Espero al autobús que me llevará a casa, el de menos diez. Llego a la parada con unos minutos de adelanto, como siempre; la primavera se ha vuelto a poner escurridiza y ha huído, transformada en tormenta que no puede augurarme nada bueno. Dejo mi mochila fucsia en el suelo; se ha roto de nuevo el tirante izquierdo, por mucho que Él ha intentado poner remedio casero en forma de hilo y aguja rosa, pero no hay remedio: el cuaderno de anillas y el pesado libro de Historia Contemporánea pesa más que la tela fácil.
Me apoyo en el reposa-¿qué? de metal, pues otra vez un agudo dolor punzante de lumbares se ha propuesto que no cumpla -de nuevo- mi propósito de año nuevo (hacer más ejercicio, andar un poco más, moverme, fortalecer los músculos de mi dolorida espalda). La chica del principio de la fila mira hacia un punto cualquiera más allá de la cristalera, tal vez a la pila de maderas desechas y el sucio aceitoso de la calzada. A mi izquierda, otra planea por su teléfono móvil, enfrascada en leer diminutos mensajes de texto; tiene un bolso que emula a mi mochila y su peso, negro, de cuero imitado y un enganche metálico que destella bajo la luz del fluorescente. Adivino lo que tiene dentro: el libro del viaje, inconcluso por ser abierto sólo ahí, la funda de las gafas de sol -como mi vecina, hasta para los días nublados-, una paleta de maquillaje -de ese personalizado que he visto anunciado en otra marquesina- y algo por si acaso.
La muchacha de mi derecha es igual de joven que la otra y luce con disimulado orgullo unos pantalones que no deben de superar la talla 38. Su bolso es más grande que el brazo, la chaqueta, el hombro, la mano entera. Siempre me ha llamado la atención esa combinación casual de delgadez extrema, aspecto juvenil eterno y complementos... Pienso que, seguro, esta debe de llevar, además, las consabidas toallitas de limpieza y hasta un paquete de tabaco...
Van a ser en punto. El autobús anaranjado recula y comienza a estacionar desde la marquesina delantera; las dos chicas rebuscan en sus bolsos los monederos y los abonos para el viaje. Al final de la fila se apresura una pareja joven, él ochentero, ella de las de talla 38. Lleva un minúsculo bolsito blanco fruncido, todo correas al hombro: teléfono móvil, monederito plateado, paletita de maquillaje básica de tonos apagados.
Se abre la puerta del autobús y cojo posiciones desde mi tercer lugar en la fila. El tirante sigue roto, claro, y agarro descuidadamente la mochila, con su libro de Historia Contemporánea dentro. No llevo bolso -aunque me regalan muchos y revienta el armario de la entrada, dice Él con frecuencia- y busco a tientas en el bolsillo de atrás el doblado bono de viajes...
Me apoyo en el reposa-¿qué? de metal, pues otra vez un agudo dolor punzante de lumbares se ha propuesto que no cumpla -de nuevo- mi propósito de año nuevo (hacer más ejercicio, andar un poco más, moverme, fortalecer los músculos de mi dolorida espalda). La chica del principio de la fila mira hacia un punto cualquiera más allá de la cristalera, tal vez a la pila de maderas desechas y el sucio aceitoso de la calzada. A mi izquierda, otra planea por su teléfono móvil, enfrascada en leer diminutos mensajes de texto; tiene un bolso que emula a mi mochila y su peso, negro, de cuero imitado y un enganche metálico que destella bajo la luz del fluorescente. Adivino lo que tiene dentro: el libro del viaje, inconcluso por ser abierto sólo ahí, la funda de las gafas de sol -como mi vecina, hasta para los días nublados-, una paleta de maquillaje -de ese personalizado que he visto anunciado en otra marquesina- y algo por si acaso.
La muchacha de mi derecha es igual de joven que la otra y luce con disimulado orgullo unos pantalones que no deben de superar la talla 38. Su bolso es más grande que el brazo, la chaqueta, el hombro, la mano entera. Siempre me ha llamado la atención esa combinación casual de delgadez extrema, aspecto juvenil eterno y complementos... Pienso que, seguro, esta debe de llevar, además, las consabidas toallitas de limpieza y hasta un paquete de tabaco...
Van a ser en punto. El autobús anaranjado recula y comienza a estacionar desde la marquesina delantera; las dos chicas rebuscan en sus bolsos los monederos y los abonos para el viaje. Al final de la fila se apresura una pareja joven, él ochentero, ella de las de talla 38. Lleva un minúsculo bolsito blanco fruncido, todo correas al hombro: teléfono móvil, monederito plateado, paletita de maquillaje básica de tonos apagados.
Se abre la puerta del autobús y cojo posiciones desde mi tercer lugar en la fila. El tirante sigue roto, claro, y agarro descuidadamente la mochila, con su libro de Historia Contemporánea dentro. No llevo bolso -aunque me regalan muchos y revienta el armario de la entrada, dice Él con frecuencia- y busco a tientas en el bolsillo de atrás el doblado bono de viajes...
Yo llevo muy pocas cosas en el bolso y pesa como un demonio. Ya no sé qué quitar para aligerar de peso. El monedero, otro monederito con calderilla, la funda de las gafas de sol, la de las de ver, las llaves del coche... en fin todo me es imprescindible, ya no llevo maquillajes ni cosas extra pero pesa mucho.
ResponderEliminarKassiopea,
ResponderEliminara mí me gustan mucho los bolsos, de tela y bien grandes, para que quepan mis libros, el monedero y las llaves. No llevo nada más (cuando no se me olvida el bolso en casa, claro).
Un saludo.