Un preadolescente -y un adolescente, que es su evolución natural- es un ser extraño que habita con nosotros y pulula a nuestro alrededor sin saber muy bien qué hacer consigo mismo -esto es algo que no percibe, bien porque los adultos no le hemos facilitado que reflexione sobre sí mismo, bien porque el sistema educativo facilita que todo sea fácil y a la carta.
El preadolescente -y el adolescente- no se entiende y la mayor parte de la gente que lo rodea tampoco lo comprende, por aquello de que nosotros ya hace tiempo que pasamos por esta etapa y el cerebro la ha borrado de nuestra mente. Es un ser en proceso de cambio, en el umbral entre el ser el-niño-de-mamá para pasar a ser el proyecto que los demás quieren que sea. Pero una cosa la tiene clara: papá y mamá me van a dar la razón por encima de todo.
Alguno de los que me leen ya estará diciendo "pero si todavía no ha empezado con las clases, ¿a qué viene todo esto?" Vaya por delante que he empezado el curso al doscientos por cien y con una extraña ilusión -que debe de ser fruto de que, con las obras, en mi colegio hay más luz-. Esto viene a que donde vivo hay un puñado de adolescentes y un buen grupo de preadolescentes, para los que sin duda debo de ser el ogro del cuento o la bruja mala, por aquello de que sus impertinencias me sacan de quicio:
(preadolescente en el columpio de niños pequeños, de pie sobre el asiento): ¡Mirad todos cómo me columpio!
(yo): Ya lo vemos. ¿Pagarán tus padres el columpio cuando lo hayas roto?
(preadolescente en el columpio): Yo puedo hacer lo que me dé la gana porque mi padre me deja.
(otro preadolescente a punto de usar el otro columpio): Venga, Niña Pequeña, quítate para que mi amigo y yo nos podamos sentar aquí.
(yo, ya que Niña Pequeña no tiene ni cuatro años y lo de defenderse...): ¿No eres un poco mayor ya para columpiarte aquí?
(preadolescente casi en el columpio y alucinado porque alguien le recrimina): Es que los nuestros se rompieron.
(yo): Pues tú sabes como yo quién los rompió.
Por eso, tras una sesuda reflexión he llegado a las siguientes conclusiones:
Alguno de los que me leen ya estará diciendo "pero si todavía no ha empezado con las clases, ¿a qué viene todo esto?" Vaya por delante que he empezado el curso al doscientos por cien y con una extraña ilusión -que debe de ser fruto de que, con las obras, en mi colegio hay más luz-. Esto viene a que donde vivo hay un puñado de adolescentes y un buen grupo de preadolescentes, para los que sin duda debo de ser el ogro del cuento o la bruja mala, por aquello de que sus impertinencias me sacan de quicio:
(preadolescente en el columpio de niños pequeños, de pie sobre el asiento): ¡Mirad todos cómo me columpio!
(yo): Ya lo vemos. ¿Pagarán tus padres el columpio cuando lo hayas roto?
(preadolescente en el columpio): Yo puedo hacer lo que me dé la gana porque mi padre me deja.
(otro preadolescente a punto de usar el otro columpio): Venga, Niña Pequeña, quítate para que mi amigo y yo nos podamos sentar aquí.
(yo, ya que Niña Pequeña no tiene ni cuatro años y lo de defenderse...): ¿No eres un poco mayor ya para columpiarte aquí?
(preadolescente casi en el columpio y alucinado porque alguien le recrimina): Es que los nuestros se rompieron.
(yo): Pues tú sabes como yo quién los rompió.
Por eso, tras una sesuda reflexión he llegado a las siguientes conclusiones:
- El mundo gira alrededor del preadolescente.
- Romper los columpios de la comunidad de vecinos donde yo vivo es algo que queda impune. Y encima, divertido.
- Los padres de algunos preadolescentes pagaron la derrama para poner los columpios y dejar que sus retoños hicieran, por lo tanto, lo que les diera la gana (que eso me dijo la preadolescente bien clarito).
- Ya que los preadolescentes de mi comunidad de vecinos quieren hacerse con el poder de los columpios de los niños pequeños de la misma comunidad, exijo la devolución de mi parte de la derrama de hace dos años -una pasta gansa-, ya que todas las tardes que bajo tengo que pegarme dialécticamente con ellos para que Niña Pequeña se columpie. Y esto cansa un poco, oiga.
Parece un mal generalizado, ese de que los padres dejen a sus hijos hacer todo lo que quieren, incluidos los perjuicios a otros. A mi también me ocurre que me cuesta callarme cuando los veo hacer cosas fuera de lugar, y suelo recibir las mismas respuestas. En fin... Que empieces bien el curso y un abrazo muy fuerte.
ResponderEliminarIsabel,
ResponderEliminarcierto, es como una enfermedad vírica que tarde o temprano nos pasará factura. Lo que siempre me llama la atención es que los padres de estos preadolescentes rondan los cuarenta años, y, que yo sepa, esa generación no sufrió penurias con las que poder justificar tanta permisividad en sus hijos.
Tiempo al tiempo: esto nos costará caro a todos. Más que mi derrama.
Un abrazo.