Ocurrió hace unos días, de estos que el calendario de mi cocina marca en rojo y en los que se tiene que ser obligatoriamente feliz y familiar. Él me miró, azules los ojos, y sentenció:
- Si quieres eso para la cena especial de hoy tienes que acercarte al súper, que pensé que había..
No me gusta la cocina, que tiene mucho de alquimia, me parece, pero la ocasión lo merecía. Me abrí paso en el armario hasta que localicé abrigo, gorro, bufanda, guantes, y de esta guisa me dirigí al centro comercial que mi amiga Montse todavía llama con su antiguo francés, porque hace muchos años que ya no vive aquí y no se ha enterado del cambio. No me gusta tampoco ir a comprar -yo soy más de esas online, de las que afirman que podría sobrevivir en casa un mes sin tener que salir de mis cuatro paredes- porque me siento engañada desde que pongo el pie derecho en el umbral de la tienda y salgo con el izquierdo pisando fuerte...; asumiendo que en las entrañables fiestas familiares -que no, que tampoco me gustan, porque parece que me obligan y de la norma mal interpretada no puede salir nada bueno- el engaño sería doble -pie derecho, pie izquierdo-, localicé lo que faltaba para que Él terminara de preparar la cena y, todo lo dignamente que pude, me puse en la fila de la línea de cajas.
La fila de la línea de cajas es un espacio donde todo es posible y se barrunta con frecuencia el peligro, la incertidumbre, donde se mide a cajas destempladas la paciencia del de delante y del que está detrás y se demuestra, a golpe de producto, cuál de las amables señoritas ha estudiado más allá de 3º de ESO y cuál es una profesional del trato al público. Allá a lo lejos, más o menos por la caja seis o la ocho, una señora dialoga -en estas familiares fechas hay que dialogar- con la amable señorita que la atiende:
- Mira, guapa, que es que no me has descontado los tres euros con cincuenta de la caja de langostinos, que están de oferta -dice ella, ondeando el tiquet de compra.
- Señora, si mira con atención, están anotados y debajo, justo debajo, descontados, ¿ve? -dice la joven, señalando con el dedo en el papel el producto en litigio.
- Mira, gua-pa, que no, que no tienen que aparecer, que están en oferta y por eso los he cogido yo -el tono del diálogo ha subido unos decibelios, los suficientes como para entretener al resto de los clientes- que si no, no los hubiera cogido.
- Señora, le repito que están descontados, ¿ve? Aquí, aquí -señala ella de nuevo, en el límite de su paciencia, observando de reojo la cola que se ha montado en su caja, a la espera del desenlace de los langostinos- ¿No ve el menos que hay delante de los tres euros con cincuenta?
La señora se ajusta la gafas metálicas sobre el puente de la nariz, mientras examina con cuidado, buscando pillar in fraganti a la amable señorita. Ahí, barrunto yo que en medio del largo tiquet de compra, reluce un signo menos delante de tres euros con cincuenta, langostinos en oferta. Tiemblo en mi interior al pensar a qué colegio pueden ir los retoños de la señora y pido al Niño que nace que no sea en donde yo trabajo...
- Claro, claro, guapa, ya lo veo, perdona, perdona, es que todo en este tiquet es tan pequeño... -dice la señora, recogiendo sus bártulos y los langostinos.
Coloco mis engañosos -o engañados- productos en la cinta, caja nueve: clinclin, pan, clinclin, panecillos, clinclin, queso fresco; mientras pago, hago memoria de aquella madre de alumna que, a inicios del curso, me decía muy enfadada, el dedo índice acusador, que no entendía porqué se enseñaban cosas inútiles en la escuela, como Lengua, Latín, Cultura Clásica o Matemáticas.
Si lo llego a saber con antelación, le digo que para no hacer el ridículo en la fila de cajas del mercado, por no reconocer un signo menos...
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