Tengo alumnos que no son luminosos; de hecho, la mayoría no lo son. Las clases en las que entro -y en las que no- están ocupadas por adolescentes que se aburren y otros que no, o que entienden lo que leen y otros que admiten que se lían con tantas letras. Hay alumnos rebeldes, protestones, armados con coraza hasta los dientes -no sea que te enteres de que son débiles-, rabiosos, dulces, tiernos, responsables, adormilados -el de la esquina de la clase del fondo no lo es: se duerme del todo con frecuencia-; los hay absentistas y otros que no presentan ni un retraso en su pulcra hoja de asistencia. De los que estudian, de los que no, de los que quisieran ya trabajar, de los voluntariosos, líderes, soberbios, cercanos, solidarios, con tendencia a llorar, a gritar, a humillar o a hablar por hablar.
Hoy hablaba largo rato con una alumna que no es
luminosa, ni especialmente trabajadora, ni tierna de entrada. Es rabiosa porque yo también lo sería si algunas cosas de la vida me hubieran tratado así, pero es una líder nata y defensora de las causas perdidas
-aunque no vayan con ella. Mi alumna sabe que le cuesta estudiar, que es difícil, que le lleva mucho tiempo y que, a veces, hasta le viene grande. No es gran oradora, pero se hace escuchar. No es brillantemente atractiva, pero sabe cómo hacerse ver. Y no tiene un saco de palabras acertadas del que echar mano en cualquier situación, pero suele ir con la verdad por delante. Hoy hablaba con ella porque había metido la pata y se le rompía el rímel de llorar; pataleaba, protestaba y se dejaba llevar por la ira irracional
-como todas las iras, en el fondo- como sólo un adolescente enrabietado sabe hacerlo: hasta el fondo, para siempre y de forma irremediable. No tenía toda la razón en lo que decía, pero le dolía por dentro, así que de vez en cuando sí le di la razón, porque, como ella me decía, no hay derecho.
Hoy ha sido un día pesado, lento, de esos de cuando están a punto de llegar las vacaciones, pero cuando mi alumna cerró la puerta de mi despacho para volver la clase le brillaron los ojos al decirme
gracias. Por dentro se las di yo a ella.