Hace unos días me regalaron una agenda nueva. Suficientemente grande, como a mí me gustan, hojas amplias, mucho espacio, poco manejable -en el sentido de manejable de caber en el bolso, como me dice mi madre-, pero práctica. De las de toda la vida, como un cuaderno.
Y una agenda para mí no es un arma para saber qué tengo que hacer, de forma ordenada, cuadriculada más bien, con perfecta organización de una mente cuasiobsesiva. No. Es un arma de destrucción mental, un ataque permanente a mi autoestima: el recordatorio no de mis futuras tareas, sino de todo aquello que dejo por hacer porque el día no se estira más. Me recuerda, así, constantemente, desde sus hojas anilladas en un precioso azul mar, que la vida me vence en mis tareas por mucho que yo me empeño, hora a hora, en cuadrar su tiempo con el mío.
Aunque yo sigo, compulsiva, apuntando día tras días mis mil cosas cotidianas, a la espera de que la agenda se llene o ceje en su empeño de resaltar sólo lo que no me da tiempo a realizar...
Y una agenda para mí no es un arma para saber qué tengo que hacer, de forma ordenada, cuadriculada más bien, con perfecta organización de una mente cuasiobsesiva. No. Es un arma de destrucción mental, un ataque permanente a mi autoestima: el recordatorio no de mis futuras tareas, sino de todo aquello que dejo por hacer porque el día no se estira más. Me recuerda, así, constantemente, desde sus hojas anilladas en un precioso azul mar, que la vida me vence en mis tareas por mucho que yo me empeño, hora a hora, en cuadrar su tiempo con el mío.
Aunque yo sigo, compulsiva, apuntando día tras días mis mil cosas cotidianas, a la espera de que la agenda se llene o ceje en su empeño de resaltar sólo lo que no me da tiempo a realizar...
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