miércoles, 29 de junio de 2011

Delicuente doméstico (2)

Abandonando mi tradicional anonimato, confirmo mi presencia en el grupo de los delincuentes comunes y amigos del hurto cotidiano. Dejo atrás, de esta forma, mi aura gris envolvente y protectora, esa que siempre me ha permitido pasar desapercibido en las aulas -siendo yo alumna-, en un claustro de profesores -buscando terceros y cuartos planos- o la de ¿me presentas a tu amiga?

Sí, queridos amigos. Hoy, esta misma tarde, mi rostro redondeado, mi nariz chata -herencia paterna-, mis ojos y cabello amarronado -herencia materna-, mi mirada de miope -otra herencia materna- engrosaban ya en la lista de los más peligrosos de mi ciudad, con especialización firme y decantada por el robo de pequeños objetos en supermercados de barrio.

Mi tesina final como peligro social no ha sido en el mercado más cercano a mi casa -ese según se mira, hacia arriba de la cuesta. No. Mi profesionalidad hubiera sido puesta en duda, y es bien sabido de todos que seré muchas cosas, pero no una irresponsable. No. Calculando la estrategia, comprobando el terreno, sabiendo que allí no me conocerían, elegí mi siguiente escenario en otro barrio, en un mercado sencillo, barato, sito en un callejón poco transitado. Y allá me dirigí, con premeditación y alevosía, llevando una bolsa fuerte de asas verdes que mi madre, inocentemente -lo digo para que no la puedan acusar de cómplice- me había prestado, por demás, con la marca del mercado bien visible en ambos lados.

Una vez dentro, rebusqué con cara de confianza; los productos estaban claros: tomates cherry, queso fresco -mañana viene a comer a mi casa mi amiga Maricarmen y hay que hacer una ensalada-, una tarrina de queso para untar, una lata de mejillones, algo de helado. Selecciono las marcas del dicho mercado -blancas, dicen que más baratas-, las meto en la bolsa, busco la fila de la línea de cajas y me pongo en posición.

- Disculpe -me dice la amable señorita, cuando ve bolsa y productos-. ¿Esta bolsa es suya?
- No -respondo, con mi mejor sonrisa forzada, ensayada ya tantas veces en trance parecido-. Es vuestra, de las que vendéis vosotros.

Ella comprueba mi coartada. La marca del establecimiento continúa indeleble y ostentosa en los dos frentes de la bolsa.

- Además -añado, como si no fuera conmigo la cosa-, verás que está marcada ya como que la he traído desde mi casa.
- Claro, claro -me dice, condescendiente-, pero ya sabe que hay que dejar las bolsas fuera.
- Por supuesto, para que así las roben mejor -este mercado es conocido por su alto número de hurtos. Mi paciencia se empieza a agotar. He tenido una reunión larga en el colegio.

La amable señorita me mira, sus ojos son jóvenes, toda ella despide ser una antigua alumna de cualquier instituto sin aprobar todavía el 4º de ESO. Saca los productos de la bolsa para marcarlos.

- Claro, claro -vuelve a repetir- y ahora me dirá que esto lo ha comprado aquí y no lo ha traído de fuera...
- Considerando que este es el único mercado de la ciudad con esta marca... -No puede ser: seguro que no ha aprobado ni el 3º de ESO...

Recojo mis cosas, saco el monedero, pago. Misión cumplida. Otro mercado donde no volveré.

martes, 28 de junio de 2011

¿La sangre es ácida?


Me gustan las cerezas, y las picotas -que son como sus primas, pero sin rabito. Y no es por su cúmulo de sanísimas propiedades -dicen, porque, ya se sabe: si no le gusta a un niño, es que es sano-, su colección de vitaminas y antioxidantes, su valor depurativo, su ese de antioxidante, sus propiedades contra la artritis o el reúma. Ni porque, si yo tuviera un endocrino de vida normalizada, me diría que comiera muchas para atacar la celulitis, reforzar mis vasos sanguíneos y saciarme de una vez por todas sin mirar con ojos ansiosos la puerta de mi nevera -promesa constante de sabores prohibidos.

No.

Me gustan las cerezas -y sus primas, las picotas- porque en las bandejas del mercado brillan como rubíes bajo la luz artificial de la sección de frutería y adivino su tacto suave y redondeado bajo su poco ecológica banda protectora de plástico. Sé a ciencia cierta que un mordisco rápido dañará la piel suave, uno más lento hará que sangre entre lengua y paladar, líquido ligeramente ácido, crujientemente dulce.

Hoy me regalé medio kilo de picotas -no había de sus primas, las cerezas-, tal vez de las últimas ya de la temporada, hijas -no sé- no reconocidas de algún invernadero. Y me dedicaré a ellas con tesón y empeño meritorio mientras estreno mi segundo libro de la temporada de verano.

lunes, 27 de junio de 2011

Desde toriles.

Tras la entrega de las notas finales el viernes pasado, hoy era día de entrevistas con las familias afectadas y reclamaciones -si procediere. En mi caso, la afirmación de asombro más repetida ha sido:

- No entiendo el suspenso, Negre, pues Sociales es sólo estudiar.

Pues eso.

domingo, 26 de junio de 2011

Súper Mario Bros

Siguiendo con mi recién inaugurada línea de creadora de teorías científicas, estoy elaborando una segunda; también, como la anterior, aún no presentada a la comunidad internacional, pero creo que será de amplia aceptación en el, digamos, biotopo de mi vecindario. Es por ello, tras analizar el espacio, las condiciones, la situación atmosférica y los genes transmitidos entre las generaciones que a mi alrededor conviven, que puedo afirmar con casi total rotundidad que las consolas portables de videojuegos ayudan a la convivencia, el buen hacer y la sociabilidad de los miembros del biotopo.

Claro que esto no se podrá encontrar todavía en la red, ningún manual científico lo sostendrá como una mejora evolutiva de la especie ni el Reglamento de Régimen Interno de mi Colegio consentirá que se elimine dentro del apartado de conductas sancionables, pero las ventajas son evidentes y demostrables.

Así, una consola favorece la convivencia casera, ayuda al equilibrio emocional de los progenitores y permite tiempos de descanso en el núcleo familiar; nada mejor que un aparato de estos para que el adolescente de turno pase las horas centrado en su único objetivo: pasar a la pantalla tres del mundo cinco tras encontrar los siete objetos necesarios y dos salidas secretas. No habrá joven en la casa durante un tiempo. Es evidente, además, que una consola evita discusiones innecesarias, prontos juveniles repentinos y conversaciones malgastadas. Como me decía la semana pasada la alumna de la penúltima clase del fondo, a la izquierda:

- Profe, si me has puesto un ocho en tu asignatura, mis padres me han prometido una consola.

Dato por otra parte contrastado con un alumno del piso de arriba, clase del fondo, a la derecha:

- Profe, si he aprobado todas, mis padres me van a regalar una consola.

Lo cual habla de la grave responsabilidad de los profesores, sobre todo a estas alturas de curso, a la hora de colaborar en el buen ambiente de la familia, las relaciones intergeneracionales y la mejora de la autoestima de los alumnos.

Por último, mi teoría empieza a estar ampliamente constrastada con los especímenes empleados para su enunciación, a saber: los preadolescentes y adolescentes de mi vecindad, que usan como espacio de encuentro el portal de mi casa -no sé si porque algún vecino incauto aún no se ha dado cuenta de lo fácil que es engancharse a su red wifi-, conviertiéndose en núcleo central de la mayor parte de las reuniones de este tipo.

Así, estos jóvenes se alinean, espaldas apoyadas en los ladrillos rojos, antes de la rampa, en una fila que para mí quisiera en la entrada de mi colegio en hora punta, fijas las manos en los mandos -izquierdo de panel de control, derecho de salto y aceleración, botones superiores para disparos ocasionales- y miradas concentradas en la pequeña pantalla. Ellos, con maquinita azul, ellas, en rosa o naranja, conectadas todas en wifi ¿Cómo no pensar que, gracias a las consolas -es decir, al buen hacer del profesor que no ha suspendido, el padre que ha prometido, el joven que ha pedido- se potencia la asociación, el ambiente de reunión y buen rollo, las conversaciones en torno a un mismo tema y el tiempo compartido en lograr un objetivo común?

Indudablemente, pues, puedo afirmar sin temor a equivocarme que las consolas y sus videojuegos son un beneficio social.

Es por eso que Él me regaló el jueves una Nintendo.

Pero para continuar con mi investigación. No es más que una herramienta científica, no vayan mis lectores a pensar que...

viernes, 24 de junio de 2011

El color de las princesas.

Mamá -llama Niña Pequeña.

-¿Hum? -levanto la vista del libro, pensando qué nueva trastada estará maquinando a mis espaldas.

- Mamá, ¿tienes la caja de maquillaje?

Me levanto. Hace unos días un silencio sospechoso en su habitación me confirmó que algo no estaba bien al final del pasillo, y me encontré a Niña Pequeña con los párpados y las uñas pintadas en rosa, tras haber usado de forma indiscriminada y abusiva su pintura de cera. Me lancé, horas después, a comprar una caja de maquillaje de disfraces para evitar más accidentes -y por el bien de la caja de pinturas.

- ¿Cómo quieres que te pinte? -le pregunto, consciente de que, en su deseo, agotará la segunda caja de purpurina.

- Las uñas, mamá, del color de las princesas.

jueves, 23 de junio de 2011

Declinando la tarde...

Roberto, que dice a sus veintipocos años que debería haber nacido hace más de treinta, me cuestionaba hoy el porqué dedicarse a la educación. Él, que ha acabado sus estudios universitarios y colecciona ahora másters -no sé muy bien si para retrasar el momento de enfrentarse a la bofetada laboral o para sacar algo más de partido a su gran capacidad intelectual- bandea ahora sobre qué hacer con su futuro. Y se veía, tal vez, como profesor.

- Ahora no estás muy optimista con esto, Negre, pero, ¿merece la pena el ser profesor?

Difícil respuesta cuando estamos en junio, a horas de entregar las notas finales, con cansancio acumulado -porque, oiga, que esto no es trabajar en la mina, claro, pero la tensión física y el agotamiento intelectual también existe-, y poca gana de luchar contra las calculadoras de los padres. Le contestaba yo que a él no le veía de profesor en las aulas de adolescentes, batiéndose contra el quiero yo y no puedes porque no quieres, tú, a él, que es ácido como un limón, irónico hasta decir basta; tal vez, sí, con alumnos mayores, calmadas ya las hormonas del Bachillerato y con breves decisiones ya tomadas.

Pero, a la vez, que las aulas tenían un buen regusto, mirando los meses transcurridos, a conversaciones de pasillo con el grupo de alumnos con el que se llega a conectar después de tantos apuntes, ejercicios, esquemas, cuadros, trabajos y pizarras -verdes, blancas, negras-, o la luz en los ojos de un incipiente Alumno Luminoso que se da cuenta de que la operación de septiembre "cría fama y échate a dormir" es sólo, al final, para que quede claro quién debe imponer las normas en el gallinero de 1º de ESO, pero hace como que no se da cuenta. O, pese a quien pese, la satisfacción del deber cumplido cuando, mira por dónde, se ha logrado conseguir que la alumna del fondo se entere de cómo va eso de los ejes cronológicos.

No sé con certeza, pero quizá lo de merecer la pena debe de tener algo que ver con poder tomar un refresco cuando declina la tarde, con toda calma, con un antiguo alumno, y no darse cuenta en la conversación de que han pasado dos horas...

miércoles, 22 de junio de 2011

La ayuda sale cara.

Estoy elaborando una teoría, aún no presentada a la comunidad científica internacional, pero que adquiere poco a poco cada vez más peso: la idea de que la ayuda, a la larga, sale cara.

No me refiero a la ayuda aportada por una ONG, por ejemplo, necesaria y reivindicativa, parches constantes institucionalizados de un Estado de Bienestar mal llevado. Ni a la ayuda aportada por mi amigo Óscar, misionero vocacional en Honduras desde hace muchos años, o la de órdenes religiosas que se juegan la vida -Congo, Sudán, Libia, Guatemala, El Salvador, Kenia- simplemente porque el corazón lo pide para seguir bombeando.

No. Yo me refiero a la ayuda diaria, cotidiana, de trapillo, mía o de otros, esa de la de ir tirando, en casa o en el trabajo. Y es aquí donde desarrollo mis primeros experimentos, en busca de suficientes datos objetivos para respaldar mi teoría. Hoy mismo, sin ir más lejos, día en el que el Colegio se viste de globos y fiesta para despedir a los alumnos de 4º de ESO.

Es ahí, entre vestidos de tirantes y adolescentes empaquetados en trajes de fiesta, cuando crece más mi pensamiento de lo cara que sale esa ayuda: la dada por muchos a un alumno que no resistía la presión y se dejaba llevar por la ansiedad en cualquier examen, la prestada al puñado de ellos que, aún sin saber escribir correctamente en castellano, aprobaba la Lengua o esos muchos que no distinguen aún -dieciséis años- una isla de una península. Me vienen a la cabeza muchas horas dedicadas a adaptar contenidos, procedimientos, valorar actitudes, llamadas de apoyo o aviso a las familias, entrevistas de horas tejiendo y destejiendo cómo sacar adelante al más débil, asignaturas aprobadas casi a la buena de Dios, pensando que, en el fondo, igual así salían mejores profesionales.

Y la ayuda, a la larga, en un día como hoy, a horas de despedirlos del Colegio -sin nostalgias ni penas por mi parte, ya desengañada porque es junio y no estoy en mis mejores momentos-, sale cara. No hay ni sonrisas, ni recuerdos, ni el reconocimiento humilde del joven que debería sentirse agradecido. Tal vez porque no hay límites para estos adolescentes, y sí burbujas de pobrecitos, miedo a que se puedan frustrar, falta de educación en la conciencia y la crítica constructiva y mucho de yo puedo hacer todo lo que quiera, profe. Sale cara esa ayuda en tardes como hoy, cuando, sin lentejuelas y sí con mi mejor sonrisa de circunstancias, trago la quina de comprobar que no sirvió de nada, sino para alimentar la idea de profe, es que era tu obligación.

martes, 21 de junio de 2011

En el pasillo, mejor.

Tiquitoc, tiquitoc, tiquitoc, tiquitoc. Tengo la puerta abierta de la clase; una alumna de 2º pasa por el pasillo buscando fresco o haciendo un recado de algún otro profesor. Usa sandalias cubiertas, finas, marrones, con ligero tacón que resuena entre las baldosas del suelo.

Tac, tac, tac, tic, tac, tac, tac, tic. Una compañera se apresura al despacho del final de pasillo.

Plas, plas, plas, plas. La alumna rubia de la clase de arriba ha ido a la sala de profesores a pedir -por favor- un paquete de folios. Hay examen y están descuidados. Lleva zapatillas rojas sin cordones que se deslizan, casi, en los peldaños de la escalera.

Plac. Plac. Plac. Plac. Tranquilo. Con el ritmo suave forzado de las últimas semanas. Mi compañero de asignatura arrastra el mueble del cañón-proyector hasta el salón de actos.

Hace calor. Dejo la puerta bien abierta, mientras mis alumnos disimulan trabajar y yo barrunto cómo mantenerme sin desfallecer a pie de aula. Llevo sandalias marrones abiertas, tapadas por el borde del pantalón; no se ven, no suenan. A veces, algunos días, hoy por ejemplo, hubiera querido no levantarme de la cama, o hacerlo, pero poniéndome después las zapatillas naranjas de estar en casa, tomarme los cereales con leche, dejar que las manecillas del reloj bailaran su cadencia sin fijarme en ellas, tal vez abrir mi libro y olvidarme, en una especie de burbuja, de lo que tengo alrededor.

lunes, 20 de junio de 2011

En la línea de salida.

Esta misma semana mis alumnos recibirán sus notas, flamearán aprobados -pocos- y suspensos -muchos- un rato por los pasillos, con suerte acabarán en manos de sus padres. Voy cerrando tareas burocráticas escolares, de esas desconocidas por lo grises: la memoria de área, la memoria tutorial, el repaso a las entrevistas hechas a familias y alumnos, las actas de las juntas de evaluación, la mirada final a que los boletines de notas estén todos correctos,...

Y anoche contaba, también, los libros que tengo reservados para leer durante el verano. Doce, exactamente. Preparados ya. Hoy pensaba en esto mientras el alumno de la penúltima fila, allá en la clase del fondo, a la izquierda, me preguntaba -no sé si por curiosidad, no sé si para irse preparando- si yo el año que viene iba a ser su tutora.


sábado, 18 de junio de 2011

Delincuente doméstico.

Sólo en contadas ocasiones voy al mercado más cercano a mi casa, en momentos puntuales de extrema necesidad. Cuando aparezco por allí miro de reojo la foto del encargado, a la izquierda de la puerta principal, no sea que haya sido cambiada y vea una mía, en versión doméstica de delincuentes conocidos en busca y captura cotidiana.

Y es que trabaja allí una amable señorita de buena edad entrada en años.

- Buenos días -digo, forzando la sonrisa, mientras dejo, ordenadamente, mi compra urgente.
- Buenos días -responde, mirándome con sus ojos oscuros por encima de la línea de las gafas- ¿Me puede enseñar la bolsa?

La miro. La bolsa en cuestión es de farmacia, pequeña, totalmente transparente.

- Es de la farmacia -respondo.
- Sí, lo veo, pero a ver si se entera de que cuando se entra con una bolsa hay que avisar.

Junto a mi ordenada compra, perfectamente alineada en formación -galletas, jabón de lavadora y una bolsa de cerezas- dispongo el contenido de mi pequeña y transparente bolsa de farmacia: pasta de dientes -la rosa y blanca, para encías sensibles- y una caja de paracetamol. No cabe más en la ofensiva bolsa. Miro a la amable señorita y sonrío.

- Aquí lo tiene.

Ella comprueba que, efectivamente, no guardo nada en la bolsa, plana, exánime sobre la cinta de la caja. Por detrás, una joven se lleva dos barras de pan sin pagar.

jueves, 16 de junio de 2011

Piel de diamante.

Mamá -llama Niña Pequeña desde el interior de la bañera.

-¿Hum?

- Mamá, mira: estoy llena de agua- dice, señalándose ahora un brazo, ahora el otro.

- Ya veo. No tienes nada de jabón -informo.

- Mamá, estoy brillante como una princesa.

miércoles, 15 de junio de 2011

Indignadísima que estoy.

Yo sí que estoy indignada.

Porque alguien ha tenido que poner un cartel en el portal de mi casa donde se recuerda que lanzar el balón contra la pared de la casa del vecino, eso, niño, no se hace.

Porque hoy he corregido su examen y sé que vendrá armado con la carga letal de sus progenitores, llorosa la madre, violentando el aire con su infinita verborrea el padre, dispuestos todos a demostrarme quién soy yo realmente.

Porque si el alumno del fondo, a la derecha, tiene su cuaderno en blanco, la cabeza reposando tras tres duros días de fiesta y escasa gana de trabajar, es debido a que no está motivado y yo no conozco las últimas herramientas pedagógicas para despertar de su profunda meditación al adolescente.

Yo sí que estoy indignada.

Porque me han vuelto a insinuar hoy que el problema es que los alumnos tienen mucho que estudiar y por eso, precisamente, no estudian.

Porque hoy al alumno de delante, a la derecha, le nominaron como uno de los mejores del grupo, y tuvo que aguantar las burlas de su compañero de mesa.

Porque en algún sitio de España los profesores sí deben de tener los famosos tres meses de vacaciones -como no se sacia en repetir mi vecina-, y yo estoy en la ciudad equivocada.

Yo sí que estoy indignada.

Porque el alcalde de mi pueblo está implicado en un caso de corrupción, pero no puedo confiar en el resto de su tribu.

Porque hay casi cinco millones de parados esperando que alguien se acuerde de que existen.

Porque el gran debate de sus sesudas señorías consistía estos días en la necesidad -o necedad- de publicar el sueldo y patrimonio de todos, a fin de demostrar la transparencia de las instituciones democráticas.

Yo sí que estoy indignada.

Porque preparé una marcha por el centro de mi pueblo hace una semana y tuve que pedir permiso a la Comunidad de Madrid, ya que se consideraba una manifestación política, con dos meses de anticipación. Y los famosos indignados, cuarteando al sol en Sol sin papeles que firmar ni faxes que llevar a todas las autoridades de alrededor.

Yo sí que estoy indignada, oiga, y no salgo en los periódicos.

No sé si bajar al trastero a buscar mi saco de dormir y aposentarme en el centro mismo de mi urbanización, junto a los cuatro rosales que están en flor a borbotones. Como por aquí hay mucho adolescente, igual se apuntan. Por aquello de protestar.

martes, 14 de junio de 2011

Deliciosa.

Cinco de la tarde en el Metro de Madrid; el termómetro de la plaza superior rozaba, antes de bajar a los refrescantes pasillos, el punto de cuasi-ebullición, debí no decidirme por los vaqueros negros y optar mejor por el lino azulado, pero ya se sabe: elegir es debatir. Llevo en el bolso la nueva dieta que me ha mandado mi nuevo endocrino -toda vez que prometo no volver a la consulta del anterior-, y mis más santas, devotas y firmes intenciones de cumplir, esta vez, la enémisa auto-promesa de hacer deporte, caminar una hora al día, no subir en el ascensor y deleitarme con las escaleras de mi colegio.

Llevo el bolso grande: botella de agua, llaves de casa, monedero -el granate-, un bañador nuevo para Niña Pequeña y el libro que ahora tengo pendiente, recién abierto, casi, por la página 125. Armada así con la paciencia necesaria para luchar contra el posible tumulto del último vagón. Me preparo, entro, no hay sitio, me quedo de pie apoyada junto a la puerta, acomodo el punto de dolor lumbar -eterno, muy mío ya-, me pongo a leer.

A mi lado ella cruza la pierna izquierda sobre la derecha; un pie torneado, moreno, denso, perfectamente perfilado, adornado apenas por unas ligeras chanclas doradas de cintas negras, a juego con el leve vestido de tirantes, melena casual, descuidadamente previsible. El chico la mira sin arrobo. Seguramente serán amantes. Tal vez se habrán amado. Hablan en inglés, perfecto acento ella, de aquí, él. Revuelve ella en su bolso -también dorado, pequeño, de esos que parecen no servir para nada- y saca un tarro azul de crema hidratante. No lo creo posible. No la creo posible. Pero lo hace. Manteniendo cruzada su pierna izquierda, su ideal pie, acaricia apenas la crema, dos dedos, con suavidad y sin prisas, deleitándose, sabiéndose observada: la señora de edad indefinida de la esquina del vagón, el adolescente que está a su lado, las dos amigas de enfrente, el rabillo de mi ojo y la página 125. Muslo, rodilla, tobillo, muslo de nuevo, un brazo sin una pizca de mi grasa, deliciosamente hidratándose en círculos artísticos, arriba, abajo. El chico, el amante, barrunta un susurro en la lengua de Albión, le sostiene al tarro azul mientras se sienta en diagonal.

Avisa la amable señorita por el altavoz la próxima estación. Sonríe la mujer del torneado -hidratado- pie, rodilla, muslo, brazo, a su joven amante, mientras guarda el tarro azul y su mantequilla blanca. Descruza la pierna y baila la caderas levemente sobre unos finos tobillos.

Al menos, mide menos que yo. Eso es lo que me queda.

lunes, 13 de junio de 2011

Premio Sunshine Award.

La Dame Masquée, del conocido blog de temática histórica De reyes, dioses y héroes, me entrega -inmerecidamente- un radiante premio, que quisiera compartir con otros amigos de esta casita virtual, aún a sabiendas que me dejo muchos otros estimados blogueros:


Como ya sabéis, este tipo de premios, además, nos ayudan a crear lazos y uniones virtuales en la blogsfera. Las bases del premio establecen que, una vez otorgado, el galardonado debe compartir la distinción con otros doce blogueros, publicando sus nombres y realizando una entrada sobre el galardón.

¡Muchas gracias, madame!

domingo, 12 de junio de 2011

Todo corregido, casi preparado.

Se va acercando el final del curso...

... y hoy pude, al fin, sentarme después de comer, simplemente para perderme por las páginas del libro que me traía entre manos, mientras Él jugaba con su consola.

miércoles, 8 de junio de 2011

¿Quién inventó los exámenes orales?

Llego cansada, con el día marcado en mi hoja del calendario como uno más que va pasando, lento, despacio; camino hacia el final de este trimestre. Tengo examen mañana, oral, y me pregunto quién se los inventó, qué alma caprichosa decidió que debía primar la comodidad del profesor antes que la profesionalidad, la crítica o la investigación. Decido olvidarme. Compré un kilo de cerezas hoy en el mercado, para premiarme por mi poca gana de enfrentarme a la cara de mi profesor -y no derramar sobre él mi enojo, su falta de trabajo, su escaso interés por enseñar.

Me voy a la ducha, nocturna, abro el grifo despacio, con tiempo, hasta el final: agua muy caliente para no recordar que hoy ya no puedo más, el chorro casi hirviendo directo sobre las cervicales, riachuelos de vaho corriendo por el cristal de la ventana y humo desde mis hombros. No quiero salir, no quiero ver mis apuntes, no quiero saber que se me acumula otra vez trabajo ya atrasado del colegio. Él estará haciendo la cena ahora, tal vez, para dejarme así a mí unos minutos más enfrentada a mis esquemas, resúmenes, pinturas de colores marcando títulos y conceptos a recordar, ideando listas y dibujos como reglas mnemotécnicas. Me abrasa el agua en los hombros, la espalda, el punto de agudo dolor punzante de la espalda y pongo mi mente en blanco-yoga. No sé quién inventó los exámenes orales.

domingo, 5 de junio de 2011

As time goes by...


Mi amigo Juancarlos me regaló hace diez años este portatizas, como una especie de rito iniciático al entrar, oficialmente, en el mundo educativo. Recuerdo que en aquellos tiempos en mi colegio teníamos tizas cuadradas, como reliquias de tiempos añejos, polvorientas, que dejaban las manos con marcas de grietas blancas y hasta las suelas de los zapatos dejaban huellas de nieve por los pasillos.

Pasó el tiempo y las tizas se transformaron, por un no-sé-qué evolutivo, en finos cilindros hipoalergénicos y suaves al tacto, blancos y colores básicos que yo empleaba con gusto para hacer mis mapas, climogramas, ejes cronológicos y esquemas en la pizarra verde -o en la negra de la primera clase, a la derecha. No vi aquellas tizas cuadradas eternas hasta que volví a estudiar, años después: en mi nueva facultad, resistente al cambio, de diálogo lento con la sociedad -como corresponde con una facultad de Teología-, se mantenían firmes e inquebrantables como la fe de un buen cristiano.

Diez años después, casi once, mi portatizas comienza a ser un ejemplar vetusto y digno de investigación: cómo ser un clásico en un mundo en crisis. Mi portatizas se mantiene incólume ante la ola innovadora de mi colegio -pizarras digitales, internet en las aulas, conexiones wifi, proyectos de investigación. Como galán en blanco y negro de los años cuarenta, pelo de brillantina y humo de cigarro envolviendo un suave acento -podría ser bonaerense-, mi portatizas traza en la última pizarra verde:

- Tócala, Sam.



sábado, 4 de junio de 2011

Si es que yo lo sabía...

No lo entiendo, profe -me dice la alumna, mirándome sorprendida.

- ¿No entiendes qué? ¿El que te haya dicho que debes recuperar la tercera evaluación? -digo yo, inocente, copiando su cara de asombro.

- Claro, profe, porque yo me porto siempre bien en clase y me esfuerzo mucho -afirma rotundamente. Adivino yo que en dos semanas conoceré a sus padres, entonces.

- Si yo comprendo tu preocupación y agradezco tu interés por la asignatura -anoto mentalmente: cuando vuelva a casa, confirmar que no soy la novia de Pinocho-. Pero es que también hay que aprobar los exámenes, entregar todos los trabajos bien hechos, traer el cuaderno y hacer los deberes... La miro atentamente, esperando su reacción.

- Profe, pero yo te he dicho que me porto bien, así que deberías aprobarme.

- No -rectifico, tajante-. Deberías aprobarte.

- Pues se lo diré a mis padres, profe.

Ya lo sabía yo...



jueves, 2 de junio de 2011

Pies suaves en calcetines cansados.

El aire se respira denso y estancado, pero hace frío suficiente como para recordar que tengo que dejar cerca la chaqueta, una vez más. Camino despacio, mis pies en zapatos sencillos y cómodos: es casi como andar en zapatillas. Veo a un antiguo alumno paseando a lo lejos, bordeando el parque, a un perro negro de noche. Vuelvo a sentir mis pies calmados, voy por el bordillo de la acera, sin prisa, despacio, haciendo equilibrios que emulan apenas a Niña Pequeña. No quiero llegar tarde, pero tampoco me apresuro: ¿para qué? Casi daría una vuelta al parque, tal vez, si no hiciera tanto frío. Llevo el bolso verde y ancho: una botella, un libro, estuche, apuntes del examen sueltos.

Un hombre mayor escucha el sonido de la conciencia tranquila al caer en forma de limosna en mano ajena, una chica joven discute por teléfono con alguien, cuatro muchachas pasan rápido a mi lado hablando en fluido inglés. He venido en autobús de dos pisos, me han mandado tres mensajes a mi móvil mientras miraba por la ventana, un amigo me llamó, dos compañeros de la facultad quedaron conmigo antes del examen para lamernos las heridas y hacernos creer entre los tres que hoy mereció la pena ver salir el sol.

No quiero pensar mucho, sólo sentir cómo mis zapatos son suaves y se amoldan a mis calcetines grises recién estrenados. Me duele la mentira, no el perdón ni el olvido.

miércoles, 1 de junio de 2011

Traición.

La traición sabe a hielo frío del congelador de mi cocina y a lágrimas furiosas de rabia e impotencia.

Hoy me mintió -o descubrí que me mentía.