Esta tarde voy a la piscina. No a una cualquiera, no: a la municipal, aquí al lado, vamos, según bajas, y no con cualquiera, sino con dos vecinas y sus hijos. Y Niña Pequeña. Y yo, naturalmente.
Ir a la piscina con niños es un acto de malabarismo-o el cómo transportar todos los accesorios imprescindibles, absolutamente necesarios para bañarse: manguitos, gafas, toallas varias, chanclas, zapatos de calle, cubo, patito de goma, pelota de Disney- y de fe -la confianza ciega en que nada se perderá, la certeza de no comprender cómo con sólo una pasada de crema factor 50 Niña Pequeña no se quema y yo acabo tiznada en rojo-, y creo que hay pocas cosas que me incomoden más como prepararme para mojarme en un vaso acuático salvo, claro, ir a la playa, con su incomodidad gratuita de arena fina y canallesca, infiltrada hasta los últimos resquicios de la toalla que nunca uso.
Mi amigo Josémanuel dice que esto de la piscina y de la playa es una involución, que tantos millones de años para salir del agua y acabar ahora volviendo a ella. Pero aquí estoy: el termómetro hierve, el toldo no puede retener ya por más tiempo el rectángulo de sol que se desplaza inexorable por el balcón, las nubes se han quedado suspendidas.
He encontrado mi toalla azul, la que nunca uso. Hoy, me la llevo.
Buena idea la de Josemanuel: involucionamos. Y no sólo en eso. En cualquier caso, te comprendo perfectamente. Consuélate: es una etapa. Porque no llevas a Niñapequeña a la piscina; te lleva ella a ti.
ResponderEliminarPepe, ¡cuánta razón!
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