jueves, 24 de julio de 2014

Un Playmobil en la playa.

La foto no es mía, pues no ha llegado aún el momento de hacer crónicas marinas vacacionales, sino de un compañero del colegio -compañero, amigo, jefe: no necesariamente por ese orden. Me reía ayer al ver la foto, pues supongo que el ingeniero de la obra habrá sido su hijo pequeño y él, padre aplicado y paciente, le habrá ayudado a hacer el diseño, quizá con el castillo de Calatrava en el horizonte como modelo. 



Y es lo que tiene la playa, por mucho que a mí me guste poco; creo, no: confirmo, que lo peor es su arena. Sí, sí: su arena: millones de años de desgaste y erosión materializados en granitos minúsculos de minerales y restos óseos que tienen la virtud de esconderse entre los hilos de la toalla y el borde del tapón de la crema de protección solar. Una arena que se mastica como si nada con el bocadillo de tortilla de la tarde playera y se inmiscuye en la botella de agua, que está fría, sí, pero no me sabe a nada más que a eso: a frío y a la espera de que llegue la hora de comer para escaparme de esta cárcel microscópica. 

Menos mal que el pequeño hijo de mi compañero ha empezado a recogerla...

 

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