Se agolpaban dos pequeños y su madre, vigilante, alrededor del animal, como protegiéndolo o no sabiendo muy bien qué hacer, porque era terreno del colegio, la rampa de entrada con los coches, la entrada principal, allí donde tantas veces decimos:
- De la valla verde hacia dentro es cosa nuestra...
Pero lo decimos con la boca pequeña, aunque llenándonos el paladar de autoridad fingida, a fin de que padres y madres de retoños nos dejen hacer el poco trabajo que ya se nos permite: hacer como que enseñamos a adolescentes aniñados que prefieren ser mimados y consentidos...
No es la primera vez que animales entran en el colegio; dos veces, hace ya tiempo, una valiente salamandra se acurrucó en un rincón de la escalera, territorio hostil donde los haya, aguantando el corrillo de jóvenes que no han visto de cerca un ternero, mucho menos un anfibio o un pequeño mamífero. Pero este se acurrucaba sobre sí mismo, enroscándose protector en púas suaves al tacto discreto de los niños y el hocico camuflado entre sus patas.
- Habrá que llamar al Seprona, porque a ver qué hacemos con este animal, que encima, seguramente estará herido... -dice alguien, tecleando ya en el teléfono. Uno del grupo ya le ha puesto nombre: ya es nuestro. Avisan que vendrán a recogerlo, que llamarán para informar de su evolución.
Llamo a Niña Pequeña, buscando la foto del erizo en mi teléfono.
- Ven, mira quién estaba hoy en la puerta del colegio -le digo, enseñándole el retrato del pequeño animal.
- Mamá -dice.
- ¿Hum?
- Mamá, es que es normal que esto pase en mi colegio, porque hay un bosque -dice, correteando de vuelta a su cuarto, sus juguetes, a dar clase a sus muñecas.
Es cierto.
Hace unos días defendí en el patio mi merienda del ataque de dos ardillas...
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