Falta poco para que oiga la máxima del verano:
- Pues sí, Negre, a ver si empieza el colegio, que los niños se aburren en vacaciones.
Espeluznante.
No será ahora cuando alguien me lo diga, pues todavía madres y padres de retoños y adolescentes viven en la resaca de boletines de notas en los que lo que se pregunta no es cuántas asignaturas has aprobado, sino cuántas has suspendido -por aquello de que lo normal es no superar nada, tal cual están las cosas, que así los jóvenes adultos, acostumbrados desde niños a la máxima de mínimo esfuerzo, pensarán menos. Ellos, los adultos, aún casi no se han dado cuenta de que el colegio acabó y de que los diez meses en los que los profesores se encargan de sus hijos ya han pasado, esos docentes están ahora cargando pilas -o estudiando, o preparando material o convirtiendo lo bueno del curso en mejor, o en olvidar las pesadillas invernales- y sí: les toca a ellos.
Que un vecino, o una amiga, o 140 caracteres me insinúen que un niño se aburre en vacaciones y que lo que tiene que hacer son cuadernillos de deberes de verano, hojas de repaso de cuentas y caligrafías, comentarios de lecturas no elegidas por el pequeño -o el adolescente-,... Señoras, señores: los deberes no valen para nada. O sí. Para acallar conciencias, para inmovilizar aulas o para tener a los niños medio tranquilos un rato en casa.
- Negre, ¿qué tengo que hacer en verano? -me decía una alumna unos días antes de terminar el curso. Rubia, ojos azules, trabajo impecable todo el curso, capaz de relacionar unas ideas con otras y enlazar aprendizajes previos con nuevos, educada hasta el extremo y candorosa en el trato. Doce años bien llevados, infantiles, dóciles, curiosos.
- Leer, pequeña, leer -le contesté, mientras sostenía su mirada asombrada de dos meses sin trabajo extra que no necesitaba y asomaba una sonrisa en su cara preadolescente.
Esta, mi alumna, no se aburrirá en el periodo estival. Y me la imagino haciendo los deberes necesarios: horas de lectura en el sofá del piso de la playa, carreras y juegos de pelota y pala a orillas del mar, paseos con helado viendo como atardece, charlas de sobremesa con sus padres o siestas de recuperar energías en la terraza soleada. Y en invierno -ese largo invierno que comienza a principios de septiembre y acaba a finales de junio, laboral, escolar, inmovilista las más de las veces- ya vendrán las tareas, los libros de texto, cuadernos de grapas y evaluaciones.
Porque de eso, de la utilidad de las evaluaciones -las sumativas, las que todo el mundo entiende, las que deberían ser las menos-, de esas ya hablaré en otro momento...
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