La zona costera tiene un claro indicador social, que no es ni el precio de sus viviendas, ni el costo de una tapa de paella ni el mayor o menor precio de ese pinchito de tortilla. No. El verdadero indicador, el medidor esencial de la playa, es el color de la piel de sus habitantes.
Como si de seres de otra raza se tratara, tres son los especímenes que podemos encontrar entre las cálidas arenas de la playa.
El primero es de tono blanco. Muy blanco. Casi brillante, transparente en su esencia nívea. Inmaculado en su presencia, este habitante anuncia c0n su piel lechosa el poco tiempo que pasa al rumor de la olas, recién llegado de vacaciones, teletransportado casi desde una oficina anónima y grisácea, prácticamente irrespirable. Este ser hace lo que puede, muta su alba presencia por una capa de mantequilla cremosa protectora; previsor y dispuesto a quemar las horas que el jefe le ha concedido lejos del trabajo, acude junto a la playa cargado de toalla, esterilla, silla, sombrilla, puede que incluso nevera portátil para hidratarse convenientemente -que ha oído en la tele que esto es fundamental. Llama por teléfono y envía mensajes a los compañeros de oficina, tal vez para anunciarles la buena nueva de que hay esperanza, hay vacaciones.
El segundo es de tono rojo. Grana, púrpura sin oro, este habitante de la costa fue antes un blanquecino oficinista de interior, dispuesto ahora a demostrar que la crema hidratante todo lo puede y que más allá del carmesí de su piel hay moreno para dar envidia a la vuelta al trabajo. En su lucha por no mudar la piel, conoce a la perfección las farmacias del barrio donde alquila ya desde hace años un pequeño apartamento y se prodiga en el unte hidratante del bote azul de toda la vida.
El tercero es un muestrario de éfebos apolíneos y muchachas virginales, dorados y luminosos, hijos del Sol en sus brillantes cabellos. Pajizos y tostados por largas jornadas bajo los rayos del astro rey, gozan al mostrar sus esculturales cuerpos tostados y venturosos. Viven en y bajo las arenas de la playa, conocen el rumor de las olas, juegan a las palas y raquetas en la línea finísima que separa la arena oscura y marrón de los que apuran sus horas de descanso de la blanca y caliente que no roza apenas sus radiantes pies.
Como si de seres de otra raza se tratara, tres son los especímenes que podemos encontrar entre las cálidas arenas de la playa.
El primero es de tono blanco. Muy blanco. Casi brillante, transparente en su esencia nívea. Inmaculado en su presencia, este habitante anuncia c0n su piel lechosa el poco tiempo que pasa al rumor de la olas, recién llegado de vacaciones, teletransportado casi desde una oficina anónima y grisácea, prácticamente irrespirable. Este ser hace lo que puede, muta su alba presencia por una capa de mantequilla cremosa protectora; previsor y dispuesto a quemar las horas que el jefe le ha concedido lejos del trabajo, acude junto a la playa cargado de toalla, esterilla, silla, sombrilla, puede que incluso nevera portátil para hidratarse convenientemente -que ha oído en la tele que esto es fundamental. Llama por teléfono y envía mensajes a los compañeros de oficina, tal vez para anunciarles la buena nueva de que hay esperanza, hay vacaciones.
El segundo es de tono rojo. Grana, púrpura sin oro, este habitante de la costa fue antes un blanquecino oficinista de interior, dispuesto ahora a demostrar que la crema hidratante todo lo puede y que más allá del carmesí de su piel hay moreno para dar envidia a la vuelta al trabajo. En su lucha por no mudar la piel, conoce a la perfección las farmacias del barrio donde alquila ya desde hace años un pequeño apartamento y se prodiga en el unte hidratante del bote azul de toda la vida.
El tercero es un muestrario de éfebos apolíneos y muchachas virginales, dorados y luminosos, hijos del Sol en sus brillantes cabellos. Pajizos y tostados por largas jornadas bajo los rayos del astro rey, gozan al mostrar sus esculturales cuerpos tostados y venturosos. Viven en y bajo las arenas de la playa, conocen el rumor de las olas, juegan a las palas y raquetas en la línea finísima que separa la arena oscura y marrón de los que apuran sus horas de descanso de la blanca y caliente que no roza apenas sus radiantes pies.
falta un cuarto especímen: el que va a la playa "porque no queda otro remedio", que no se quita la camisa y a lo sumo se desabrocha los dos botones de arriba para mostrar la cadenita de oro con el Cristo de la Comunión, este personaje suele leer el Marca a todas horas (es una lástima para él que no el Marca no edite dos o tres periódicos diarios) y suele mirar a las "muchachas porque para eso están".
ResponderEliminarsaludos desde el maestrazgomagico.blogspot.com
RAUL
Huy, es que de esos no me he encontrado por aquí, pero es cierto lo de los dos botones de arriba y la cadenita, ja, ja...
ResponderEliminarUn saludo.