lunes, 11 de abril de 2011

Seguro que la Inquisición hacía algo así...

He tenido que volver.

Joaquín me esperaba en la puerta: acaba de llegar, pues aún llevaba la ropa de calle. Unos minutos más tarde aparece su enfermera, que ha elegido para la ocasión bata de purísimo blanco -blanco, como el vestido de novia de la chica que se casó en aquella ciudad el mismo día que yo. Ella me invita a pasar con voz alegre a la sala de la izquierda. Elige cuidadosamente la caja de guantes -también blancos- de la talla pequeña.

Miro a mi alrededor. Sentir miedo al ir al dentista es un instinto primario, una especie de llamada de la Naturaleza y del subconsciente primitivo: el cerebro más primario percibe una anomalía, una amenaza casi latente y desconocida, y, por eso, más peligrosa. Amenaza y sensación de pánico ahogado que aumenta ante el brazo métalico en gris y blanco de los instrumentos que tengo delante, desfilando profilácticamente en la bandeja móvil. Al fondo, bajo la ventana, el legalizado maletín de primeros auxilios con respirador de oxígeno -dice-, que no me anima en esta hora torera de las cinco de la tarde.

Ella se pone a la tarea, como si tal cosa, tras dejar a mi lado un vaso azul que huele a pasta de dientes y antibiótico de dentista. El torno gira dentro de mi boca -riiiñññic, riiiñññic, rrrrr- mientras se afana en limar y limpiar; tiene cuidado en no tocar ni un milímetro de mis sensibilizadas encías, pero no lo consigue, y resisto apenas mientras aprieto los nudillos de ambas manos -noto que deben de estar ya casi níveos. Si pudiera mascar algo (es decir, si me dejara el aplicador de agua, el torno, el espéculo y la mano derecha enguantada), masticaría tensión. Riiiñññic, riiiñññic, rrrr. Casi prefiero los empastes, pienso...

- ¿Qué tal va? -pregunta Joaquín, asomándose por la puerta y preguntando con su voz cantarina-. ¿Aguanta bien?
- Nada, no aguanta nada -responde ella, riéndose a medias, mientras pongo la mejor cara de circunstancias que puedo en mi situación.

Se vuelve apenas hacia mí para recordarme la necesidad de hacer una limpieza bucal cada seis meses, usar colutorio e hilo dental, así como pasta especial para encías. Repite todo como quien tiene una lección bien aprendida, mientras asiento levemente para hacerle caer en la cuenta que eso ya lo hago diariamente y varias veces -como mandan los cánones- y que en esta hora tardía cualquier comentario sobra. El sonido afilado del torno atacando mis coronas y cuellos molares se agolpa en mi oído interno mientras ella habla: riiiñññic, riiiñññic, rrrr. Recorro mentalmente las piezas que faltan para salir de esta situación que emula, más bien, una fina tortura inquisitorial por pecados aún no cometidos...

5 comentarios:

  1. ¿Inquisición?Ese término se queda corto en comparación con una consulta dental.¡Que te vaya bien y no tengas que volver en 6 meses!

    Por cierto soy la "anónimo" de siempre,me llamo Laura, pero al no tener cuenta he de escribir como anónimo.

    Un saludo Negrevernis

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  2. jeje, más o menos eso recuerda el sillón del dentista, tan llenos de instrumentos de tortura.
    A ver si nos descuentan la penitencia en el purgatorio!

    Buenas noches, madame

    bisous

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  3. Nada, nada, para presumir hay que sufrir. Ya quisiera yo tener unas piezas siempre blanquísimas que iluminaran mi sonrisa. Un ratico malo y seis meses de disfrute no es mal negocio, Negre.

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  4. No hay otra invasión corporal y agresiva de la intimidad sancionada por las costumbres y las buenas maneras como la actuación del dentista a la que siempre asistimos con la boca abierta. De cualquiera de ellos, que inevitablemente serán siempre figura del torturador empedernido encarnado por Laurence Olivier en Maraton Man de John Schlesinger. Y ellos lo saben.

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  5. Observo con estupor que os tomáis mi tortura bucal como algo pasajero, je, je, je. Espero, efectivamente, no tener que volver en seis meses ¡o un año! Pero la angustia y los nudillos blancos y prietos no me los quita nadie.

    Gracias, Anónimo-Laura, por darte a conocer.

    Un saludo a todos.

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