Son las 7:00. Desayuno rápido: cereales de chocolate, leche fría. Tengo cita en el ambulatorio, más allá de la curva de la playa, en el último intento por vencer al sarpullido que me ha atacado e invadido estos últimos días. El calor a estas horas es prometedor: no sé si seré capaz de vencerlo a golpe de abanico.
8:05. Salgo preparada para vencer la arena de la playa, casi ya puro desierto. Noto al pisar el portal cómo las primeras gotas de sudor comienzan a arrancar desde la nuca y se deslizan suaves por el hueco de mi espalda. La botella de agua helada que llevo en el bolso empieza su ligero goteo. Piso las primeras baldosas luminosas de calor, camino del ambulatorio.
8:15. Pescadores madrugadores apurando la caña. Una señora de edad indefinida en pantalón corto paseando al perro por el borde de las olas. Un grupo de ciclistas. Un pensionista comprando el pan mañanero. Los barrenderos de recogida. Dos amigos pidiendo café solo con hielo y una tostada con mermelada en la terraza de enfrente.
8:25. Llego al ambulatorio. Abro la puerta con prudencia, deseando interiormente poder disfrutar dentro del insano aire acondicionado, frío, cortante, pero capaz de eliminar aparentemente el baño de sudor que no puede empañar mi camiseta porque es blanca. Me indican que el médico va llamando, y una mano anónima puso el listado de los pacientes de hoy en la puerta -pedagógico, didáctico, previsor. El enfermero sale de su consulta lista en mano, enumerando a los ausentes; la señora de la esquina se levanta:
- Josefina. No tengo cita ahora -indica.
- Ya veo, le toca dentro de una hora -contesta el enfermero.
- Sí, es que tengo que hacer unas cosas, y si me atiende antes, pues mejor. -nos informa a todos.
- Bueno, si no viene nadie, pase después de aquel señor -dice él, imagino que para irse abriendo hueco en su lista.
Entra otra y nos roba durante unos segundos el frescor del aire puesto a toda potencia. Le acompaña una adolescente lesionada, a la que protege con la seriedad de una matrona romana. Compruebo mi nombre en la lista y le hago saber a Josefina que no, no tengo que entrar donde el enfermero, mientras que la matrona romana me intenta convencer de que ya ha pasado la hora de mi cita y ahora le toca a ella, ¿ve? Cierto, va con retraso, pero no hay ley escrita que pueda impedir que la médico -aventuro que joven, deseando cambiar de destino por otro más tranquilo, alejado de la playa y sus turistas- pueda recetarme la crema de corticoides que sé que necesito para vencer mi sarpullido.
9:10. La médico -joven, deseosa de cambio de destino- me receta, sí, el corticoides necesario. Detrás de mí huelo ya en la puerta el aura de la matrona romana, impaciente por entrar en consulta para hacer luego las cosas que tiene pendientes. El ambulatorio -aquí, como en casa- me recuerda, una vez más, la tienda de Santiago, el frutero mío de toda la vida, que acabó por poner unas sillas de enea y un banquito para suavizar la espera de sus clientas más fieles, mientras despachaba con parsimonia albaricoques y verduras.
8:05. Salgo preparada para vencer la arena de la playa, casi ya puro desierto. Noto al pisar el portal cómo las primeras gotas de sudor comienzan a arrancar desde la nuca y se deslizan suaves por el hueco de mi espalda. La botella de agua helada que llevo en el bolso empieza su ligero goteo. Piso las primeras baldosas luminosas de calor, camino del ambulatorio.
8:15. Pescadores madrugadores apurando la caña. Una señora de edad indefinida en pantalón corto paseando al perro por el borde de las olas. Un grupo de ciclistas. Un pensionista comprando el pan mañanero. Los barrenderos de recogida. Dos amigos pidiendo café solo con hielo y una tostada con mermelada en la terraza de enfrente.
8:25. Llego al ambulatorio. Abro la puerta con prudencia, deseando interiormente poder disfrutar dentro del insano aire acondicionado, frío, cortante, pero capaz de eliminar aparentemente el baño de sudor que no puede empañar mi camiseta porque es blanca. Me indican que el médico va llamando, y una mano anónima puso el listado de los pacientes de hoy en la puerta -pedagógico, didáctico, previsor. El enfermero sale de su consulta lista en mano, enumerando a los ausentes; la señora de la esquina se levanta:
- Josefina. No tengo cita ahora -indica.
- Ya veo, le toca dentro de una hora -contesta el enfermero.
- Sí, es que tengo que hacer unas cosas, y si me atiende antes, pues mejor. -nos informa a todos.
- Bueno, si no viene nadie, pase después de aquel señor -dice él, imagino que para irse abriendo hueco en su lista.
Entra otra y nos roba durante unos segundos el frescor del aire puesto a toda potencia. Le acompaña una adolescente lesionada, a la que protege con la seriedad de una matrona romana. Compruebo mi nombre en la lista y le hago saber a Josefina que no, no tengo que entrar donde el enfermero, mientras que la matrona romana me intenta convencer de que ya ha pasado la hora de mi cita y ahora le toca a ella, ¿ve? Cierto, va con retraso, pero no hay ley escrita que pueda impedir que la médico -aventuro que joven, deseando cambiar de destino por otro más tranquilo, alejado de la playa y sus turistas- pueda recetarme la crema de corticoides que sé que necesito para vencer mi sarpullido.
9:10. La médico -joven, deseosa de cambio de destino- me receta, sí, el corticoides necesario. Detrás de mí huelo ya en la puerta el aura de la matrona romana, impaciente por entrar en consulta para hacer luego las cosas que tiene pendientes. El ambulatorio -aquí, como en casa- me recuerda, una vez más, la tienda de Santiago, el frutero mío de toda la vida, que acabó por poner unas sillas de enea y un banquito para suavizar la espera de sus clientas más fieles, mientras despachaba con parsimonia albaricoques y verduras.
Tienes que reportarnos luego cómo de bien ha funcionado la crema de corticoides.
ResponderEliminarAl leerte recordaba que la mañana bien temprano es la hora que más me gusta en la playa, pero ningún año consigo despertarme a tiempo para disfrutarla. La razón es que también la noche bajos los pinos fumando y paseando me gusta mucho y, claro, las dos cosas no puede ser. ¿Alguien sabe cómo se resuelve este desorden?
Es una situación típica y tópica, calcada en todas partes.
ResponderEliminarHe echado de menos la señora que, con un acento, digamos cañí, hace la típica pregunta: "¿Quién eh' la úrtima?"
Espero que ese sarpullido sea ya historia.
Un abrazo.
José Luis, el sarpullido ha sido vencido con honores. Sobre lo que comentas, creo que ese momento del amanecer solitario en la playa (en mi caso, observando la playa, que me gustaría, creo, más) es el mejor momento...
ResponderEliminarPerikiyo,
ResponderEliminares que en la zona en la que estoy ese tono cañí no se usa, pero..., es cierto lo que dices...
El sarpullido, como le comento a José Luis más arriba, está ya vencido.
Un abrazo.
Sí, estoy de acuerdo. La mañana es un estreno que se despereza lentamente respirando aire puro renovado y los humanos comienzan sus felices rutinas de ocio estival, pero... qué decir de ese momento secreto, cuando la oscuridad hurta el paisaje y quedamos solos ante los elementos? Hubo noches adolescentes acompañado de mi maestro, en las que recuerdo haber escuchado la maquinaria celeste, la música de los astros, y otras, ya juveniles, en las que el mar embalsamado y una luna entera, me regalaron la experiencia de mi desnudez abrazada por la eternidad.
ResponderEliminarUn abrazo y ¡enhorabuena!... menuda crema.
Vaya, José Luis... Creo que no tengo tanta empatía con la Naturaleza...
ResponderEliminarClaro que sí, mujer. O más. ¿No ves que le echo mucho azúcar, tal vez demasiada? También es verdad, Negre, que los años ayudan a encontrar lo esencial de las cosas que vamos viviendo.
ResponderEliminarJosé Luis
Yo empiezo a quedarme con lo esencial poco a poco... Pesa un poco ya la mochila...
ResponderEliminarUn abrazo.