Una honda es una tira de cuero, la del pequeño David, un tirachinas bíblico, una cuerda de la que pende la piedra que vence a Goliat y su hondo problema, eso que es profundo, bajo en el terreno de las dificultades y vencible: recóndito, intenso en la expansión que el Mal produce, cual telaraña oscura. Honda es aquella parte de tu todo hueco y que rellenas, ahondas, desde el silencio y la soledad querida: lo más profundo, lo más de mí es que es todo y cante, hondo.
Desde el escaparate de la tienda de la esquina, que antes fue de paraguas, bolsos y mochilas y ahora se reconvirtió, se anuncia el producto: y venden pequeñas hondas para vencer las dificultades cotidianas, o diminutas adversidades para hacerse fuerte en veinticuatro horas; tal vez -no entré a preguntar- tienen escondido entre los cachivaches que adivino detrás del cristal aquello que terminará con mis huecos y vacíos, aunque será pequeño y pudiera ser que el dependiente no lo encuentre. Y desde el fondo, a lo lejos, un pequeño cante, una minúscula melodía a precio de ganga para acompañarse -el cliente que se aventure: yo, no- a patinar en línea...
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