más sencillo si 10004 se hubiera limitado a quedarse al otro lado de una pantalla, imagino que con una escena de telefonista atendiendo llamadas de clientes más o menos preocupados por una oferta de telefonía móvil. 

O si 10004 hubiera sido la página de mi penúltimo libro, a tres capítulos por terminar, quinto libro de una saga que empieza a extenderse en el tiempo sin posibilidad de término.

10004 podría haber sido el número de una kilométrica calle neoyorquina, el número de amigos de una red social de cualquier adolescente, una lista de amantes, el número de recetas de cocina que sabe hacer Tíamagda, la cantidad de alumnos que ya es posible que haya tenido, los que me quedan por conocer, los pasos que nunca daré paseando por un campo en primavera, los kilómetros que me separan de ti o los libros que me faltan por leer.

Pero no. 10004 no es eso. O tal vez lo sea, lo haya sido, lo será en un futuro que no le auguro muy prometedor. 10004 tiene un rostro que no conozco, un uniforme azul marino con letras blancas a la espalda, posiblemente gafas de sol, porque hoy llegó una primavera helada, y una maquinita que seguro hizo cliclic cuando escupió el papelito que, amablemente -ja- colocó en mi limpiaparabrisas, titulado denuncia de estacinamiento en zona de control de hora.

Pero 10004 encontrará, algún día, en algún momento, si la burocracia de este hipócrita país lo permite, otro papelito -cliclic- rosa con estampado oficial de esta mi ciudad, titulado denuncia- Policía Municipal de..., junto con la correspondiente reclamación hecha al Ayuntamiento -cliclic-, sello de entrada, firma y fotocopia, porque, 10004, le dejaré después la tarjeta de mi oftalmólogo, ya verá que amable es: atendiendo a no sé qué regla no escrita, usted, sí, usted, 10004, robot burócrata de mi corrupto país, decidió multarme, a pesar de tener en el salpicadero de mi coche, esquina derecha, el tiquet de estacionamiento, 1 euro, 20 céntimos de más que no devolvía la maquinita de la esquina. Adjunto -cliclic- con la denuncia que lleva su nombre su multa, mi tiquet justificando su improceder y el sello de la Policía Municipal. Nos vemos.

Yo no sé qué pasa en esta ciudad con la zona azul...

Qué país...


 

lunes, 18 de marzo de 2013

Anatomía de la Historia y yo (5)

Nuevamente, la revista digital Anatomía de la Historia ha tenido la gentileza de publicar un texto mío. En esta ocasión, una breve reseña sobre un libro que os recomiendo, de muy fácil lectura, de la editorial Akal: Manual (no oficial) del legionario romano. Si queréis saber más, pinchad aquí.

 

domingo, 10 de marzo de 2013

Se acercaba las cinco de la tarde...

Me sigue sorprendiendo ver cómo la clase de la izquierda vomita niños que salen disparados, un viernes a las cinco de la tarde, con la urgencia puesta en los pies, como con miedo de no poder consumir hasta el último minuto del recién estrenado fin de semana... No, no son mis alumnos, que esos salen deprisa, pero haciendo como que no se inmutan: el viernes es joven, las tareas no existen -o si existen, se ignoran, no sea que haya que trabajar para ser mejor, crecer más, ser persona-; son pequeños niños de los primeros cursos de Primaria, envueltos en abrigos azules o grises, con carteras de ruedines que derrapan por la escalera y atronan, rum, rum, rum, toc, toc, toc, escalón tras escalón.

Alguno, con las prisas, olvidó el abrigo en la percha del fondo y el estuche en la cajonera, da la vuelta, arremete contra el resto -cinco de la tarde, las cinco- se abre paso a codazos para llegar antes de que la profesora cierre definitivamente por hoy la puerta de la clase. Que a estos, sí, no les importa hacer los deberes, aprender una poesía, leer un cuento. Ya vendrán tiempos peores de obscena Secundaria para protestar y rebatir que no, que la culpa de que no haga los deberes es tuya, profe -me decía aquel, al fondo a la izquierda-, que es tu deber lograr que los haga.

Pobre, lastimoso ese, que piensa que el deber del profesor no es luchar contra la ignorancia, sino contra su ausencia de curiosidad...