Aunque sean vacaciones para mí -mis vacaciones, les diría a esas familias que a fecha de hoy aún insisten en mandarme correos electrónicos con preguntas sobre los exámenes de septiembre de sus retoños-, no ha cambiado un ápice mi opinión: no me gustan las personas con gorra en sitios cerrados. Sí, sí, sigo en mis trece, incluso después de los años pasados desde que lo conté aquí, al anonimato de la red.
Por eso, me muerdo la lengua y me quedo con las ganas -que estás de vacaciones, Negre, contente, me dice Él- para no decir nada a esas dos adolescentes de escasa Secundaria que pululan en mi comedor vacacional y con las que comparto el agua clorada de la piscina y el saludo mañanero por los pasillos de este lugar. Y no abro la boca, aunque se me van los pensamientos, al verlas con sus gorras beisboleras blancas mientras comemos fideuá y ensalada, a tres o cuatro mesas de distancia.
- No entiendo, Negre -me dice Él, mientras se afana con el postre.
- ¿Hum?- digo, mirando de reojo a Niña Pequeña, que ha tirado por enésima vez la servilleta al suelo.
- Esas chicas -señala con la punta de su redondeada barbilla-. Van a la piscina y a la playa a tostarse al sol, tan ricamente, con esta calorina, y no llevan gorra. Y ahora se la ponen para comer.
- Bienvenido al mundo adolescente -contesto, intentando concentrarme en el helado.
- Claro, que la culpa es de sus padres...
- Pues eso digo yo durante diez meses al año -concluyo, saboreando los restos de helado de mi cuchara-. Pero no digas nada, que son vacaciones y voy de incógnito...
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