Estoy elaborando una teoría, aún no presentada a la comunidad científica internacional, pero que adquiere poco a poco cada vez más peso: la idea de que la ayuda, a la larga, sale cara.
No me refiero a la ayuda aportada por una ONG, por ejemplo, necesaria y reivindicativa, parches constantes institucionalizados de un Estado de Bienestar mal llevado. Ni a la ayuda aportada por mi amigo Óscar, misionero vocacional en Honduras desde hace muchos años, o la de órdenes religiosas que se juegan la vida -Congo, Sudán, Libia, Guatemala, El Salvador, Kenia- simplemente porque el corazón lo pide para seguir bombeando.
No. Yo me refiero a la ayuda diaria, cotidiana, de trapillo, mía o de otros, esa de la de ir tirando, en casa o en el trabajo. Y es aquí donde desarrollo mis primeros experimentos, en busca de suficientes datos objetivos para respaldar mi teoría. Hoy mismo, sin ir más lejos, día en el que el Colegio se viste de globos y fiesta para despedir a los alumnos de 4º de ESO.
Es ahí, entre vestidos de tirantes y adolescentes empaquetados en trajes de fiesta, cuando crece más mi pensamiento de lo cara que sale esa ayuda: la dada por muchos a un alumno que no resistía la presión y se dejaba llevar por la ansiedad en cualquier examen, la prestada al puñado de ellos que, aún sin saber escribir correctamente en castellano, aprobaba la Lengua o esos muchos que no distinguen aún -dieciséis años- una isla de una península. Me vienen a la cabeza muchas horas dedicadas a adaptar contenidos, procedimientos, valorar actitudes, llamadas de apoyo o aviso a las familias, entrevistas de horas tejiendo y destejiendo cómo sacar adelante al más débil, asignaturas aprobadas casi a la buena de Dios, pensando que, en el fondo, igual así salían mejores profesionales.
Y la ayuda, a la larga, en un día como hoy, a horas de despedirlos del Colegio -sin nostalgias ni penas por mi parte, ya desengañada porque es junio y no estoy en mis mejores momentos-, sale cara. No hay ni sonrisas, ni recuerdos, ni el reconocimiento humilde del joven que debería sentirse agradecido. Tal vez porque no hay límites para estos adolescentes, y sí burbujas de pobrecitos, miedo a que se puedan frustrar, falta de educación en la conciencia y la crítica constructiva y mucho de yo puedo hacer todo lo que quiera, profe. Sale cara esa ayuda en tardes como hoy, cuando, sin lentejuelas y sí con mi mejor sonrisa de circunstancias, trago la quina de comprobar que no sirvió de nada, sino para alimentar la idea de profe, es que era tu obligación.
No me refiero a la ayuda aportada por una ONG, por ejemplo, necesaria y reivindicativa, parches constantes institucionalizados de un Estado de Bienestar mal llevado. Ni a la ayuda aportada por mi amigo Óscar, misionero vocacional en Honduras desde hace muchos años, o la de órdenes religiosas que se juegan la vida -Congo, Sudán, Libia, Guatemala, El Salvador, Kenia- simplemente porque el corazón lo pide para seguir bombeando.
No. Yo me refiero a la ayuda diaria, cotidiana, de trapillo, mía o de otros, esa de la de ir tirando, en casa o en el trabajo. Y es aquí donde desarrollo mis primeros experimentos, en busca de suficientes datos objetivos para respaldar mi teoría. Hoy mismo, sin ir más lejos, día en el que el Colegio se viste de globos y fiesta para despedir a los alumnos de 4º de ESO.
Es ahí, entre vestidos de tirantes y adolescentes empaquetados en trajes de fiesta, cuando crece más mi pensamiento de lo cara que sale esa ayuda: la dada por muchos a un alumno que no resistía la presión y se dejaba llevar por la ansiedad en cualquier examen, la prestada al puñado de ellos que, aún sin saber escribir correctamente en castellano, aprobaba la Lengua o esos muchos que no distinguen aún -dieciséis años- una isla de una península. Me vienen a la cabeza muchas horas dedicadas a adaptar contenidos, procedimientos, valorar actitudes, llamadas de apoyo o aviso a las familias, entrevistas de horas tejiendo y destejiendo cómo sacar adelante al más débil, asignaturas aprobadas casi a la buena de Dios, pensando que, en el fondo, igual así salían mejores profesionales.
Y la ayuda, a la larga, en un día como hoy, a horas de despedirlos del Colegio -sin nostalgias ni penas por mi parte, ya desengañada porque es junio y no estoy en mis mejores momentos-, sale cara. No hay ni sonrisas, ni recuerdos, ni el reconocimiento humilde del joven que debería sentirse agradecido. Tal vez porque no hay límites para estos adolescentes, y sí burbujas de pobrecitos, miedo a que se puedan frustrar, falta de educación en la conciencia y la crítica constructiva y mucho de yo puedo hacer todo lo que quiera, profe. Sale cara esa ayuda en tardes como hoy, cuando, sin lentejuelas y sí con mi mejor sonrisa de circunstancias, trago la quina de comprobar que no sirvió de nada, sino para alimentar la idea de profe, es que era tu obligación.
Hola!, me gustó mucho tu reflexión; desconozco el mundo de la ESO, ya que estoy en Primaria, pero es verdad que llegando estas fechas repasas todo lo hecho en el día a día, y mucho seguro que no era tu obligación, sino que dabas más de lo que se pedía; pienso que en Primaria cambia un poco las circunstancias, sobre todo con los pequeñines, que te ven como un referente, un modelo, pero imagino que en edades adolescentes será diferente.
ResponderEliminarBueno, ánimo que ya nos queda poco para las más que merecidas vacaciones.
SALUDOS!!
Este de la ayuda en el día a día es un tema bien importante y complicado. Si presentas finalmente tu teoría a la sociedad científica, no olvides tabular todo muy bien -te lo pedirán los sociólogos, psicológos, pedagogos, .... –, y si hubiera en el foro que te ha de juzgar, matemáticos y físicos, intenta formular tus resultados en una ecuación magistral, si no te podrán pegas, ya verás.
ResponderEliminarYo te presto gustoso para tu estudio una reflexión que un día me prestaron a mí y resultó de capital importancia: "Toda ayuda innecesaria supone una limitación del crecimiento de quien la recibe". No olvides introducir en tus estudios el concepto de "sobreprotección" y el desarrollo del mismo como factor predominante en la etilogía del infantilismo intelectual y la ingratitud. ¡Suerte!
Negre, aunque sea un atrevimiento (sé que vas ya por trece títulos), me atrevo a sugerirte un libro más a tu lista de lectura estival: "Andanzas del impresor Zollinger" del escritor Pablo D´ORS, Anagrama, 2003. El autor es sacerdote y teólogo y en este libro tiene un capítulo totalmente onomatopéyico. Se me ocurrió recomendártelo ayer leyendo tu entrada "En el pasillo, mejor" ..... tiquitoc, tiquitoc, .... me gustó mucho ....
Un saludo.
¡Qué razón tienes! La ayuda de trapillo es carísima y nada tiene que ver ni con la enseñanza ni con el aprendizaje. Son parches al mal global del sistema educativo y, como señalas, síntomas de algo más profundo y social que, si no todo, algo tiene que ver con la entrada de hoy de mi blog.
ResponderEliminar¡Ánimo, Negre, la suerte ya está echada! El año que viene más y esperemos que mejor.
Así es, Pedro. Veo el mundo de la Primaria más gratificante, pero me llega ya por otros lados la noticia de que las familias empiezan ahí también a cuestionar al profesor.
ResponderEliminarEspero que con el verano el cerebro y el alma se reseteen.
Un saludo.
José Luis,
ResponderEliminarsi van a andar con tantos cuidados para aprobar mi recién estrenada teoría, creo que acabaré por recetarla sólo entre pasillos.
Me ha gustado la reflexión que haces sobre la ayuda innecesarias, que traduzco por el afán de sobreprotección que convierte a nuestros jóvenes en burbujas y algodones. Si no tienen la experiencia de la frustración y el fracaso, ¿cómo podrán afrotar su futuro personal y profesional?
Anoto el título que me indicas. Y ya van catorce. Me tengo que dar prisa para empezar... ¡Gracias! Me alegro de que te gustara la entrada.
Un abrazo.
Pepe, he leído tu entrada. Como dices, la tuya y la mía tienen relación. Lo malo es cuando la emoción se torna infantilismo y se vende, provocando ayuda desnatada...
ResponderEliminarUn saludo.