Hay un nuevo alumno al fondo a la derecha. Como aquel otro, es también moreno, aunque su cabello no se revuelve en guedejas ni muestra honradez en sus ojos, sino la mirada desafiante del león que otea su presa. Aquel confiaba en mi palabra para que su madre le dejara ya salir del colegio y reunir sus sueños rotos de escolar con poco futuro; este otro no me conoce, lo miro y quiero verle, me mira y me provoca: obligación de escolares con poco futuro, ver hasta dónde el profesor está dispuesto a trazar la línea de frontera...
Se recuesta en la pared de azulejos desvaídos, dejando sobre la mesa -otro más- una mochila vacía; canturrea con voz monótona, pero audible, retando a cualquiera a hinchar pecho y plantarle cara. Los otros 30 alumnos respiran el aire tenso de la espera y los dos del fondo me miran de reojo. Me conocen. Ignoro el reto que me lanza en el primer día de clase y el tarareo va cesando durante mi paseo entre los pupitres de sus compañeros.
- Igual deberías sentarte bien -le digo, con voz amable y marcando bien las sílabas en una bravata-. Por si luego te duele la espalda.
- No, profe -contesta, cortante, rival-: estoy comodísimo -dice, mientras se abraza a la mochila, ablandada de vacío: sin estuche, sin cuaderno, sin un libro. Adivino que sólo tiene el bocadillo del recreo y, escondido, un paquete clandestino de tabaco.
Han comenzado las clases...
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