Pan y queso saben a beso, me decían: textura tierna de aquel membrillo que tapaba como dulce edredón el bocadillo de las tardes de campamentos de mi adolescencia... Creo que lo que más me gustaba era la suavidad carnosa del dulce, que aplastaba con la lengua contra el paladar -chist, chist- hasta romperlo en trozos, imaginaba que redondos y brillantes; se mezclaban en la boca cada uno de ellos con la aspereza del queso y la corteza: fuerte y seco aquel, sabrosa y crujiente la otra, terso y diáfano el membrillo, ámbar de azúcar.
No sé cocinar: cocina Él y trastea en la química de pucheros y sartenes; pero no sabe hacer membrillo (sí su antigua novia, dice, que cogía la fruta de los terrenos de su padre, allá en el pueblo); pero esta semana preside la segunda balda de la nevera un pequeño plato de golosina, regalo de una amiga.
- Toma, Negre, que sé que te gusta -me dice Él, acercándome pan, queso, membrillo brillante.
Y dejo por un momento lo que estaba haciendo: corregir, poner notas, burocracia, papeleo, mirar de reojo el libro de Latín, imprimir un papel,..., para poner todos mis sentidos -¿se podrá oler el gusto?- en romper la esponjosa pulpa...
Precioso!! Tienes arte para describir sensaciones, ya te lo he dicho alguna vez :)
ResponderEliminarMuchas gracias, Ana Laura, por compartir ese gusto por el dulce de membrillo...
Eliminar