Mi vecino se ha comprado una silla de madera, plegable y pequeña, que utiliza como un manejable trono y desde la que otea el horizonte de la urbanización, en el pequeño reino de su casa y el diminuto balcón. La silla es el sitial de su poder rumboso y mirada vigilante, que le permite saludar a mi otro vecino, el de enfrente, que se marchaba con maletas huyendo de este calor estival y meseteño para enfrentarse con otro igual de veraniego, pero a la orilla de la playa.
- ¡Un mes se pasa pronto! -le dice con voz gutural al joven hijo del vecino, rompiéndole la alegría de las recién estrenadas vacaciones.
La silla, sede canicular, preside la pequeña terraza y desde ahí, imagino, pasará un canal tras otro del televisor en la noche, cuando los niños dejan a los mayores y la reloj va más fresco.
- Trae una cerveza, cariño -le dice a ella, que no tiene silla...
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