miércoles, 30 de noviembre de 2016

Hoy Niña Pequeña cumple diez años

Mamá -llama Niña Pequeña. 

 -¿Hum? -pregunto, levantando levemente la mirada de la pantalla del ordenador. 

- Mamá -dice-. Me acosté con nueve años y hoy me he despertado con diez -indica, como solamente puede estar orgullosa quien cumple años y decenas...

Y es por eso que hoy se reestrena aquella mañana brillante de sol y calor en un final de noviembre de hace diez años, dos días después de cuando se la esperaba. 


 

jueves, 3 de noviembre de 2016

¿Cuánto influye un profesor?



Hace unos días recibí un correo. Claro que esto no extrañará a nadie, imagino, ya que lo inusual sería que hubiera recibido una carta: una carta, sí, de las de antes, con sello y todo, de esas sobre las que hablé a Niña Pequeña:

- Mamá.

- ¿Hum?

- Mamá, que me ha dicho Irene que quiere que le escriba una carta -me dijo, hace unas semanas, con su mejor cara de extrañada.

- ¡Qué buena idea! Yo escribía muchas cartas hace años...

- Claro, pero, ¿cómo se escribe una carta? -respondió, gesticulando nerviosamente...

Hace unos días recibí un correo, decía. Me lo remitía un antiguo alumno y me exponía en ella el disgusto y daño que yo le había provocado días antes, cuando había venido de visita al colegio, acompañando a su novia -otra antigua alumna. Yo, que sí tengo bastante contacto aún con ella, me detuve en el recreo a hablar.

Y eso le dolió. 

No le miré, me escribió. Me había centrado en su novia, y lo comprendía, pero decía no merecerse que no le hubiera hecho caso, yo, que había sido su tutora en el corto periodo de tiempo en el que había estado en el colegio. 

Releí su correo varias veces, recordando la visita, la grata conversación con mi antigua alumna; recordaba dónde nos habíamos sentado en el patio, el árbol que nos hacía sombra, la compañía de otra alumna que estaba conmigo en ese momento... Percibía en mi distancia la figura de él, en segundo plano, mirándome de reojo. 

Y lo que me dolió a mí, sí, lo que me hizo daño al releer entre líneas que no había sido protagonista de una conversación conmigo, es que yo no le había reconocido. Yo no sabía quién era, pues los rostros de los miles de alumnos que han pasado por mis clases se mezclan a veces en un cúmulo de adolescentes a los que luego pierdo...

No recordé a Álvaro, y así se lo dije, lamentando mi falta: no reconocerle, no haberle vuelto a pasar por el corazón. Días después recibí una respuesta llena de cariño, como una mano que espera empezar de nuevo...

- Mira, Negre, te mando además una foto de aquella tutoría, para que nos pongas cara a todos de nuevo, para que sepas quiénes somos, porque, al verla, me he dado cuenta de que sé sus nombres, que fueron importantes para mí. 

Y supe quiénes eran. Les puse cara, gestos, bromas y recuerdos, sacados de un baúl de hace siete u ocho años... Las letras de Álvaro en un correo que no he borrado, porque estos días lo he vuelto a releer, a pesar de haberle contestado para empezar de nuevo, sintiéndome una vez más eslabón de una cadena y testigo privilegiado de una vida que se ha cruzado con la mía: 

- Quiero que sepas, Negre, que fuiste importante. Que aprendí cosas de la vida real escuchándote. Aunque yo no fuera tu mejor alumno. 

Acababa su correo con un gracias. Acabé mi respuesta con un gracias...


martes, 27 de septiembre de 2016

No me convence el bilingüismo educativo

Hace pocos días hablábamos del azafrán a la hora de la comida: Él había hecho paella -una de esas comidas que sabe hacer con muy buena mano- y Niña Pequeña nos preguntó cómo el arroz podía ser de color amarillo. Mi alma de profe de Historia salió a la luz y le expliqué las maravillas del azafrán, el oro rojo...


- Porque tú sabes que en una flor hay estigmas y pistilos... -dije, dejando el tenedor apoyado en el plato.

- No, mamá, yo no sé eso -respondió ella, mientras removía su plato buscando calamares.

-¿Cómo que no? Si te lo han explicado en Science, Niña Pequeña.

- Pues por eso: en Inglés. Por eso no me lo sé -dijo ella, comiendo tranquilamente el calamar rescatado de entre el amarillento arroz.

Mi hija no sabe lo que es un pistilo, ni el estigma de una flor, ni distingue fuerza de masa, ni recuerda que los mamíferos tienen pelo y los ovíparos ponen huevos... Mi hija es una víctima del bilingüismo, como tantos otros niños que aparecían hace unos días en una encuesta que yo ojeaba: los alumnos de Primaria habían empeorado en su comprensión lectora en castellano, su capacidad de hilar ideas y redactarlas estaba en un dudoso puesto  a la cola de Europa y seguían sin saber distinguir las mínimas normas de ortografía. En algunos colegios de Madrid se estaban eliminado horas de Refuerzo de Lengua -una optativa de 1º de ESO- para darle horas al Inglés, y a mí me llevan los demonios...

Vaya por delante que no estoy en contra de aprender idiomas, que, como cualquier disciplina humanística, abren la mente, permiten conocer culturas, expresarse mejor, salir al mundo,... Conozco a sus profesores de Science y Arts -compañeros míos en mi trabajo-, algunos de ellos amigos desde hace décadas, grandes profesionales en lo suyo. No es cosa de ellos, no, sino quizá mía, que defiendo a ultranza -pero nunca delante de las familias, claro, porque me va el sueldo en ello- que el bilingüismo impuesto por la Ley (des)educativa -la que sea: la actual, la de hace tres años, la que vendrá en otros dos- no es real, sino una falacia, una imposición variable y en función del sitio de España donde hayas caído: los profesores de Castilla-La Mancha deben demostrar un nivel B2 en Inglés, en Madrid un C1 mínimo, en Castilla y León, un B1...

Y yo, que soy hija de un bilingüe, estoy convencida de que eso, lo de mamar otro idioma desde pequeño, en casa, en vida cotidiana, es lo que marca la diferencia: lo es la más pequeña de mi familia, hija de un italiano, mi primo, que estudió en un colegio extranjero, mi amiga, la de Alemania, que huyó en fuga de cerebros y nunca volvió... Niña Pequeña ha mejorado su dicción, entiende las canciones, se comunica con sus profesores en Inglés,..., pero no tiene conceptos adquiridos de materias científicas, explicadas en una lengua que no es la suya. 

Mis alumnos, tampoco. Me llegan con doce años sin, la inmensa mayoría, saber resumir, comprender un texto, escribir diez líneas sin hacer una veintena de faltas de ortografía, sin extraer de dos párrafos ideas principales... Y yo me las veo y me las deseo para intentar encauzar esos fallos, maquillarlos para la Inspección, disimular que, sin duda, sabrán mucho Inglés, pero cuando estén en 4º de ESO habrá una reválida que se les aplicará en castellano (quizá, porque en el fondo, lo del bilingüismo no es tal, y no son alumnos extranjeros o de colegios extranjeros que esos, sí, tienen derecho a un examen especial en su idioma materno).

Y sin esa reválida, un examen de tipo test que medirá contenidos, no podrán titular. Que la Ley (des)educativa nos imponga a los profesores explicar siguiendo "metodologías activas", "personalicemos la enseñanza" (aulas a más de treinta alumnos), "atendiendo a los niños con dificultades" (repito: aulas a más de treinta alumnos) y procurando "explorar y poner en prácticas competencias, no tanto contenidos", eso, es otra historia para otra entrada del blog. 

Qué país. 

My God.


sábado, 24 de septiembre de 2016

145. Punto y seguido

145.

Este es el número de alumnos que tengo este curso, todos de Secundaria. Seguramente, tras estos casi veinte años dando clase, he alcanzado ya el número de 2000... Mis alumnos mayores, los primeros, aquellos que eran solamente siete u ocho años menores que yo, empiezan a traer a sus hijos más pequeños a mi instituto (a pesar de todo, o por eso, porque fue el suyo antes).

145. Repartidos en clase de treinta personas o más, haciendo frente numérico a eso que la LOMCE llama "calidad educativa", "atención personalizada" y demás mandangas y que, listas en mano, se queda en papel trasnochado y listo para lanzar a la chimenea...

He visto ya a todos mis alumnos; de la mayoría sé su nombre, algunos datos, ciertas curiosidades de su vida escolar, un par de inquietudes,... A algunos, por afinidad o porque ellos lo han elegido así, los conozco: sé sus miedos, sus deseos, sueños, inquietudes, rabietas, misterios y bastantes alegrías. Muchas horas de patio y pasillos permitieron, en esos casos, crear lazos y ser domesticados, al modo del zorro del Principito...

Tengo 145 nombres en mi agenda de aula, 145 palabras que tienen rostro y corazones que, seguramente, anhelan millones de cosas que están terriblemente alejadas de la realidad de las aulas y de lo que la Ley (des)educativa me obliga a enseñarles. Y sé que tengo, este curso, 145 razones para levantarme, preparar mis cosas del colegio, abrir mi agenda para ver qué toca hoy y escuchar aquel "hola, profe", tras el timbre, que moverá mi motivación diaria y me recordará, 145 veces repetido, que esto es lo mío. 

Feliz curso.


 

miércoles, 31 de agosto de 2016

Carta a Maruja (37): las vacaciones del profe

Hacía tiempo que no escribía a Maruja, mi vecina. Si quieres leer mi nueva carta sobre nuestra conversación, pincha aquí


 

martes, 16 de agosto de 2016

Siete años de blog en la red. Gracias.



Hace unos días mi blog cumplió siete años en la red... Siete años de historias reales, cotidianas, rabiosas, refrescantes, irónicas... Gracias a los que las han leído, a los que pasaron por aquí por casualidad, a los que llegaron conscientemente. Y gracias a sus protagonistas: Él, Niña Pequeña, mis alumnos, mis compañeros de trabajo, mis vecinos, a esos que pasaron un día por la calle y al almendro que hay enfrente de mi casa -porque siempre me anuncia la llegada de la primavera...

Os dejo una selección de las entradas que, en estos siete años, han sido más leídas, no presentadas, necesariamente, por orden de importancia:

  1. Esta fue una tarde única e irrepetible
  2. ¿Puedes abrir tú la bolsa de plástico del súper?
  3. La niña de cari va primero. 
  4. Alba, mi antigua alumna, que nos dijo adiós en el año 2011...
  5. ¿Cómo es un profesor innovador?
  6. Los dulces de Halloween de mi vecina (gracias).
  7. Lo que hay en mi cuaderno de profesora.
  8. Forrar los libros o el inicio de curso. 
  9. Un día especial: un cumpleaños. 
  10. ¿A qué sabe un beso? 


 

domingo, 14 de agosto de 2016

¿Tienes una tortuga?

Es de esmeraldas y naranjas otoñales. A veces Él se queda mirándola con sus ojos azules y parece que los dos batallan en colores: ella, deslizándose en su jaula de agua, Él contemplando cómo contiene la respiración. 

- Cuánto aguanta debajo del agua, Negre.
- La adaptación a la Naturaleza -le digo, mientras ordeno por enésima vez los papeles del colegio...
- ¡Mira, mamá, que se quiere comer la hierba artificial! -protesta Niña Pequeña.

Ella se mantiene impasible, serpenteando arriba y abajo de su acuario, indiferente a cómo el sol que ha entrado por la ventana juega con los colores de su caparazón. Baila a izquierda y derecha y se deja mecer por las corrientes de su filtro. 

- ¡Tengo una sorpresa que le va a encantar a Niña Pequeña! -anunció Él hace meses, aún antes de cerrar la puerta de casa. 

Como en una ceremonia, solemne, nos la presentó, sonriendo como sabe hacer, mientras le brillaban los ojos: como el que se reserva lo mejor para el final y paladeando nuestra sorpresa anticipadamente.

- ¡Una tortuga! -gritó Niña Pequeña.

Llegó hace varios meses para quedarse, porque no tuve corazón, y ahora baila para mí cuando sabe que es su hora de comer...




 

viernes, 29 de julio de 2016

¿Qué tal son los hijos de tus vecinos?

Los hijos de mis vecinos -al menos, algunos de ellos-, están acostumbrados a ser llamados a golpe de silbido y terraza por esos padres a los que no les gusta mi trabajo... Algunos de ellos disfrutan de un periodo vacacional sin tener que preocuparse de exámenes de septiembre y me consta que no les importó en su momento acabar de romper los columpios que por aquellas épocas usaba Niña Pequeña y algunos otros que entonces eran como ella, ya que sus padres, claro, se encargarían de pagar los desperfectos comunitarios. No ocurrió, como era previsible. 

Son cosas de críos, yo lo sé, cuando se esconden a jugar a oscuras en el aparcamiento de los bloques, ese al que hay que bajar por unas escaleras. 

Y cosas de críos, me consta, cuando juegan en el mismo aparcamiento con globos de agua, dejando encharcadas las dos plazas de garaje inmediatamente contiguas al grifo que -cosas de críos- dejan a veces abierto...

Cosas de críos, no pasa nada, lo de intentar dar a los cristales de un coche que está aparcando en el garaje comunitario, que iba en broma y no pasa nada, que con pedir luego perdón ya se arregla. 

O cosas de críos, tranquilos todos, cuando ese mismo agua de sus globos se deja caer por las empinadas escaleras, mal iluminadas, que conducen a las mismas plazas de aparcamiento de antes.

Nada que ver con las bicicletas embarradas que dejan esas huellas que la mujer de la limpieza tiene que quitar, día tras día, del portal donde las dejan. Ni con sus competiciones a voz en grito en hora de siesta aprovechando el wifi de algún rellano. 

Cosas de críos, que son llamados a silbidos al rayar la medianoche, para que suban ya a cenar a casa, que dejan para septiembre lo que bien se pudo hacer en el largo invierno o consideran, como sus padres, que los profesores son una especie de lacra social fundada en las vacaciones y la pereza. 

Pero -¡ay!- cuando alguno de esos coches de las plazas de aparcamiento no vea, al entrar despacio, tan despacio como la administración comunitaria solicita por escrito y encarecidamente, a estos críos que, con sus cosas de críos, se exponen día sí y día también al peligro de jugar a escondidas y sin luces, luchar entre globos o regar sin malicia -cosas de críos- las escaleras...

Entonces, me temo, ya no habrá silbido que valga y vendrán los padres, sin globos, a lamentarse entre aguas...



   

miércoles, 27 de julio de 2016

A mí sí me gusta mi trabajo

Hacía tiempo que no la veía, pero hoy nos encontramos en el aparcamiento; bueno, realmente no sé si me vio o me esquivó con la mirada, o hizo como si sí, pero va a ser que no, o quizá pensó que si ella no me miraba, yo me volvería invisible y así no tendría que hacerme frente y saludarme.

Porque debe de ser difícil para ella saludarme ahora, mirarme siquiera, en este tiempo estival, en el que el calor se desgrana perezosamente desde el mediodía y las horas van más lentas... Entiendo su dificultad, pues es madre de dos niños en edad escolar y durante ocho largas semanas -ocho taurinas, lentas y agónicas semanas- tiene que estar pendiente de ellos, día y noche, hora tras hora, y pensar cómo ocupar el tiempo de su retoños, impedir por todos los medios que se aburran en vacaciones, proveerles de distracciones, campamentos, deberes vacacionales y todo lo posible para que estén ocupados -porque, ya se sabe, si el cerebro no está a pleno rendimiento intelectual, busca su desconexión en forma de imaginación y esto, en la adolescencia, vete tú a saber, Negre...

Ella me dijo hace siete años -aún lo recuerdo, pues Él tuvo que salir en mi defensa, que yo estaba harta de oír y tener que escuchar- que no era justo mi horario de profesora, que los niños se aburren en vacaciones, que mira, Negre, a ver entonces quién me entretiene a los niños, que la conciliación laboral consiste en que yo dejara a mi hija con alguien para cuidar a sus pequeños en mi colegio, hasta las ocho de la tarde -otra vez: ocho, ocho semanas, ocho horas-, momento en el que ella  los recogería...

Desde entonces -siete años- ella disimula, no me saluda y me hace invisible con su mirada vacía. Y es que tengo un defecto: estoy de vacaciones, no voy a mi trabajo, no me ocupo de sus hijos. La he dejado sola, tiene que ver cómo entretener a sus retoños.

Y en septiembre, cuando volvamos a estar en el aparcamiento -cada mañana, cerca de las ocho... ocho semanas, ocho horas...- su hijo pequeño me verá al bajar las escaleras:

- ¡Hola, Negre! -dirá, como viene haciendo desde hace años.

- Hola, pequeño -responderé, ante la mirada silenciosa e invisible de su madre, porque, en el fondo,  a ella no le gusta mi trabajo.

'País...

    

sábado, 23 de julio de 2016

¿Qué dibujo animado serías?

Tarde que promete calurosa y obliga a deshacerse en los hielos del refresco del vaso. Mi amiga me ha invitado a merendar y dejar pasar el tiempo en el patio de su casa; a mi lado, como si nada, una de sus hijas, futura alumna mía, comparte patatas fritas y verano conmigo.

- Oye, elige un dibujo animado -le digo. Vamos a estar juntas el próximo curso: hay que conocerse.

- ¿Por qué? -me pregunta, sin dejar de comer, cansada de todo, patatas fritas.

- Tú elige uno -le replico, sin darle opción. Hay que dejar claras las cosas desde el principio...

Mira al vacío entre patata y patata... Tanto, que temo que se le haya olvidado mi petición o haya decidido no hacerme caso.

- Creo que sería Rapunzel, Negre -dice, al cabo de un rato.

- ¿Por qué?

- Porque estoy siempre encerrada en una torre -me dice, con la seguridad de quien ha tomado una buena decisión.

- ¿Te refieres a que no te dejan hacer lo que quieres y tienes muchas normas? -le pregunto, oteando en el horizonte la adolescencia que llama a las puertas de la casa de mi amiga.

- Quizá. Yo quiero tocar la hierba... -me dice, mientras me mira con unos preciosos ojos claros...

El próximo curso...




 

jueves, 21 de julio de 2016

¿A qué sabe el amor?

Hoy me acerqué a la pastelería. Aún no han arreglado el cruce que es sólo la mitad de lo que pudo ser, y la señal que lo indica sigue siendo, como expliqué aquí una vez, la mitad de lo prohibido -que es como no saber si sí o si no-...Tenía una buena razón: llevar esta tarde al goloso hijo de una amiga una tarrina de helado...

Entrar en esta pastelería es adentrarse en un laberinto de colores y destellos comestibles; fue aquí donde descubrí qué son los macarons, ese dulce de tonos pasteles que una grande -Catalina de Médicis- llevó a Francia en el s. XVI... Me interno en su pequeña sala: cuatro mesas negras altas, con sus taburetes, madre y dos niños pequeños desayunando bollos y leche con cacao; al fondo una mujer pide un café y, de paso, dame también uno de estos para picar. Un abuelo cuenta minuciosamente el dinero necesario para su barra de pan y yo, mientras, paladeo con la vista el frescor de las galletitas francesas aquellas e imagino los sabores de mantequilla de las pequeñas pastas de té. Han arreglado -menos mal- la máquina de refrigeración de los helados y, aunque no hay de chocolate, el hijo de mi amiga quizá quiera degustar el sabor de galletas y queso...

- Hola, Negre. ¿Qué deseas? -me dice la dependienta, sacándome de mi sabroso trance. 

- Hola. Querría.... -Querría... Un corazón de mermelada aposentado como por sorpresa sobre una tarta de queso. Un amor tan dulce que crujiera en trozos de fresa. Un dulce de hilvanados sentimientos... Delante de mí, en la esquina, como si nada, alguien se llevó un fragmento y dejó un corazón roto para degustación de paladares resistentes a tormentas y afectos...




 

sábado, 23 de abril de 2016

¿Qué pasa cuando se acaba algo?

Arde casi la impresora de mi pequeño rincón de trabajo, acumulando papeles interminables...

-¡Es el fin del mundo! -grita Niña Pequeña, mientras se queda -como si nada- sentada con sus muñecas en el cuarto.

...Me oyó decir, rabiosa, que se me había acabado de repente la tinta amarilla...

 

jueves, 25 de febrero de 2016

¿Por qué hay que ser amable en el trabajo?



Suele gustarme dar clase... O estar con mis alumnos. O compartir tiempo con niños y jóvenes, más bien, y darme cuenta, cuando miro hacia atrás y vuelvo a encontrármelos: mayores, más altos, quizá algo más maduros y con algún golpe de la vida, años después. Y yo sigo siendo Profe, y ellos los adolescentes que dejé antes de que cumplieran la veintena...: un eslabón en una cadena, algunas frases lapidarias dichas hasta la saciedad -para que se les queden grabadas, como hicieron conmigo cuando era yo la adolescente y ella, mi profesora de Latín de los años nada dorados de Bachillerato. 

Como dice una de mis compañeras de trabajo, esto no es ir a la mina, pero desgasta: la cabeza, el cuerpo, las horas dedicadas sin esperar fruto, el tiempo de preparación de clases, los fines de semana robando tiempo a la familia para entregarlo -porque sí, porque cómo no- a los alumnos a la siguiente semana,... Hace dos cursos -porque los profesores contamos el tiempo por cursos, no por años naturales, y el verano es el tiempo de recordar, olvidar, coger fuerzas, crear, soñar- que decidí que era ya tiempo de disfrutar de mi trabajo, que ya me había aprendido que, con frecuencia, esta profesión no es aceptada socialmente -somos los vagos nacionales, los que no trabajan nunca, los que entran en clase, dicen cuatro cositas sin importancia y volvemos a nuestras casas a seguir vegetando en nuestros carísimos sillones-, que nos quieren poco y nos aceptan menos, y que, después de más de media docena de leyes educativas en casi veinte años de profesión, está claro que lo educativo es deseducativo y un arma política más para las campañas electorales. 

Una vez hecha, mental y públicamente, esta declaración de principios y honestidades, llegó el momento de divertirme en el trabajo: dejar atrás lo malo y quedarme solamente con lo bueno -lo que les digo, una y otra vez, a las personas que, de vez en cuando, tengo como tutorandos en prácticas, futuros profesores que ven una puerta abierta a la ilusión y el futuro. Y comencé a divertirme, a reír en las clases y a ver a mis alumnos como pequeños eslabones en mi propia cadena. Y me fue mejor, mira por dónde: sin ansiedades, sin angustias, sin disgustos y con objetivos más alcanzables, personables y cercanos. Disfrutar. Dejarse sorprender. Ir a lo esencial en los contenidos y a lo importante en lo personal. 

Me lo recordaba ayer una alumna de 1º de ESO, recién aterrizada en la adolescencia:

- Profe: me gustan tus clases, porque eres la única que entra en clase sonriendo.

Y con eso, dijo todo. 

 

sábado, 16 de enero de 2016

Los olores tienen que ver con los recuerdos.

Hoy me rodeó su olor a hojas de otoño y calor de madera requemada: en la esquina, justo delante del Banco aquel en el que nunca entro, porque una vez se rieron de mí al hablar de mi casa. Justo ahí, esquina con esquina, en el cruce de semáforos que más veces he atravesado en mi vida, en ese mismo sitio esta mañana apareció -para mí, de repente-, la castañera.

Tapada con una manta que no era de cuadros, como las que una castañera que se precie lleva siempre, pero enfundada en gorro y chal, ella no sabía que el aroma de su dulce es para mí el recuerdo de alguien al que hace años que no veo y cuya ausencia a veces me acompaña con un dolor quedo, de esos nostálgicos de tarde otoñal y leche caliente acurrucada... 

No lo sabe, pero quise resistirme -indómita, troyana- a la tentación de la carnosa pulpa caliente y la cáscara ennegrecida por el humo, y por eso pasé por delante varias veces, en mi camino para cumplir con varios recados mañaneros. 

Y no lo sabe, pero al final cedí, creo que al recuerdo de una tarde en Madrid:

 - Negre, nos volveremos a ver y entonces pasearemos y comeremos castañas juntos...