Hoy iba camino de la estación, para encontrarme con Él: de forma excepcional, estaba yo cerca del barrio, la tarde no fue excesivamente calurosa, Niña Pequeña estaba entretenida con sus abuelos.
Creo que crucé otra vez el semáforo que más veces me ha visto pasar en mi vida, doblé la esquina, busqué la sombra. Vi, con un hilo de respiración, el cartel rojo y blanco en grandes letras mayúsculas: "Se Alquila", pegado en el frente acristalado de la heladería de toda la vida, donde trabajaron mis amigos adolescentes, donde nos agazapábamos mis amigas y yo para ver pasar a los chicos de los que nos enamorábamos súbitamente. En su esquina, la tienda que antes fue una inmobiliaria, después de ropa, más tarde panadería, hoy de dulces y caramelos infantiles.
Pasé por delante de la frutería; su regente continuaba en pie, sé que aguantando el tirón después de la pérdida irreparable de su compañera de toda la vida. Un puñado de cerezas -las últimas, negras, ácidas- y un breve saludo: mucha fue la verdura que compré allí para los purés iniciales de Niña Pequeña. La entrada del centro comercial -que antes fue un solar eterno donde hubo previamente una escuela femenina- se codeaba ahora con una peluquería de poco estilo y el espacio de Loterías; el largo escalón en el que esperábamos a la pandilla tras la vuelta de los campamentos se convirtió en un amago de breve pendiente que no invita ya a sentarse.
Crucé el puente, el río todavía manchado de verdín y un pato en sus aguas -pato Terminator, pato tanque, pato radiactivo adaptado a un medio hostil y contaminado-; el Banco del otro lado se reconvierte ahora en una nueva entidad financiera, pero mantiene su logotipo en verdes claros y oscuros. Cerró también la floristería, la tienda del todo a cien, la cafetería, la segunda inmobiliaria y aguanta como puede la consulta del dentista. Joaquín sigue, dos pasos más allá y Niña Pequeña hoy tuvo su primera visita.
Llegué a mi objetivo; la estación de tren sigue en pie -la nueva, no la antigua, en cuya esquina, aguantando una puerta herrumbrosa, esperé cada mañana a mi amiga para ir a la Facultad-, pero no el quiosco de prensa y revistas, que se transformó, no sé cuándo, en una heladería. Me recordó -ella, los clientes- a una comida rápida de tiempo estival: bofetada de calor curada a golpe de vainilla y stracciatella. Él no estaba aún en el andén, su tren a nueve minutos.
Creo que crucé otra vez el semáforo que más veces me ha visto pasar en mi vida, doblé la esquina, busqué la sombra. Vi, con un hilo de respiración, el cartel rojo y blanco en grandes letras mayúsculas: "Se Alquila", pegado en el frente acristalado de la heladería de toda la vida, donde trabajaron mis amigos adolescentes, donde nos agazapábamos mis amigas y yo para ver pasar a los chicos de los que nos enamorábamos súbitamente. En su esquina, la tienda que antes fue una inmobiliaria, después de ropa, más tarde panadería, hoy de dulces y caramelos infantiles.
Pasé por delante de la frutería; su regente continuaba en pie, sé que aguantando el tirón después de la pérdida irreparable de su compañera de toda la vida. Un puñado de cerezas -las últimas, negras, ácidas- y un breve saludo: mucha fue la verdura que compré allí para los purés iniciales de Niña Pequeña. La entrada del centro comercial -que antes fue un solar eterno donde hubo previamente una escuela femenina- se codeaba ahora con una peluquería de poco estilo y el espacio de Loterías; el largo escalón en el que esperábamos a la pandilla tras la vuelta de los campamentos se convirtió en un amago de breve pendiente que no invita ya a sentarse.
Crucé el puente, el río todavía manchado de verdín y un pato en sus aguas -pato Terminator, pato tanque, pato radiactivo adaptado a un medio hostil y contaminado-; el Banco del otro lado se reconvierte ahora en una nueva entidad financiera, pero mantiene su logotipo en verdes claros y oscuros. Cerró también la floristería, la tienda del todo a cien, la cafetería, la segunda inmobiliaria y aguanta como puede la consulta del dentista. Joaquín sigue, dos pasos más allá y Niña Pequeña hoy tuvo su primera visita.
Llegué a mi objetivo; la estación de tren sigue en pie -la nueva, no la antigua, en cuya esquina, aguantando una puerta herrumbrosa, esperé cada mañana a mi amiga para ir a la Facultad-, pero no el quiosco de prensa y revistas, que se transformó, no sé cuándo, en una heladería. Me recordó -ella, los clientes- a una comida rápida de tiempo estival: bofetada de calor curada a golpe de vainilla y stracciatella. Él no estaba aún en el andén, su tren a nueve minutos.
Cambiar es pasar el tiempo y el paso del tiempo es cambio. Sin embargo, ¡Cómo necesitamos ese anclaje al pasado que nos explique, que nos convierta en historia y que nos salve del instante! El barrio que se transforma somos también nosotros que nos vamos con él un poco cada día.
ResponderEliminarPero la ausencia de la heladería ha marcado -e impresionado- a un parte de la pandilla de toda la vida. El cambio es necesario, pero tan de golpe...
ResponderEliminarUn saludo.
Tu capacidad de observación hará, sin duda, más llevadera la espera.
ResponderEliminarObservando así los detalles, el entretenimiento hace que nueve minutos se cuelen entre los dedos, como si fuesen agua retenida entre las manos.
Un abrazo.
Gracias, Perikiyo. Una amiga me dijo hace muchísimos años que no podíamos pasar por la vida de puntillas.
ResponderEliminarUn abrazo y buena vuelta.
Yo sigo impactada por lo de la heladeria, no lo vi venir... :-(
ResponderEliminarTymora, es que ha sido como poner fin a la etapa adolescente de tres o cuatro generaciones...
ResponderEliminarUn beso.