Qué espléndido sonido! Diáfano, agudo, penetrante, cristalino, nítido: casi, casi puedo ver en el aire las tres notas que lo forman, en amplias redondas con puntillo, bailando hacia un destino final que marcan con una flecha invisible. Un sonido puro que se airea vivo desde la puerta del balcón de mi izquierda y atraviesa velozmente su camino hacia el objetivo marcado. Es un silbido tan ensayado que parece ya natural, como un lenguaje auditivo predesignado por el emisor y su oyente, un niño de unos once años que juega en el filo de la noche a la pelota, abajo: la consigna no verbal que indica al muchacho que su padre, con silbo diamantino, le llama para que suba ya a casa.
Y yo, que soy su vecina, acostumbrada a que le llame así en las tardes de verano, me pregunto por qué no concertará una hora de llegada a casa con el hijo adolescente, antes de que este sienta la llamada del can...
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