Hoy luchábamos contra el viento entre la espumeante arena fina y la sombrilla de la vecina playera de delante: en segunda línea de playa, entre una familia francesa y una pareja italiana nos hacíamos fuertes: Niña Pequeña, Él y yo, las sombrillas y los complementos de una mañana de olas. El aire se nos enredaba y hacía ondear bandera amarilla y toallas, para hacer más creíble que los niños jugaban a ser piratas cerca del rompeolas.
¿Para qué sirven las esterillas en estos casos? Obvio: para llevarse más arena -sí: de esa que no me gusta- a casa, escondida en el doble fondo de la bolsa de los complementos aquellos y bajo la funda rosa de la silla de auto de Niña Pequeña. Porque sigue sin gustarme la arena, por mucho que nuestra vecina playera se afane en quitarla con un tubo y haga, poco a poco, un agujero para clavar -que no poner- su sombrilla verde de rayas blancas; la aparta, la apila, la deja más o menos cerca, pero ella -la arena- volverá a su sitio natural, y entonces, claro, la Naturaleza habrá ganado una vez más la batalla.
- ¡Mamá! -grita a lo lejos Niña Pequeña-
-¿Hum? -digo, soltando el auricular derecho, la canción a medias.
- Mamá, que me voy a saltar las olas.
- Ah.
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