Entro en una de las bocas de Metro de la línea verde, allá por la esquina del mapa. El calor en superficie roza los terrenos de Satán y aquí abajo al menos hay a veces un respiro cálido y bocanadas de aire concentrado. Hoy estreno libro, y lo abro con cuidado tras leer la dedicatoria del autor -a su madre, a su hija, a un nombre femenino que para él estará lleno de significado.
Me pongo en un asiento del fondo. Delante de mí una mujer en traje negro come ansiosa las migajas de un dulce de chocolate, de esos que dejan restos golosos en el papel, de esos que ella se entretiene ahora en recuperar rápidamente. De pie, a su lado, un hombre de mediana edad -cualquiera, pasados ya los treinta- mueve los labios y balancea la cabeza; sujeta con dos dedos de la mano derecha una leves gafas de metal y un periódico gratuito. Casi duerme de pie. Sentado al otro lado, un joven con barba mira por la ventana negra y rápida con aire ausente.
La mujer guarda los restos del papel, ya sin migajas. Un tufo a tupper y tortilla sale rápido hacia mi nariz cuando abre la bolsa de la comida, hasta que la cierra. Es roja, de cuero, del mismo color que su cinturón -sobre el negro del vestido- y el tono de las uñas. Pelo muy corto, teñido seguramente en brillos poco naturales. Frunce el ceño varias veces y se aprieta los ojos; parece triste, preocupada, pensativa: quizá tuvo un problema en el trabajo, los compañeros, su jefe de sección, su pareja, su amante, tal vez simplemente no quiera volver a casa para evitar seguir trabajando -la plancha, la cocina, el revoltijo de una cama solitaria.
El hombre junto a ella cabecea visiblemente, intenta mantenerse despierto. Quizá sea un tic de su cabeza. Disimula sujetando las gafas, se las cala en el puente de la nariz, abre el periódico por la segunda página con aire distraído y deja que pasen los minutos. El joven de aire ausente retiró la vista hace tiempo de la oscura ventana.
Me pongo en un asiento del fondo. Delante de mí una mujer en traje negro come ansiosa las migajas de un dulce de chocolate, de esos que dejan restos golosos en el papel, de esos que ella se entretiene ahora en recuperar rápidamente. De pie, a su lado, un hombre de mediana edad -cualquiera, pasados ya los treinta- mueve los labios y balancea la cabeza; sujeta con dos dedos de la mano derecha una leves gafas de metal y un periódico gratuito. Casi duerme de pie. Sentado al otro lado, un joven con barba mira por la ventana negra y rápida con aire ausente.
La mujer guarda los restos del papel, ya sin migajas. Un tufo a tupper y tortilla sale rápido hacia mi nariz cuando abre la bolsa de la comida, hasta que la cierra. Es roja, de cuero, del mismo color que su cinturón -sobre el negro del vestido- y el tono de las uñas. Pelo muy corto, teñido seguramente en brillos poco naturales. Frunce el ceño varias veces y se aprieta los ojos; parece triste, preocupada, pensativa: quizá tuvo un problema en el trabajo, los compañeros, su jefe de sección, su pareja, su amante, tal vez simplemente no quiera volver a casa para evitar seguir trabajando -la plancha, la cocina, el revoltijo de una cama solitaria.
El hombre junto a ella cabecea visiblemente, intenta mantenerse despierto. Quizá sea un tic de su cabeza. Disimula sujetando las gafas, se las cala en el puente de la nariz, abre el periódico por la segunda página con aire distraído y deja que pasen los minutos. El joven de aire ausente retiró la vista hace tiempo de la oscura ventana.
Retengo el libro por sus primeras páginas. Es de temática policíaca; no es mi favorita, pero promete entretenida, de esas que en la red se llaman refrescantes. Llega el final de la línea y mantengo el punto de lectura con el dedo índice, mientras cierro el libro. La mujer, el hombre y el joven se levantan casi a la vez, sin reconocerse. Saldremos a la calle juntos, los cuatro, sin nombre ni apellidos y tal vez caminaremos más lentos, igual, al pasar ante la puerta de una tienda de ropa y marca, dejándonos sorprender por una bocanada de aire gélido de temporada.
Cada persona es una historia. Lo paradójico es que, cuanto más grande es una ciudad, cuantas más personas existen por metro cuadrado, menos comunicacion existe entre ellas.
ResponderEliminarHubo un tiempo, seguramente antes de que naciéramos nosotros, en que esa señora del dulce habría compartido su "tupper" de tortilla; y en lugar de hacer gestos y fruncir el ceño, habría hablado de sus problemas al resto de viajeros. El señor del periódico habría hecho algún comentario sobre las noticias que leía y el chico de la ventana participaría en la conversación.
Un amigo me contó que la primera vez que subió al metro, en un abarrotado vagón, la gente le miró como si fuera un loco, cuando dio los buenos días.
Buen fin de semana.
Yo también le hubiera mirado, Perikiyo. ¿Cómo se le ocurre romper la burbuja íntima de cada uno de los clientes del Metro? Yo saludo al conductor del autobús, y eso siempre le sorprende...
ResponderEliminarTu comentario es como un final alternativo a mi entrada, jejeje...
Un abrazo.
Y vuelta a empezar. Otro viaje, otro día, otros hombres y mujeres sin nombres ni apellidos, silenciosos .....
ResponderEliminarPor lo general no se hace necesario, pero hay viajes en los que uno siente el deseo –o el impulso– de hablar con sus semejantes ......
Me ha gustado mucho, Negre.
Un saludo.
Doy fe de que ese tiempo existió, Perikiyo. De quienes "no entraban" en conversación se pensaba que eran taciturnos, solitarios, tímidos, antipáticos, ..... Lo normal era comunicarse, sí.
ResponderEliminarUna gran ciudad como es Madrid está llena de momentos para perderse contemplando a los que nos rodean. No me imagino hablando con todos los que me pueden rodear en hora punta en el vagón del Metro...
ResponderEliminarUn saludo. Y gracias.
¿Quién dijo que el infierno es caliente, estando en la bodega?
ResponderEliminarEn cambio, a lo peor, el infierno es un metro eterno repleto de personas incomunicables y aisladas mirándose en el reflejo de la oscuridad de la nada. A lo mejor el infierno es Madrid.
PS.: Para edad mediana, la mía.
Sin embrago, a pesar de ser de natural comunicativo, en el curso 1973-74 viví en Madrid esos momentos de "contemplación" del prójimo de los que hablas. Había ido a trabajar como fotógrafo "freelance" y era la primera vez que experimentaba ese anonimato de la gran urbe. Y me fascinó.
ResponderEliminarUn saludo, Negre.
Pepe, José Luis, a mí no me molesta el anonimato. Suelo buscarlo y sentarme en la silla esquinada de la mesa de la bodega...
ResponderEliminarUn saludo.