Coloqué ordenadamente mi compra en la cinta de la línea de cajas: las dos cajas de cereales, una botella de leche, de tapón azul, una lechuga tipo iceberg -la que tanto odiaba mi madre... y quizá por eso es la que como siempre-, las rodajas de pescado congelado y detrás, cerrando la fila, media docena de huevos morenos medianos. Delante de mí, un matrimonio joven se afana por guardar todo en bolsas verdes y blancas, sujetando a dos niñas rubias que procuran no caerse del asiento del carro de la compra.
Miro a un lado, a otro: por aquí suelo encontrarme con antiguos alumnos o madres de otros, dispuestas a concertar entre pasillo y pasillo una tutoría informativa, que es algo a lo que se presta en estos casos la elección entre una mayonesa o un bote de tomate frito. Niña Pequeña se entretiene con la cadena de las cajas. Y es entonces, en el preciso instante en que ella intenta enganchar los dos extremos del hierro en un único pivote, cuando siento una respiración pesada sobre mi cuello; agarro firme mi bolsa verde y amarilla y miro de reojo hacia la derecha, y es ahí cuando la veo: dos piernas calzadas con sandalias de cuero marrón, falda plisada de flores, bolso al hombro y cesta azul. Y rematándolo todo, la platina cabeza de una señora mayor, con sus rizos de peluquería de viernes por la tarde, los ojos mirando al frente, como si nada pasara, mientras procura adelantar posiciones en la fila por la derecha.
Adivino rápidamente su intención, de forma que recoloco mi bolsa vacía delante de mí y viro levemente a la derecha, interponiendo entre ella y yo mi mochila. Ella recula de forma casi imperceptible, pero noto su disgusto cuando la esquina de su bolso roza con mi espalda y recompone su figura a unos milímetros de mí.
El matrimonio avanza en la colocación de su compra; ella se encarga de pagar con tarjeta de supermercado, mientras él empuja carro, bolsas y niñas hacia la salida. Nos separan ya dos o tres baldosas, pero me mantengo en mi posición, apretando contra el suelo una bandera imaginaria de lucha y conquista, mientras que la señora de detrás resopla al ver el hueco entre mi lechuga iceberg y las cajas de cereales. No avanzo ni un milímetro y marco la frontera entre mi botella de leche y ella con el cartón de próximo cliente, ataque al que responde deslizando brevemente su cesta azul, como quien no quiere la cosa, hasta mi talón derecho.
- Disculpa, se ha ido solo -me dice.
Me encojo de hombros, saludo al amable muchacho que me atiende -clin, clin, clin-, guardo lentamente leche, cerales, lechuga. La señora de detrás ya está colocada de nuevo, pronta a pagar. De su cesta azul emerge, solo, una bolsa de crema de champiñones precocinada...
Magnífica descripción de esa guerra diaria e imperceptible a la que van diariamente esos enemigos generalmente canosos. Buenísimo, Negre.
ResponderEliminarPor no hablar de la lucha en los autobuses, Pepe...
EliminarA mí también me pone negra...
ResponderEliminarNo me extraña... Algunos mayores usan las canas como arma de destrucción masiva...
EliminarJajajaja
EliminarYo espero llegar a vieja con el ánimo de desquitarme por todas las veces que las canas ajenas pudieron más que mis rulos negros. Es como una impunidad adquirida a fuerza de años...
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