Bajo a Madrid, como cada una de las dos tardes en las que este primer semestre tengo clase en la Facultad. He comprobado que he gastado ya los diez viajes de mi abono de autobús, de forma que calculo el tiempo que tendré que emplear en ir hasta el cajero más cercano, el estanco de enfrente y esperar el primer autobús que salga, y todo mientras tecleo frenéticamente los ejercicios de una lectura para mis alumnos de 2º de ESO. Apuro los minutos mientras apago el ordenador, que últimamente va más lento que de costumbre, a pesar del antivirus, el limpiador ocasional y la reordenación del disco duro que hice ayer; no me ha dado tiempo a contestar todos los correos electrónicos del colegio, que se quedan pendientes hasta mañana... o pasado.
Cojo la mochila, la rosa fucsia de pocos euros que compré en septiembre, cuaderno de anillas grande, estuche blanco, una pequeña botella de agua y el libro de turno para ir matando el rato hasta que llegue a Madrid. Tardo quince minutos en llegar al cajero más próximo, saco el dinero justo para pagar el abono que me durará cinco días. El estanco es también el de la acera, junto a la esquina: no es el que más me gusta, porque prefiero ir al otro, al de la calle principal, donde trabaja la madre de una amiga de Niña Pequeña, que se llama como yo y me resulta sólo por eso más simpática que el señor barbudo que me atiende con desgana en este otro.
El señor barbudo emerge de entre las sombras de la trastienda de su estanco.
- ¿Hum? -pregunta sin palabras, mirándome como si yo tuviera el mono de los cigarrillos que jamás he encendido.
- Un abono para Madrid, por favor -respondo con poca gana. Con este señor me pasa como a mis alumnos: no me motiva, profe.
- 19 euros -dice, mientras me lanza al pequeño mostrador de cristal la escueta tarjetita blanca y roja.
Le tiendo mi billete de 20 euros, brillante por estar recién salido del cajero. Ni tiempo me ha dado de ver su aspecto o sentirlo en el billetero.
- Gracias -me despido, mientras escondo rápidamente el euro de vuelta.
El señor barbudo no me dice nada, envuelto una vez más en las ondas negruzcas de la parte de atrás de su estanco. No entiendo por qué se venden libros de bolsillo aquí, junto a cachimbas, encendedores y bolígrafos dorados...
Cojo la mochila, la rosa fucsia de pocos euros que compré en septiembre, cuaderno de anillas grande, estuche blanco, una pequeña botella de agua y el libro de turno para ir matando el rato hasta que llegue a Madrid. Tardo quince minutos en llegar al cajero más próximo, saco el dinero justo para pagar el abono que me durará cinco días. El estanco es también el de la acera, junto a la esquina: no es el que más me gusta, porque prefiero ir al otro, al de la calle principal, donde trabaja la madre de una amiga de Niña Pequeña, que se llama como yo y me resulta sólo por eso más simpática que el señor barbudo que me atiende con desgana en este otro.
El señor barbudo emerge de entre las sombras de la trastienda de su estanco.
- ¿Hum? -pregunta sin palabras, mirándome como si yo tuviera el mono de los cigarrillos que jamás he encendido.
- Un abono para Madrid, por favor -respondo con poca gana. Con este señor me pasa como a mis alumnos: no me motiva, profe.
- 19 euros -dice, mientras me lanza al pequeño mostrador de cristal la escueta tarjetita blanca y roja.
Le tiendo mi billete de 20 euros, brillante por estar recién salido del cajero. Ni tiempo me ha dado de ver su aspecto o sentirlo en el billetero.
- Gracias -me despido, mientras escondo rápidamente el euro de vuelta.
El señor barbudo no me dice nada, envuelto una vez más en las ondas negruzcas de la parte de atrás de su estanco. No entiendo por qué se venden libros de bolsillo aquí, junto a cachimbas, encendedores y bolígrafos dorados...
Pues por lo que nos cuenta, madame, con ese salero el hombre no creo que venda muchos. Ni libros, ni bolígrafos ni nada de nada.
ResponderEliminarPodríamos adaptar un poco la letra del tango, y cantar eso de "sentir que es un soplo la vida, que 20 euros no es nada, que febril la mirada..."
Feliz fin de semana :)
Bisous
¡Qué difícil es hacerlos entrar y qué fácil es que desaparezcan! Es virtud mágica del dinero.
ResponderEliminar¡Ay, madame, qué razón tiene! Y no quiero contar lo que me pasa con los de 50, que parecen tener alas...
ResponderEliminarFeliz noche
Pepe, es que son volátiles como el aire que respiro...
ResponderEliminarEn mi barrio hay un estanquero parecido, seran primos o algo así jeje.
ResponderEliminarY por cierto ¿Qué billetes no vuelan? 20, 50, 100..
Ah! Se me olvidaba comentarte Negre. No soy independentista ni nada parecido. Respecto a lo de un comentario que publique hace unos días. Fue un error, quería decir Grecia y no Cataluña, lo que pasa es que estaba escuchando de fondo una noticia relacionada con la independencia catalana y se me fue el santo al cielo.
Un saludo, Laura.
Laura, los billetes tienen la virtud, el don o la mala querencia de volar rápidamente.
ResponderEliminarSobre lo que nos comentas de que se te fue el santo al cielo con el comentario en una de las entradas anteriores, no tengo nada en contra de los independentistas, sino contra las malas formas de los que lo desean y no saben los procedimientos legales. Arreglado queda tu despiste.
Un saludo.
probando, probando...
ResponderEliminar¡Caramba! No sabía que existen procedimientos legales para lograr la independencia, Negre. Me refiero, claro, a las autonomías en las que algunos partidos, no todos, la plantean, incesantes, desde... y lo seguirán haciendo hasta... Les va muy bien así.
ResponderEliminarOye, el autobús es carísimo ahí en Madrid. En Zaragoza sin bono o tarjeta cuesta 1.05 euros y con ellos sesenta y pico céntimos con trasbordo gratis durante una hora. Vaya, vaya.
José Luis, bienvenido de nuevo. Veo que has podido solucionar el problema de los comentarios.
ResponderEliminarTodo lo que suponga un cambio constitucional, como este tema de la independencia, requiere un referendum, quitar las Cortes, votar de nuevo...
El autobús para Madrid desde la periferia cuesta 3 euros. Así que todos con bono, claro...
Un saludo.