Suele gustarme dar clase... O estar con mis alumnos. O compartir tiempo con niños y jóvenes, más bien, y darme cuenta, cuando miro hacia atrás y vuelvo a encontrármelos: mayores, más altos, quizá algo más maduros y con algún golpe de la vida, años después. Y yo sigo siendo Profe, y ellos los adolescentes que dejé antes de que cumplieran la veintena...: un eslabón en una cadena, algunas frases lapidarias dichas hasta la saciedad -para que se les queden grabadas, como hicieron conmigo cuando era yo la adolescente y ella, mi profesora de Latín de los años nada dorados de Bachillerato.
Como dice una de mis compañeras de trabajo, esto no es ir a la mina, pero desgasta: la cabeza, el cuerpo, las horas dedicadas sin esperar fruto, el tiempo de preparación de clases, los fines de semana robando tiempo a la familia para entregarlo -porque sí, porque cómo no- a los alumnos a la siguiente semana,... Hace dos cursos -porque los profesores contamos el tiempo por cursos, no por años naturales, y el verano es el tiempo de recordar, olvidar, coger fuerzas, crear, soñar- que decidí que era ya tiempo de disfrutar de mi trabajo, que ya me había aprendido que, con frecuencia, esta profesión no es aceptada socialmente -somos los vagos nacionales, los que no trabajan nunca, los que entran en clase, dicen cuatro cositas sin importancia y volvemos a nuestras casas a seguir vegetando en nuestros carísimos sillones-, que nos quieren poco y nos aceptan menos, y que, después de más de media docena de leyes educativas en casi veinte años de profesión, está claro que lo educativo es deseducativo y un arma política más para las campañas electorales.
Una vez hecha, mental y públicamente, esta declaración de principios y honestidades, llegó el momento de divertirme en el trabajo: dejar atrás lo malo y quedarme solamente con lo bueno -lo que les digo, una y otra vez, a las personas que, de vez en cuando, tengo como tutorandos en prácticas, futuros profesores que ven una puerta abierta a la ilusión y el futuro. Y comencé a divertirme, a reír en las clases y a ver a mis alumnos como pequeños eslabones en mi propia cadena. Y me fue mejor, mira por dónde: sin ansiedades, sin angustias, sin disgustos y con objetivos más alcanzables, personables y cercanos. Disfrutar. Dejarse sorprender. Ir a lo esencial en los contenidos y a lo importante en lo personal.
Me lo recordaba ayer una alumna de 1º de ESO, recién aterrizada en la adolescencia:
- Profe: me gustan tus clases, porque eres la única que entra en clase sonriendo.
Y con eso, dijo todo.
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