Entre ayer y hoy decidieron por la calle cantar aquello de Blanca Navidad, por más que en esta Navidad no hay ni una nube en el cielo y sí le da suficiente luz solar a la flor de Pascua que me regalaron hace una semana en la floristería de la esquina. Donde yo vivo hay río, sí, pero por más que se empeñaran hoy los niños del coro de la misa de doce, ni un pez para mirar cómo bebe por ver a Dios nacido en este 25 de diciembre. No tengo pandereta ni zambomba, no estoy con mi suegra -y ni se me ocurre darle en mitad de la nuez, como reza otro villancico de estas fechas. A mí lo que me gusta, le decía hoy a Él, mientras preparaba la comida -no yo, que no me gusta y por no saber, ni distingo comino de orégano-, es lo del tamborilero aquel.
- ¿Por qué, Negre, porque mira que hay villancicos más bonitos para estas fechas? -me pregunta, mirándome de reojo con sus ojos azules.
- Porque es el más pobre de todos: por no tener, sólo posee un zurrón y le regala al Niño lo mejor de sí mismo: su canción, a ritmo de tambor -le digo yo sin respirar, del tirón, que cuando estoy inspirada, no hay quien me pare.
Por eso le he prometido a Niña Pequeña que mañana, cuando paseemos por la Plaza Mayor de Madrid y vayamos de puesto en puesto, buscaremos un pastorcito -mejor, una pastora- que lleve un instrumento musical, y lo pondremos en el Belén de casa, que todavía hay espacio...
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