Salía de mi casa y por la luminosidad, casi amaneciendo, junto a un compañero de trabajo. Íbamos en su coche, pero el antiguo, el blanco con el que yo le conocí toda la vida, por vías rápidas y amplias, aunque bien sabía yo que en dirección contraria al trabajo. Según él, para hacer un recado, ya verás, Negre, y en nada nos vamos.
Aparcó no recuerdo muy bien dónde -algo habitual en mí cuando voy de copiloto. La casa, antigua, un bloque de pisos en alguna calle muy céntrica de la ciudad: techos altos, espacios amplios, paredes en grises y acabados en escayola, puertas blancas de pomo dorado. El salón sin puertas, hace de recibidor y comunica con todas las estancias de la casa. La cocina, minúscula para lo que debería ser, apenas aparadores y algunas puertas vacías. Un baño en una esquina, una puerta blanquecina que no conduce a ninguna parte, un espejo de cuerpo entero que refleja la pared del fondo, esquinado.
No sé qué hago aquí; de pronto, con naturalidad, me doy cuenta de que llevo en la mano derecha una bolsa azul de ribetes amarillos. Por algún motivo que tampoco recuerdo, algunas prendas de mi armario (los vaqueros azules oscuros, un par de calcetines, una camiseta de cuello alto blanca) han acabado ahí recogidas. En la otra mano, mis viejas botas ocres para el frío. Llevo unas cómodas zapatillas azules de trapo. Mi compañero ha desaparecido, aunque escucho su voz rebotando en un par de esas paredes grises. Hasta el techo.
Estoy en el salón, junto a una puerta desde la que se ven cortinajes escarlatas de fondo, un aplique dorado en la pared, un hueco acabado en oscuro. Repentinamente una ola de jóvenes sale de entre los huecos. Van de un lado a otro, se dispersan, saludan, cogen sus cosas -carpetas, bolsos. Nadie lleva abrigo. Mi compañero sigue sin aparecer, aunque voy al que aventuro su cuarto: una montaña de bolsas grises se apila sobre la cama; la habitación es estrecha, sin ventanas, junto a la cocina.
...
Me remuevo en la cama; el dolor punzante habitual se ha acentuado y noto casi cada una de mis vértebras dorsales. Encojo las piernas, recordando que la flexión de las rodillas alivia el dolor. Me doy la vuelta, espantando la pesadilla, yo, que nunca recuerdo qué sueño. Él se marchó hace tiempo. Por las rendijas de la persiana mal bajada apenas hay luz y veo el reflejo del reloj marcando las seis menos diez.
Aparcó no recuerdo muy bien dónde -algo habitual en mí cuando voy de copiloto. La casa, antigua, un bloque de pisos en alguna calle muy céntrica de la ciudad: techos altos, espacios amplios, paredes en grises y acabados en escayola, puertas blancas de pomo dorado. El salón sin puertas, hace de recibidor y comunica con todas las estancias de la casa. La cocina, minúscula para lo que debería ser, apenas aparadores y algunas puertas vacías. Un baño en una esquina, una puerta blanquecina que no conduce a ninguna parte, un espejo de cuerpo entero que refleja la pared del fondo, esquinado.
No sé qué hago aquí; de pronto, con naturalidad, me doy cuenta de que llevo en la mano derecha una bolsa azul de ribetes amarillos. Por algún motivo que tampoco recuerdo, algunas prendas de mi armario (los vaqueros azules oscuros, un par de calcetines, una camiseta de cuello alto blanca) han acabado ahí recogidas. En la otra mano, mis viejas botas ocres para el frío. Llevo unas cómodas zapatillas azules de trapo. Mi compañero ha desaparecido, aunque escucho su voz rebotando en un par de esas paredes grises. Hasta el techo.
Estoy en el salón, junto a una puerta desde la que se ven cortinajes escarlatas de fondo, un aplique dorado en la pared, un hueco acabado en oscuro. Repentinamente una ola de jóvenes sale de entre los huecos. Van de un lado a otro, se dispersan, saludan, cogen sus cosas -carpetas, bolsos. Nadie lleva abrigo. Mi compañero sigue sin aparecer, aunque voy al que aventuro su cuarto: una montaña de bolsas grises se apila sobre la cama; la habitación es estrecha, sin ventanas, junto a la cocina.
...
Me remuevo en la cama; el dolor punzante habitual se ha acentuado y noto casi cada una de mis vértebras dorsales. Encojo las piernas, recordando que la flexión de las rodillas alivia el dolor. Me doy la vuelta, espantando la pesadilla, yo, que nunca recuerdo qué sueño. Él se marchó hace tiempo. Por las rendijas de la persiana mal bajada apenas hay luz y veo el reflejo del reloj marcando las seis menos diez.
Negre, esa espalda y y ese dolor punzante, tienen toda la pinta de no ser fatales, de ser subsanables. ¡Confía en ello! Y perdóname por hablar de tus dolores sin sufrirlos yo. Tu resolución para que se subsanen y el saber de los médicos, lograrán que este 2012 sea el último año de padecimiento. ¡Ojalá!
ResponderEliminarUn abrazo
José Luis
De vez en cuando me da un latigazo, José Luis. Ya he hablado de esto alguna vez aquí... Lo malo fue la pesadilla...
ResponderEliminarUn abrazo.