La foto no es mía, pues no ha llegado aún el momento de hacer crónicas marinas vacacionales, sino de un compañero del colegio -compañero, amigo, jefe: no necesariamente por ese orden. Me reía ayer al ver la foto, pues supongo que el ingeniero de la obra habrá sido su hijo pequeño y él, padre aplicado y paciente, le habrá ayudado a hacer el diseño, quizá con el castillo de Calatrava en el horizonte como modelo.
Y es lo que tiene la playa, por mucho que a mí me guste poco; creo, no: confirmo, que lo peor es su arena. Sí, sí: su arena: millones de años de desgaste y erosión materializados en granitos minúsculos de minerales y restos óseos que tienen la virtud de esconderse entre los hilos de la toalla y el borde del tapón de la crema de protección solar. Una arena que se mastica como si nada con el bocadillo de tortilla de la tarde playera y se inmiscuye en la botella de agua, que está fría, sí, pero no me sabe a nada más que a eso: a frío y a la espera de que llegue la hora de comer para escaparme de esta cárcel microscópica.
Menos mal que el pequeño hijo de mi compañero ha empezado a recogerla...
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