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Aquel día pasé por esa calle. Siempre que doblaba la esquina, justo donde antes había una casa baja, blanca, de tejado rojo y jardín de los de antes -losa, banco en la calle y macetas con geranios-, me acuerdaba de ella y de las veces, pocas, en las que la acompañábamos a la guardería, aunque ya era mayor, como nosotras, pero su madre le decía que la esperara allí porque ya la conocían y le darían la merienda: pan con chocolate, y también para las amigas.
Negre -llama Él.
-¿Hum?
-Negre, mira ¡qué olas! ¡Si parecen rizadas!
Marinero, Él. Se ha ido a enseñarle a Niña Pequeña el tacto de la playa húmeda.
El grito del niño se expande en ondas sísmicas sobre la superficie de la piscina, gira alrededor del tronco de las palmeras, sortea veloz media docena de tumbonas, hace un quiebro en la escalerilla de la esquina, para volver, tronante, al punto de partida.
-¡Yo quiero ir a la playa! -ruge el crío con la potencia sonora de sus ocho o nueve años.
La fuerza expansiva de sus cuerdas vocales aflora entre sus labios, atrona de nuevo entre sillas y sombrillas y elude la paciencia del padre.
-Yo quiero ir a la playa. ¡He dicho que a la playa!
La madre, embarazada hasta la asfixia, acomoda los manguitos a un bebé, mientras hace como que no conoce al rugiente, sangre de su sangre y mismo perfil.
-¡¡A la playa!!
Noto las hormonas a flor de piel, entre los poros del infante; percibo de reojo el disgusto de Él por tener que aguantar en sus juegos con Niña Pequeña no a semejante niño, sino a semejantes padres. El agua dura de la piscina central me sabe a retoño consentido y príncipe doblemente destronado.
-¡¡He dicho que vayamos a la playa!! -atrona la voz de Su Alteza, se zambulle su exigencia entre los azulejos coloreados de la piscina.
-Mamá.
-¿Hum?
-Mamá, ese niño llora como un bebé.
Pin.
Toallas. Gafas de sol. Cubo y pala, castillo de arena. Sombrilla. Chanclas. Arena. Arena. Arena. Agua helada. Sillas.
Pan.
Hincar la sombrilla. Extender las toallas. Resguardar las chanclas. Proteger las gafas. Arena. Agua. Agua. Agua.
Pum.
Un abuelo que llega. Y esa su camisa, ¡esa!: desabrochada y de rayas. Extender la toalla mientras Niña Pequeña esconde su agua en un hueco de la arena.
Splash.
Agua. Huir de la camisa desabrochada y de sus rayas.
E xisten entre nosotros unos seres únicos, que viven prácticamente de incógnito: los noseabundos . Los noseabundos se mimetizan perfectamen...
