Esta mañana les decía a mis alumnos de 2º ESO, en medio de una de las
actividades especiales programadas para este mes, que
no permitieran que la vida se les escapara rondando.
Bueno, para no faltar a la verdad, lo cierto es que casi literalmente les he dicho que el día de hoy no lo volverían a vivir y que había que sentirlo y saborearlo. Nada del
carpe diem ese al que tengo cierta manía, sino más bien una de
déjate cuestionar por la vida; pero, como todo: si no lo digo así, no se entera
ni el tato...
Al menos este grupo ha sabido
-más o menos, tampoco hay que pasarse- cuidar algo el silencio. Y quizá por eso, mínimamente, uno de los
chavales se atrevía a contar al grupo un par de cosas personales, de esas que les rondan a los adolescentes por la cabeza a todas horas y que para ellos son el centro de su propio mundo. Me ha sorprendido porque no es uno de esos alumnos a los que un profesor pondría la etiqueta de "buen alumno", sino más bien
tirando a conflictivo, esperando en la silla el momento de salir del sistema educativo por la puerta de atrás o dejarse llevar vete tú a saber por qué o quién... Y sin embargo, era el primero en romper el hielo, ofrecerse voluntario o coger una escoba para barrer. Sus palabras, además, despertaban en mí la certeza de que a los adolescentes hay que
prestarles oído, porque no se entienden, no saben, algunos hasta sufren. Y esto no me gusta. Y me molesta.
También los padres sufren. Hoy, además, recibía la visita de cuatro. Y todos sufrían, de uno u otro modo y en distinta medida. Mis compañeros, en general, tienen menos entrevistas con padres a lo largo del curso que yo; me imagino que es debido a que no me acostumbro a no mandar deberes para casa o permitirles que se vayan
de rositas sin haber hecho algo en clase.
Mala costumbre la mía la de forzarles a trabajar y regañar cuando no lo hacen. Un padre de alumno sufriente es mala cosa y a veces se revuelven contra el profesor
-que, en el fondo, ya sabe la sociedad que es el culpable de todo, claro. Sorprendentemente, estas familias venían de buenas, con ganas de que a sus hijos se les ayudara y de colaborar para lograrlo. Uno me decía, incluso, que
no sabían cómo ayudar mejor a su hija.
Y me ha gustado la expresión, por lo sincera y clara: no sabemos qué hacer, pero necesitamos hacerlo. Ojalá todos los padres de mis alumnos vinieran así de claros y con las cartas sobre la mesa. Seguro que vencíamos entre escuela y familia a la Administración y los adolescentes saldrían más airosos.
Y, además, me he divertido. Gracias.