sábado, 14 de septiembre de 2013

De cuando comprar es una batalla.


Coloqué ordenadamente mi compra en la cinta de la línea de cajas: las dos cajas de cereales, una botella de leche, de tapón azul, una lechuga tipo iceberg -la que tanto odiaba mi madre... y quizá por eso es la que como siempre-, las rodajas de pescado congelado y detrás, cerrando la fila, media docena de huevos morenos medianos. Delante de mí, un matrimonio joven se afana por guardar todo en bolsas verdes y blancas, sujetando a dos niñas rubias que procuran no caerse del asiento del carro de la compra. 

Miro a un lado, a otro: por aquí suelo encontrarme con antiguos alumnos o madres de otros, dispuestas a concertar entre pasillo y pasillo una tutoría informativa, que es algo a lo que se presta en estos casos la elección entre una mayonesa o un bote de tomate frito. Niña Pequeña se entretiene con la cadena de las cajas. Y es entonces, en el preciso instante en que ella intenta enganchar los dos extremos del hierro en un único pivote, cuando siento una respiración pesada sobre mi cuello; agarro firme mi bolsa verde y amarilla y miro de reojo hacia la derecha, y es ahí cuando la veo: dos piernas calzadas con sandalias de cuero marrón, falda plisada de flores, bolso al hombro y cesta azul. Y rematándolo todo, la platina cabeza de una señora mayor, con sus rizos de peluquería de viernes por la tarde, los ojos mirando al frente, como si nada pasara, mientras procura adelantar posiciones en la fila por la derecha. 

Adivino rápidamente su intención, de forma que recoloco mi bolsa vacía delante de mí y viro levemente a la derecha, interponiendo entre ella y yo mi mochila. Ella recula de forma casi imperceptible, pero noto su disgusto cuando la esquina de su bolso roza con mi espalda y recompone su figura a unos milímetros de mí. 

El matrimonio avanza en la colocación de su compra; ella se encarga de pagar con tarjeta de supermercado, mientras él empuja carro, bolsas y niñas hacia la salida. Nos separan ya dos o tres baldosas, pero me mantengo en mi posición, apretando contra el suelo una bandera imaginaria de lucha y conquista, mientras que la señora de detrás resopla al ver el hueco entre mi lechuga iceberg y las cajas de cereales. No avanzo ni un milímetro y marco la frontera entre mi botella de leche y ella con el cartón de próximo cliente, ataque al que responde deslizando brevemente su cesta azul, como quien no quiere la cosa, hasta mi talón derecho.

- Disculpa, se ha ido solo -me dice.

Me encojo de hombros, saludo al amable muchacho que me atiende -clin, clin, clin-, guardo lentamente leche, cerales, lechuga. La señora de detrás ya está colocada de nuevo, pronta a pagar. De su cesta azul emerge, solo, una bolsa de crema de champiñones precocinada...

domingo, 8 de septiembre de 2013

El dolor es un cuchillo.

Un dolor lacerante y agudo como la última tecla de un piano. Un agujero que se ahonda por momentos, imparable. Un estallido crispante aferrándose con sus uñas a la garganta y el aire que no pasa. Dedos de personas a las que nunca se debió conocer...



 

domingo, 1 de septiembre de 2013

Enseñanzas playeras y vuelta a casa.



Que levante la mano quien no haya visto nunca un castillo de arena. O quien no lo haya hecho alguna vez, empujado por el ahínco del más pequeño de la familia, todo ilusión y el empeño puesto en la pala de playa agarrada firmemente. 

Y el padre que va, solícito, a cumplir -una vez más- una de las tareas que le vienen dadas desde su progenitura: inaugurar las vacaciones y bautizar la arena de la orilla con la construcción del emblemático edificio. Desde mi puesto de observación bajo la sombrilla -azul, de rayas, base de operaciones del baño familiar a mediodía- contemplo de reojo el afán de niño y padre, que acaba conviertiéndose en el capataz de la obra, enviando al pequeño a justo la orillita, allí donde mueren las olas y dejan estas una arena fina, fina, oscura, "apretada, papá", perfecta de argamasa para el castillo de marras. El padre, mientras, acaba por volcar los cubos que, uno tras otro, le va trayendo el niño; uno tras otro, lento, pausado, cada vez con más distancia entre este y el siguiente, hasta que acaba, al fin, la pala abandonada junto a la muralla, el cubo ladeado y el padre, de rodillas, terminando la obra, que para eso uno debe concluir lo que se empezó. 

El niño, mientras, ajeno a la enseñanza paterna de constancia y esfuerzo, se deja mecer en sus manguitos por las suaves olas...