Tengo el cuaderno de una alumna encima de la mesa; fino, de pasta de cartulinas, cuadrícula azulada, incluso con los ejercicios hechos y casi al día. El cuaderno de un adolescente dice de él casi tanto como su agenda, sus zapatillas o el tipo de vaquero que usa...; siempre he pensado, por eso, que hay relación directamente proporcional entre las esquinas dobladas y rotas del cuaderno azul de mi alumno, el del fondo a la derecha, y su comentario casi constante:
- Profe, cambiaría todas estas asignaturas por nada.
Y se queda así, recostado entre el asiento de su silla y la pared. Lo cambio todo por nada: por no hacer nada, por vivir nada, por sentir nada, por ser quizá nada.
Es la última hoja de un cuaderno la que más datos da de su dueño; allí donde yo apuntaba rápidamente la tarea que mandaba el profesor -de aquellas no se usaba lo de llevar agenda a clase-, mi alumna -que no se sienta a la derecha, pero sí al fondo- ha dibujado cuatro pequeños candados rectangulares. Ni siquiera en el centro: en un lateral. Uno, dos, tres y cuatro, en fila, uno al lado del otro, con su hueco para la llave bien marcado en negro, las letras de su nombre más o menos cerca. No da ni para un candado por letra, pero allí están, veo, el bolígrafo rojo de corregir abandonado en la mano derecha, la izquierda sujetando la tapa blanda del cuaderno -la esquina inferior de la hoja doblada en un ángulo imposible. Y no sé si la familia de candados son el secreto sobre ella misma que no conoce aún, o su joven prohibición de enterarme de las palabras que nunca dirá. Te prohibo que sepas, te prohibo que conozcas, te prohibo que avances, escuches, mires, preguntes, ¿escribas? Un aquí yo, mira tú, hasta aquí te dejo entrar.
Abro mi cuaderno de notas, reviso las correciones. Recuerdo rápidamente la voz de una familia que me dijo, hace tiempo, que quién les aseguraba a ellos -a ellos- que un profesor realmente corregía. Pongo las calificaciones correspondientes a mi alumna y compruebo que aún me da tiempo, después de escribir esto, a revisar un cuaderno más.
- Profe, cambiaría todas estas asignaturas por nada.
Y se queda así, recostado entre el asiento de su silla y la pared. Lo cambio todo por nada: por no hacer nada, por vivir nada, por sentir nada, por ser quizá nada.
Es la última hoja de un cuaderno la que más datos da de su dueño; allí donde yo apuntaba rápidamente la tarea que mandaba el profesor -de aquellas no se usaba lo de llevar agenda a clase-, mi alumna -que no se sienta a la derecha, pero sí al fondo- ha dibujado cuatro pequeños candados rectangulares. Ni siquiera en el centro: en un lateral. Uno, dos, tres y cuatro, en fila, uno al lado del otro, con su hueco para la llave bien marcado en negro, las letras de su nombre más o menos cerca. No da ni para un candado por letra, pero allí están, veo, el bolígrafo rojo de corregir abandonado en la mano derecha, la izquierda sujetando la tapa blanda del cuaderno -la esquina inferior de la hoja doblada en un ángulo imposible. Y no sé si la familia de candados son el secreto sobre ella misma que no conoce aún, o su joven prohibición de enterarme de las palabras que nunca dirá. Te prohibo que sepas, te prohibo que conozcas, te prohibo que avances, escuches, mires, preguntes, ¿escribas? Un aquí yo, mira tú, hasta aquí te dejo entrar.
Abro mi cuaderno de notas, reviso las correciones. Recuerdo rápidamente la voz de una familia que me dijo, hace tiempo, que quién les aseguraba a ellos -a ellos- que un profesor realmente corregía. Pongo las calificaciones correspondientes a mi alumna y compruebo que aún me da tiempo, después de escribir esto, a revisar un cuaderno más.
En mi tierra decimos que viendo la choza, se sabe cómo es el melonero.
ResponderEliminarUn abrazo.
No conocía el refrán, pero se me vienen a la cabeza varios cuadernos...
EliminarUn abrazo.
Una entrada extraña ésta... pero también atrapante. Me quedé pensando en esos candados.
ResponderEliminarSaludos
Una entrada sobre algo muy real. Mis alumnos guardan en las últimas páginas de sus cuadernos siempre cosas que hablan de ellos...
EliminarUn abrazo.
Sí, a mí también me gusta mirar las últimas páginas cuando corrijo cuadernos, es un poquito como husmear en su habitación, ¿verdad?
EliminarO para saber si las cosas van bien con ellos...
EliminarMagnífica entrada, Negre. Todos estamos un poco ahí: en el que corrige, en el cuaderno, en el pupitre... un trocito de vida.
ResponderEliminarGracias, Pepe.
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