En la sala de profesores ya no hay vasos porque la mano anónima los retiró. Ya sólo quedó el microondas, un abandonado paquete de café y el azúcar que nadie prueba. Las servilletas se han acumulado, vaporosas, una encima de otra, sobre la mesa, esperando.
Adaptándose, prueba de su ser indestructible, uno de mis compañeros ha salido del trance. Émulo de Robinson, superviviente entre carpetas, tizas y preocupaciones, saca de su mochila con la tranquilidad que da la rutina diaria un pequeño bote de aceitunas, lleno de leche, inmaculado, limpio en su cristal. No percibe mi mirada de curiosidad -esa que perdieron mis alumnos en algún momento de su no muy lejana infancia- mientras veo cómo se aleja hacia el paquete de café, llena la cuchara con la medida exacta deseada, su ordenador abierto esperando instrucciones, yo luchando contra la impresora -que, una vez más, no acepta mis sencillas órdenes.
Mi compañero se sienta, pausado, ignorante de mi curiosidad extrema. Le llamo: "¿Un bote por un vaso?" Me mira y se sonríe, tal vez admirado de mi incapacidad para sobrevivir en la selva o el desierto más extremo: "Claro, es la medida exacta, traigo aquí la leche bien cerrada".
Otros nos rodean y levantan las cabezas de sus trabajos. Todos sonríen ante la naturalidad de la respuesta. Claro: ¿cómo no se nos había ocurrido antes?
Adaptándose, prueba de su ser indestructible, uno de mis compañeros ha salido del trance. Émulo de Robinson, superviviente entre carpetas, tizas y preocupaciones, saca de su mochila con la tranquilidad que da la rutina diaria un pequeño bote de aceitunas, lleno de leche, inmaculado, limpio en su cristal. No percibe mi mirada de curiosidad -esa que perdieron mis alumnos en algún momento de su no muy lejana infancia- mientras veo cómo se aleja hacia el paquete de café, llena la cuchara con la medida exacta deseada, su ordenador abierto esperando instrucciones, yo luchando contra la impresora -que, una vez más, no acepta mis sencillas órdenes.
Mi compañero se sienta, pausado, ignorante de mi curiosidad extrema. Le llamo: "¿Un bote por un vaso?" Me mira y se sonríe, tal vez admirado de mi incapacidad para sobrevivir en la selva o el desierto más extremo: "Claro, es la medida exacta, traigo aquí la leche bien cerrada".
Otros nos rodean y levantan las cabezas de sus trabajos. Todos sonríen ante la naturalidad de la respuesta. Claro: ¿cómo no se nos había ocurrido antes?
Qué buen relato... como si lo viviera.
ResponderEliminarSi algo nadie puede decir, ni en España ni aquí, es que los profesores no somos sobrevivientes :) Excelente el método de tu compañero.
ResponderEliminarUn beso grande, disculpa la ausencia :D
¡Cuántas veces me he sentido Robinson y náufrago en medio del mar de cosas que nos rodean en esta saciedad de consumo en la que torpemente nos movemos! Nunca deja de sorprenderme la resistencia que opone lo diminuto cotidiano.
ResponderEliminarProfesor,
ResponderEliminares totalmente real. Mi compañero, un superviviente.
Un saludo.
Ana Laura,
ResponderEliminareste compañero es especialmente superviviente!!
Disculpada la ausencia, claro.
Un abrazo.
Pepe,
ResponderEliminarno se me había ocurrido que lo cotidiano fuera una forma de resistencia inadvertida. No es mal tema tampoco para una entrada...
Un saludo.