- Negre, ¿por qué pones el despertador, si hoy no tienes que ir a trabajar? -me pregunta Él, asomando una mano entre las sábanas...
- Por eso: para saber que hoy puedo dormir un poco más -respondo, dándome la vuelta y apagando el reloj.
Hoy, sin embargo, sí me levanté pronto; me esperaban en la bandeja -física- de cosas pendientes -sí, ya- unas cuántas pruebas iniciales por corregir: esos exámenes que sus sesudas señorías de la Cosa Educativa piden que se hagan a principio de curso, por aquello de pulsar las competencias que los alumnos tienen desarrolladas -o no-, a fin de adaptar los contenidos al nivel de cada uno de los infantes y adolescentes. Una de esas cosas, claro, que se deciden a puerta de despacho, entre charla y charla de whatssup y que no conducen a ningún lado, porque que me digan a mí cómo adapto yo nada a cualquiera de mis sesenta y dos alumnos de 1º de ESO; vamos: cómo adapto yo nada desde el momento en el que entro en la clase y siempre pasa algo, en una jungla de estímulos constantes y adolescentes de hormonas a flor de piel en número indefinido. Que no es que no quiera, señoría, que es que treinta y un alumnos por clase -con posibilidad de llegar a treinta y tres o más- no es un aula, sino una jaula, donde sólo a golpe de tiza seco se puede respirar, porque ya los muchachos no son como los cuarenta que compartíamos espacio en mi extinto octavo de EGB.
Después de reafirmar mi convencimiento de que las pruebas iniciales no sirven para nada -sobre todo, porque a estos alumnos ya les conozco del curso pasado y sé por dónde respira cada uno, y a los que no conozco, los veo y ya por la experiencia lo adivino- me he lanzado a la calle. Hoy había quedado en una luminosa mañana con un buen amigo, y el domingo me ha sorprendido con aire suspendido de eso, de final de semana: un señor paseando el perro, todos los semáforos en rojo, una joven en bicicleta, dos señoras comprando. La atmósfera sostenida a las diez de la mañana de un domingo cualquiera, con el aire perezoso del último día del verano y las primeras hojas marrones ya despuntando. Por no haber, no había ni cola en el dispensador de billetes del tren y la zona azul hoy no estaba vigilada.
El tren es lo que ha hecho despertar a la mañana; quizá fue el pitido insistente de la puerta del vagón, que no cerraba bien, aunque se quitó de repente y todos dejamos de mirarnos de reojo, o quizá las ventanas rayadas, que impidieron todo el tiempo eso de mirar al vacío y pensar en nada, que no está mal, para variar: no sé, porque me sumergí en las páginas electrónicas de mi ebook sin tener que avisar a nadie de que hay que hacer deberes, recoger la habitación, descongelar algo para cenar o pedir que se baje el volumen de la televisión.
Mañana será el primer día del otoño, la luz se volverá más cálida y la atmósfera, posiblemente, se llenará de hojas y polvo suspendido. Quizá en algún momento de la semana me decida, finalmente, a guardar la ropa de Niña Pequeña y dejar de luchar contra lo inevitable: ha crecido y no le valen ya las cosas...
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